Estoy convencido de
que Dios, cualquier dios, es ateo. Y entendamos todos este concepto, “Dios”,
como la noción suprema de cualquier religión, secta o comunidad de creyentes
que vertebre o acaudille cualquier manifestación social o de devenir histórico.
Lo podemos llamar Dios, fuerza, energía, o cualquier otro vocablo que vista de
forma “ad hoc” nuestra vocación, devoción o adoración. Todos los dioses son
ateos, no puede ser de otra forma, a la vista de lo que en su nombre perpetran
cada día sus más fieles y acérrimos seguidores y la pasividad, vestida con el
casposo traje de la endogamia, con la que el resto del rebaño, cada uno a lo
suyo, acepta y asume esos comportamientos tan cerriles y silvestres. Incluso si
no nacieron, ellos, los dioses de los que hablamos, o los nacieron, como a
Leopoldo Alas Clarín en Zamora, o surgieron de un fogoso y fecundador big bang
espiritual, como ateos reconvertidos no les ha quedado más remedio que virar en
su apostolado universal de cualesquiera de los universos conocidos y
desconocidos, que para eso son dioses, hacia posiciones en las que ni ellos
mismos deben creerse su propia naturaleza divina y su posible existencia.
Pero, ¿por qué no manifestarlo sin
miedo?, eso les ha pasado por ingenuos y crédulos, ¡qué ironía!, por dejar en
manos de la humanidad los asuntos del negociado del culto, con la propensión
que tienen los seres humanos a tergiversar cualquier verdad, o mentira, en
beneficio propio y dar por absoluto e incondicional su credo en detrimento de
los demás dogmas, que, para ellos, no son más que infieles y perjuros que
arderán en los calderos de los satanes particulares que cada religión pone al
servicio de los más herejes de su rebaño y de los sediciosos que componen las
otras religiones, que para la subjetividad chovinista que gastan las distintas
facciones religiosas que habitan nuestro mundo, son siempre unas falsarias o “no
verdaderas”.
Debe ser divertido asistir a las
reuniones de la Convención Universal de Dioses y Otros Entes Espirituales, la
Theos-con, un lugar de presentación de las últimas novedades y de las nuevas y
piadosas tendencias en creencias varias, intentando captar cuantos adeptos
mejor, el negocio así lo exige, para cada una de las múltiples causas
espirituales y observar como la incredulidad y el pasmo van inundando las almas
cándidas de estos seres infantiles, los jefes superiores de la cosa, que no
saben que monstruos creaban cuando se pusieron a jugar con los dados. Caras
descompuestas, eso sí, si tienen cara, ya que no he tenido la suerte o la
desgracia de percibir ninguna aparición milagrosa, tipo Fátima, para
descubrirlo y la otra alternativa, según los distintos creyentes, es palmarla,
y, en estos momentos, vaya usted a saber porqué, no estoy por la labor, aunque digamos
que he tenido mis momentos, ¡humano que es uno!
Que los practicantes de las
distintas religiones tengan la fe suficiente para aceptar que los seres humanos
estamos hechos a semejanza de sus dioses particulares, es, aparte de meritorio,
por candidez e ingenuidad más que nada, reconocerse uno mismo, bueno, ellos, en
una de las mayores chapuzas de la historia de la construcción en todas sus
variantes edificativas. Conviene razonar que, si visto lo visto a lo largo de
la historia, realmente sí somos el reflejo exacto de sus divinas presencias, no
cabe la dicotomía entre el bien y el mal, ya que el primero quedaría sobrante
en este aquelarre de despropósitos con el que nos conducimos a su imagen y
semejanza, ya que la similitud abarcaría tanto el aspecto facial como el de la
conducta. Crear toda una serie de manuales para el buen comportamiento y que
este nos lleve al cielo “celestial” no deja de ser una broma pesada, como una
especie de juego virtual en el cual el objetivo es engañar a cuantos más
incautos mejor, vistas las interpretaciones maniqueas que los intermediarios
celestes en la tierra hacen de los mismos. Y si no, ¿Cuándo los dioses
volvieron la cabeza y no se dieron cuenta de que su invento se les iba de las
manos? ¿Cómo fue ese momento de pasmo en el que, sin dar crédito a sus ojos,
observaron con estupor como la humanidad hacía de su capa un sayo y se dedicaba
a interpretar a golpe de garrota, mandoble, espada, pistola o bomba, sus
supuestas enseñanzas?
Se produjo entonces un desequilibrio evidente de la
percepción del mal. Como el médico inocula el antibiótico en el enfermo, las
religiones inocularon en los hombres la extraña condición de sentir el dolor
por distancia y colectivo: cuando les ocurre a los otros, o esos otros están
lejos, el dolor pasa como una brisa que se justifica de forma cómoda en su
supuesta barbarie, pero cuando el dolor afecta a los nuestros, aunque esos
nuestros estén lejos, es un atentado contra todo el orden establecido, contra
todo lo que representamos y nos acabamos indignando pomposamente. Una vara de
medir a escala particular, una ley del embudo xenófoba. ¡París! ¡Bélgica!
¿Pakistán? Hipocresía.
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