lunes, 27 de octubre de 2014

TE(A)MO

             Temo…Así, torpemente, comenzaba el texto entintado sobre aquella cuartilla de papel blanco satinado que reposaba en ese momento entre sus manos. Un satinado quizás demasiado intenso sobre el cual incidían los rayos vespertinos, casi clandestinos, de una luz mortecina de un atardecer cualquiera entrando por la ventana orientada a poniente, y sobre ella, el vigor aséptico y hospitalario de la incandescencia artificial de una lámpara de sobremesa encendida para mitigar el dolor de sus cansados ojos. O, puede, el dolor de su mirada apercibida de otoño.

            Tanto una como la otra, natural o artificial, qué más daba, convergían sobre la cuartilla con un grado de inclinación que provocaba que sobre las palabras, las frases, las líneas, se sobrepusiera reflejado su rostro y que él creyó interpretar. Una primera línea sobre su cabello, aquél que deseaba ser acariciado. Un segundo reglón sobre sus ojos, su mirada, esa que deseaba siempre encontrarse con la suya. Una tercera sobre sus labios..., que pudieran, acaso, ser besados. Y así sucesivamente, como encuadrando, ajustando quizás, cada pensamiento con cada parte de su cuerpo, de su anatomía. Como si cada una de ellas, cada frase, hubiera sido originada por cada uno de los estados de ánimo, tanto físicos como espirituales, por los que sufrió y gozó mientras escribía.

            Releyendo de nuevo aquel catecismo laico de intenciones mundanas, siendo como era apenas un puñado de palabras de estructura cierta, siempre había pensado que escribía bien, aptitud adquirida en aquellos años en los que la expresión verbal y escrita poseía tanta importancia como el conocimiento abstracto y científico, observó que su significado se volvía difuso e indeterminado y comprendió que la dirección con la que comenzó el enfoque, el sentir de las mismas, el efecto comprensivo que necesitaba que agitara, que hiciera mella de olvido y distancia en el espíritu de quién era la receptora de las mismas, de aquella misiva, había ido derivando en su antónimo intencional y emocional.

            Pero las intenciones son perplejas aún cuando sean sinceras. Su vida transcurría veteada de una soledad encontrada de improviso y aceptada con la resignación estoica de quien pierde siempre. La rutinaria comodidad conceptual se convirtió en su sistemático criterio de interpretación modal de la realidad más cercana. Una soledad acompañada de estrictos criterios de interpretación que se solapaban como las distintas capas de una cebolla van escondiendo estratos sedimentarios de lágrimas fósiles, pero que van generando de modo implacable una forma tangible en encontrarse a uno mismo, de reconocerse de, aunque de forma precaria, delante del espejo crítico de la colectividad. Vicios y manías rutinarias reunidas en el molde de un extrañamiento emocional difícil, creía él a estas alturas de su vida, de romper y volver a modelar.

            Y todo aquello intentándolo plasmar en unas líneas que se fueron bifurcando hacía su contrario. Lo que debía servir de razón, de algún modo como protección ante la atracción mutua, de criterio antagónico, de excusas ciertas para la parálisis de la incipiente relación, se iban convirtiendo en prevengos, en advertencias pueriles para la deseada aceptación. La misiva que debía quebrar el inicio se fue convirtiendo en el sustento para su desarrollo. Acaso no es menos cierto que, sin advertirlo, la dura coraza de rigidez había comenzado a saltar en pedazos desde el momento primigenio de la provocación por la cual, de algún modo, comenzó a mirar fuera de ella.

            Y no tenía que cambiar nada, simplemente, remitir la carta tal y como estaba daría fe de su intención, mellada de dudas que serían riesgos, porcentaje a descubrir con el tiempo de pasada, pero con la solidez de quien sin proponérselo ha derivado hacia esa dirección y por tanto no es una solidez impostada, falsa o de cartón piedra, sino la que el consciente le ha reescrito sin que él pudiera oponerse.

            Solamente introdujo una letra en el inicio. Te(a)mo…

martes, 7 de octubre de 2014

LA ÚLTIMA CONVERSACIÓN

Se acumulan los daños en cada paso de lenta, pero inmisericorde, letanía temporal hacia la finalidad prescrita por la finitud de la existencia. Depósitos de físicos estragos después de tanta voluntad de acompasar el tempo con el sonido nigromante de los hechiceros de la tierra natural. Dolores de punzante generosidad, que como nuestros miedos, atacan de improviso provocando esa tortura intensa, lacerante, que nos mortifica el devenir. Tan pronto como llegan ya desaparecen, anunciándose en esquelas mortuorias, repetitivas, periódicas, y notificando la decrepitud que nos abruma. Voy adquiriendo la certeza, ciertamente manifiesta, de que en este instante, apenas nos podemos fundamentar ya en nuestro propio yo y buscamos no desaparecer, no difuminarnos, en las imágenes que nos recuerden en los demás. Esqueletos de memoria ajena que no nos permiten ya ser, pero nos conceden estar.

Ahora los recuerdos apenas dan para vivir la cotidianidad, pero hacen falta recuerdos para ser y tiempo para recordar, aunque a veces, con esos mismos recuerdos morimos un poco cuando no somos capaces de apartarlos en los momentos en los que consumimos nuestros últimos instantes de una vida que se agota y comienza a gestarse un nuevo comienzo. En esos fugaces pulsos de la memoria, somos capaces de observar nuestra propia cara oculta de la luna y coexistir a través de esas reminiscencias los días que se nos fueron, que se evaporaron, que se diluyeron, esos días no vividos.

De vez en cuando nos asaltan desde la impropia belleza de lo desconocido y nos miran con la burla de la sutil venganza. Nos castigan sus ojos aún cuando saben que siempre hemos sufrido por su olvido, en este momento en que cada recuerdo se convierte en una vida no vivida, en una posibilidad escapada, porque los recuerdos no son más que eso, sustantividades sin gestar que nos hieren porque no supimos ver la probabilidad, o no fuimos audaces. Y ahora solamente nos queda agonizar con la pasión de lo que no tiene remedio y, seguramente, sin razón que lo disimule.

        Porque el pasado se ha ido y el presente se va con cada instante de futuro que deseamos. Porque los que nunca supieron declinar aquella lengua muerta, pueden ahora, en cada segundo que viven, morir declinando.