jueves, 22 de marzo de 2018

ACUSATIVO MODAL

                  La verdad: estoy hasta los cojones de Jimena. Me molesto, no sé muy bien por qué, en abrir esa red social  tan presta a censurar cualquier atisbo de naturalidad sensual pero que ni se entera de que le están robando los datos personales de millones de sus miembros aunque presuma de máxima seguridad. Recetas de cocina grasienta, tontunas varias, vanidades de saldo de cretinos mínimos, pedagogía de baratillo…Menos comunicación e interacción social, de todo puedes encontrar en tu muro, hasta el enlace de esta entrada que voy vomitando porque no tengo nada que hacer y me la suda hoy todo. 

            Este es un puto país en el que nadie dimite aunque las pruebas demuestren fehacientemente que es culpable. En cualquier país avanzado y avezado en costumbres democráticas el político sobre el que cae la mínima sospecha o del que sale a la luz algún asunto nimio, pero que es incompatible con el imaginario democrático social, dimite de inmediato para salvaguardar el buen nombre de la política con mayúsculas. Aquí no. Aquí nos pasamos la ética por nuestros cojones porque somos muy españoles y mucho españoles, como dijo nuestro presidente del gobierno, esa especie de jefe de pista circense en busca de la realidad que le rodea y le atenaza, pero que no entiende.

            Pero qué más da. Nadie exige porque no somos más que meros costumbristas de nuestro contexto social. Nos pasma todavía la verticalidad estructural del edificio social y asumimos como parte de nuestra propia incapacidad intelectual el que cualquier memo, pero con escaparate, acceda sin mérito alguno a los engranajes del poder, dando por sentado que sumará y no restará al progreso general de la comunidad. Así de retrasados mentales somos. Que nos llamen cerdos por Europa ya es lo de menos. Seguimos con flato democrático y aceptamos nuestra alienación como ciudadanos con nuestra llamativa idiosincrasia de sol y pandereta.

            Nadie se pregunta quien pilota el cerebro de estos políticos mediocres aunque, sin embargo, nos subimos sin reflexionar lo suficiente a su transporte. Se asemejan a esos inútiles que son incapaces de estacionar a la primera en una autopista pero que no dejan de manejar el volante con una sola mano, como si fueran mancos neuronales. Aunque les expliques la simplicidad de la acción, ellos a lo suyo: una, dos, tres, cuatro maniobras para aparcar, eso sí, con la apostura macarra del Vaquilla. Porque en el fondo, esta sociedad, no es más que la versión 2.0 del macarrismo setentero de pantalón campana y camiseta Ferrys. Seguimos creyendo en nuestra especificidad como pueblo sin darnos cuenta de nuestra facilidad para tragarnos sapos una vez tras otra, sin exigencia, sin reivindicación alguna, sin pretensión de limpieza.

            Todo, la vida, incluso esta columna se ve de forma difusa, borrosa, antes de caer en la cuenta de que tengo los cristales de las gafas llenos de mierda, repletos de polvo. Y el enojo sube en la escala ante la pasividad con la que nos tomamos el hecho crucial de no observar, de no ver las cosas con la suficiente claridad y nitidez para actuar en consecuencia. Entre la mierda acumulada y las dioptrías no acertamos a distinguir si son galgos o podencos y, de esta forma, se nos cuela, sin remedio, la jauría mestiza de las hienas ávidas de poder y sin escrúpulos para conseguirlo. Estoy cabreado, sí, y solamente espero que me toque el cuponazo para nacionalizarme andorrano. Y que se jodan los patriotas de bandera. Abrir la mente y si no lo conseguís, probar con el balconing. 

jueves, 15 de marzo de 2018

EXPLICAR LO RADICAL DESDE LA MÁS PROFUNDA INTRANSIGENCIA SOLAMENTE ES POSIBLE DESDE LA DERECHA

            Apunta el Diccionario de la lengua española de la R.A.E. sobre el concepto radical: 1. adj. Perteneciente o relativo a la raíz. 2. adj. Fundamental o esencial. 3. adj. Total o completo. 4. adj. Partidario de reformas extremas. 5. adj. Extremoso, tajante, intransigente. Si exceptuamos la primera acepción, que no viene al caso, alguna de las siguientes definiciones puede ser usada de forma temporal para justificar demasiadas descalificaciones por parte de una nomenclatura política conservadora anclada en un discurso viejo y carente de una mínima base intelectual para debatir, solamente cimentado en una concepción no política sino exclusivamente economicista del estado.

            La historia nos enseña que cualquier avance sociopolítico ha venido, la mayor de las veces, por una lucha, casi siempre cruenta, por la liberación de los pueblos, lo cual ha sido considerado por los viejos regímenes como acciones radicales de insurrectos contra el orden establecido, un orden, curiosamente, determinado invariablemente por las capas más favorecidas de la sociedad del momento o por el estamento religioso adosado a las mismas en detrimento de la base social obrera y campesina. Por tanto, cabe pensar, que lo que se definió como radical no ha sido más que la criminalización de quienes desean un cambio de progreso y futuro que abarque a todo el conjunto social en lugar de la desigualdad que preside aquella concepción de la realidad más propia de la Edad Media.

            Ciñéndonos al mundo occidental en el que nos movemos, desde la Revolución Rusa el concepto radical, en política, ha sido adjudicado por la nomenclatura conservadora a aquellos partidos de izquierda que difieren de la noción finalista de la historia que aquellos nos quieren hacer ver como definitiva. Promueven la idea de intransigencia y extremismo entre sus fundamentos y un conjeturado resultado final de desgobierno y caos si se produce el triunfo. Cabe resaltar que el concepto de radical no se aplica con la misma fuerza criminalizadora a los partidos del arco político opuesto, la extrema derecha, dado que, por sus fundamentos, su acción no sería más que una logística aliada del establisment conservador.  

            El mensaje, a la vista del devenir histórico, parece ser que ha calado en la sociedad occidental reacia a votar a los partidos cuyos programas son más decididos con su realidad social y cuyo fin es la transformación de la sociedad en un lugar libre y progresista. El miedo secular a lo rojo, como el miedo atávico al lobo, paraliza el propio desarrollo personal y vital de la ciudadanía en general volviéndose conservadores aunque esa elección suponga un paso atrás en su propia libertad y progreso personal. La eterna disyuntiva, la gran falacia vertida para perpetuarse en el poder por parte de la oligarquía política, entre orden o libertad, disciplina o caos. Los dos primeros conceptos rígidos y autoritarios que igualan, otra vez la gran mentira, a la libertad con el caos.

            Sin embargo, ¿no es el concepto radical una relatividad momentánea en función de los hechos y sus reacciones? Porque lo radical no se puede confundir con mínimo o residual cuando lo verdaderamente importante no es el número de miembros que lo secundan sino el calado de sus propuestas. El hecho de que algunos radicales, como los denomina el Orden, conciban una sociedad justa e igualitaria no debería ser tachado de radical, sino que lo verdaderamente sustancial es el hecho de que esa sociedad está presidida por la desigualdad, por la injusticia y por la arbitrariedad. Si eso es ser radical, entonces deberíamos ser todos radicales trabajando y reformando la sociedad y no un rebaño de ovejas serviles con el señor. Para el Poder un radical que busca la esencia del ser humano en relación con la sociedad en la que habita es más peligroso que un siervo de gleba que acepta su destino. Y deberíamos dejar de engañarnos a nosotros mismos.

            Aquí, en España, la derecha representada por el Partido Popular, no sin cierto apoyo del PSOE en el concepto bipartidista de la política que tantos pingues beneficios les ha dado a los dos, ha instaurado una visión cosmogónica de si mismos en la cual todo lo ajeno es radicalismo de amplio espectro. Un miedo atroz a perder el poder provoca un discurso hostil y peligroso para aquella izquierda cuyo objetivo es desmontar el chiringuito que tiene articulado la oligarquía política y económica conservadora a la que aquellos representan. Sin embargo, esa misma conceptualidad cosmogónica y teocéntrica de la que hacen gala supone, en realidad, su transformación en radicales de si mismos dado que si todo lo ajeno a su ser es peligroso y, además ese ajeno es mayoría, por su propia concepción de lo que es radical la lógica dice que esa normalidad, por así decirlo, se traslade a ese ajeno, dejando en lo extremoso su contexto.

            Y es esta lógica absurda e incoherente de la que hace gala el Secretario General del Partido Popular de Castilla y León, señor Mañueco, al declarar que su intención es recuperar la alcaldía de Zamora, en manos actualmente de Izquierda Unida, para evitar, literalmente, radicalismos. ¿Cree este señor que los zamoranos nos hemos vuelto todos unos radicales peligrosos que pongamos en peligro el orden constituido por la gracia de Dios o, más probable, teme que se demuestre que todo el discurso de su partido no es más que humo para enmascarar su verdadero objetivo de poder y subvertir el estado del bienestar que tanto nos ha costado conseguir? El señor Secretario General, encadenado a un discurso mecánico y carente de análisis crítico, no ha entendido nada de lo que ocurrió en las últimas elecciones municipales y, perdido en su laberinto, no conseguirá llegar a su bestia política sino que se ahorcará, sin querer, con su hilo de Ariadna zamorana. 

jueves, 8 de marzo de 2018

EL INSULTO. SENTIDO Y DIRECCIONALIDAD

              La llamada “Ley Mordaza” ha traído a la vida ciudadana española una retrospectiva de lo que es vivir, ¿vivir? en un sistema de formato democrático pero de contenido represivo, democracia orgánica, la llamaban. La autoridad, o AUTORIDAD, así, en mayúsculas, como ella se siente, se ha dotado de esa coraza defensiva en forma de placas queratinosas, como un viejo armadillo husmeando en busca de bocados alimenticios, con la cual quedar a salvo de cualquier conato o intento de crítica, ni siquiera de opinión, sobre su actividad. Una ley que faculta a los cuerpos policiales a ejercer su potestad bajo su amparo restrictivo al mismo tiempo que esos mismos cuerpos policiales quedan a salvo de toda denuncia al ser ellos mismos parte de esa AUTORIDAD.

            Resulta paradigmático que las denuncias a ciudadanos basadas en algunos de sus preceptos vayan “in crescendo” en un torbellino extremo de autoritarismo al mismo tiempo que los derechos y libertades van menguando en la misma proporción. Nadie está a salvo de esta caprichosa vorágine conductista-conservadora en pos de tener atados todos los cabos que puedan poner en tela de juicio su dominio político y económico, impidiendo a través del poder judicial, otro amiguete de esta famosa ley, el acceso a la verdad, quedando impune, en la mayoría de los casos que afectan a las autoridades patrias, toda infracción cuyos afectados últimos sean los ciudadanos. 

            La miseria de esta ley es que regula aspectos tan carentes de relevancia pública como el vocabulario con el que se relacionan los comunes con, por ejemplo, las distintas policías. No se trata ya de insultos sino de vocablos y frases del lenguaje común entre las personas que son considerados por ciertos elementos subversivos de la razón, precisamente por carecer de ella, provocaciones a su potestad sancionadora o faltas de respeto a su jurisdicción. O simplemente, como ha ocurrido en muchas ocasiones, la placa me permite hacer lo que me dé la gana, ahora tengo una ley que me cobija, tengo presunción de veracidad por ser cuerpo policial y todo ello convalida mi falta de argumentos lógicos y razonables.

            Si, como he leído, un conductor fue acusado por falta de respeto e insulto a la autoridad por llamar “colega” a un agente de la autoridad en un control de alcoholemia, en lo que no deja de ser más que una confianza posiblemente no acorde con el lugar y el momento, este hecho da una idea de la facilidad con la que ciertos elementos de los cuerpos de seguridad del estado desenfundan el arma leguleya citada. Elementos en los que, por cierto, una vez quitado el uniforme oficial, no gastaríamos ni una neurona de más en una posible dialéctica ante la falta de bagaje intelectual para el razonamiento libre y personal, sin leyes de por medio, que los acompañe.

             Lo irritante del caso es que el insulto o la falta de respeto son penalizados de forma unidireccional de abajo arriba, del ciudadano a la autoridad, pero nunca al contrario, como si les hubieran concedido una patente de corso para tamaña injusticia. Porque limitar los derechos constitucionales, esquilmar el estado de derecho, coartar la libertad de expresión, poner trabas para el acceso a la justicia, a la sanidad, a la educación, a la cultura, colocar al trabajador en situación casi esclava en relación con el empresario, anteponer la macroeconomía a la economía doméstica y, finalmente, destruir el estado del bienestar cambiándolo por su estado del bienestar no es más que la expresión final del más impune y la mayor falta de respeto a la ética con la que unos gobernantes han actuado contra su pueblo.

            Con todo lo anterior nos están llamando jilipollas, idiotas, bobos, tontos, cretinos, imbéciles, retrasados mentales, lerdos, estúpidos, ineptos, inútiles, incompetentes, incapaces, pardillos, lelos, improductivos, vagos, simples, memos, pánfilos…, pero, curiosamente, ninguna ley mordaza ampara esta falta de respeto de la política con sus ciudadanos. Aunque tengo que reconocer que, a veces, más veces de las que son compresibles, este pueblo se falta el respeto así mismo votándoles.

jueves, 1 de marzo de 2018

UNA DEMOCRACIA REPLETA DE BUBONES


          ¿Es aceptable que, en plena democracia, parte de la sociedad se haya convertido en una especie de gran soplona al albur de unas directrices que castran el principio de libertad de expresión hasta el límite de modificar esa misma democracia y transformarla en una simple formalidad jurídica? La denuncia individual hacia todo lo ajeno, tanto política como culturalmente, se ha convertido, de facto, en un instrumento policial de primer orden utilizado por jueces y fiscales para salvaguardar, o eso parece, la ortodoxia del pensamiento totalitario en el que nos hemos sumergido a través de una involución social conservadora que nos acerca o nos retrotrae a tiempos ya lejanos. ¿O no tan lejanos?

            Un país que ha sufrido la lacra más exacerbada del terrorismo, con su amplia lista de muertos y afectados, no debería tolerar ni un minuto más la utilización banal del vocablo “enaltecimiento”, que solamente es el enmascaramiento falaz usado por el gobierno para perpetrar su golpe de estado contra cualquier tipo de libertad que no sea la que ellos, y sus seguidores, interpretan y legislan a través de misales y devocionarios, armas éstas últimas, enarboladas por sus mamporreros para fijar la diana en el sujeto, en los sujetos, en los actos susceptibles, según su ideario apostólico, de subvertir su verdad con mayúsculas, esa que ellos creen que es absoluta y única. Soplones en acto de servicio para los que la muerte no es el final.

            Porque, independientemente del pensamiento autoritario de la derecha montuna que campa por este país, lo peor en el descenso a los infiernos de una parte de los ciudadanos que han confundido estabilidad con inmovilismo, firmeza con intolerancia, seguridad con represión y confinamiento y, sobre todo, crítica con terrorismo, oposición con enemigo, etc. Un género de enaltecimiento terrorista global que abarca toda acción, ya sea física, de pensamiento, o de creación, cercenando de cuajo cualquier atisbo de progreso y de modernidad en un país a la cola de todo lo que represente o huela a futuro. Salvo que éste sea incierto.

            Y es en esa peligrosa estructura social de Stasi permanente, en la que cada ciudadano es para los otros un potencial terrorista, de lo que sea, da igual, y, por ende, cada ciudadano es para los otros un potencial soplón, el escenario en el cual se desarrolla esta batalla cruenta entre el pensamiento único castrante y la diversidad multidisciplinar y multicultural razonada y razonable en la que, es deprimente reconocer, va ganando el primer bando. Cómo si esa parte de la sociedad de la que hablamos hubiera entrado en modo silencio, van renunciando a sus derechos constitucionales, los que le son consustanciales a su ser como ciudadanos libres, aceptando a cambio una falsa y artificial sensación de estabilidad de la que solamente pueden ser perdedores sin saberlo. Roma nunca pagó a traidores.

            El hecho de que cantantes, titiriteros o componentes de compañías de teatro puedan ser condenados a las mismas penas que corruptos confesos, blanqueadores de dinero negro, evasores de capital o vulgares estafadores, da una idea del grado de censura y degradación legal al que ha llegado este país por el camino del conservadurismo político y judicial. Pero que cualquier ciudadano, no conforme con el contenido de un acto cultural, el texto de un libro o de una canción o el desarrollo de una obra teatral, denuncie el hecho en base a sus creencias religiosas o a su educación sostenida en las mismas, o a su concepto unilateral de pensamiento, encontrando cobijo en las alcantarillas jurídicas, da una perspectiva de la degradación social y cultural a la que se ha llegado con el aplauso de los adalides del totalitarismo reinante. Ciudadanos protectores de lo correcto que no caen en la cuenta de que, tantos ellos como sus vástagos, no son más que cerdos para la matanza del canibalismo hacedor.

            Puede que por este camino no sean los libros los que ardan en la hoguera sino sus propios dueños imputados por leer, por pensar, por ser libres. En esa pira en la cual arderá la cultura entera, los verdugos cantarán salmos de gloria al unificador.