lunes, 25 de enero de 2016

¿POR QUÉ LOS POLÍTICOS TIENEN MÁS DE MEDIA HORA PARA TOMAR CAFÉ?

          Si desde el punto de vista teórico la falta de gobierno en un estado democrático es lo suficientemente grave para el devenir cotidiano del mismo como para exigir a los políticos de turno que terminen de una vez por todas con este interregno temporal que se está volviendo interminable, por otra parte, esta falta gubernamental provoca en cierto modo una sensación de sosiego, de cierto equilibrio emocional, que se transmite en el efecto de que mientras estén así de entretenidos no tendrán tiempo para joder más a este país. Es evidente que este pensamiento provocará rechazo en una gran mayoría, unos por querer seguir y otros por querer entrar, pero, insisto, aunque no sea algo que tenga un carácter, una impronta en mi ideología política, tengo la sensación, cada vez más acusada, de que, en cierta medida, es mejor que esta clase política que nos hemos dado esté en el chiquipark, jugando con las bolitas de colores, a que anden sueltos por ahí fuera.


            Como si el monarca se hubiera convertido en el Jesucristo del sermón de la montaña, “dejad que los niños se acerquen a mí”, trajina estos días ansiando desentrañar el gran galimatías en que se ha transformado la tarea de encargar gobierno a alguno de los líderes salidos de las urnas en las ¿penúltimas? elecciones. En el último salto mortal del actual presidente en funciones, este declina formar gobierno, aún siendo el candidato del partido más votado. Esta desidia y falta de sentido político, remarca aún más el carácter flojo, apático y holgazán de quien ha gobernado en la última legislatura. La lejanía que ha mostrado con el ciudadano de a pie, ahogándolo con sus injustas y nefastas decisiones políticas y económicas, alejadas de la realidad y fundamentadas en formas de hacer política privilegiando a los mercados, a las clases altas y a los grandes emporios empresariales y financieros, se redondean ahora con esta huída, con esta cobardía, que muestra de forma nítida algo que ya sabíamos: que su mesianismo conceptual solamente tiene el objetivo personal de engordar su curriculum político, importándole una mierda el efecto negativo que eso pueda conllevar para el país al hacer que este siga sin referente gubernativo. Su máxima puede ser algo así como dejar que se pudra todo para, cuando ya no quede nada, alzarme sobre el estercolero como líder de la nada, estrategia que le ha permitido con éxito pulular y llegar a dirigir un partido político siendo uno de los personajes más mediocres que ha dado la política española.

            En la otra parte del espectro parece ser que la izquierda ha conseguido dar a la palabra pacto, al dialogo, a la dialéctica, un nuevo sinónimo: imposición. Aquello que caracterizaba a los partidos progresistas como eran las discusiones sobre un asunto o sobre un problema con la intención de llegar a un acuerdo o de encontrar una solución, se han trasformado en obligaciones que los demás interlocutores tienen que cumplir, soportar o aceptar de forma imperativa e innegociable. Esta intransigencia puede llevarnos a unas nuevas elecciones de las cuales muchos de estos líderes mesiánicos, pagados de si mismos, pueden salir escaldados, perdiéndose una nueva oportunidad de formar un gobierno de progreso que desmonte las barbaridades que la derecha ha perpetrado contra los ciudadanos en los últimos cuatro años.

            Es necesario que la izquierda se lance sin miedo por el tobogán de la realidad y salga del cálido cuarto de juegos en que se ha convertido la formación del nuevo gobierno, aceptando que hay que ceder para que los demás cedan y más en este momento en el que la ruindad, la maldad y, en cierto modo, la perversidad, huye cobardemente de sus cometidos a sus cuarteles de invierno esperando que el cansancio, la debilidad y el desaliento cundan entre los habitantes, pudiendo así construir de nuevo su ominosa forma de llegar a sus objetivos.

            Ahora que el señor Mariano Rajoy se retira, huye, haciendo honor a su comportamiento natural de esconder la cabeza cuando soplan malos vientos, cerremos con llave la puerta y finalicemos este intervalo indecente en el que estamos inmersos.

domingo, 17 de enero de 2016

LA CUALIDAD DEL TONTO ES CIRCULAR

        La cualidad de tonto es circular, curvada, radial. A veces, en una suerte de comportamiento aleatorio y arbitrario, se convierte en elipsis geométrica, se aleja de su cosmogónica visión en atormentado movimiento de astronómica traslación, pero sabiendo que, cual boomerang, regresará con más fuerza si cabe. El tonto posee esta cualidad personal, aunque además, el tonto rota, ¡sí!, rota sobre si mismo. Atesora un movimiento de rotación tangencial sobre su eje vertical, el que le horada de arriba abajo, desde el cerebro que lo conduce mínimamente hasta el esfínter anal, cual pollo ensartado en el asador, sosteniéndole en pie. Esta condición privativa del género tonto, le faculta para observar en un ángulo de 360º todo lo que acontece a su alrededor. Puede triangular desde focalizaciones distintas cualquier suceso o peripecia, normalmente sin valor alguno, para desarrollar toda una teoría del comportamiento ajeno que, sin duda, debe enmendar a cualquier precio, devolver a la ordenanza la contingencia fuera de contexto de acuerdo con el auténtico manual de autoridad exclusiva con el que se reviste cual capa de superhéroe.

            En cualquier caso, sus acciones, aunque revestidas de la pompa y del boato de su autoritaria jurisdicción, carecen, en la mayoría de las ocasiones, de valor añadido, aunque llevan impuesto (o tasa). No se justifican por su posible condición regeneracionista, no devuelven al orden dispuesto en normativa el posible caos, sino que son triviales, baladís y, en cierto modo, frívolas. Algo así como “ya que paso por aquí”. El tonto no tiene, por regla general, la capacidad de discernimiento devaluada, restringida, capada, simplemente evalúa con igual regla el mismo hecho aunque las circunstancias sean contrarias o distintas, e igualmente sean contrarias o distintas las consecuencias. Esa misma capacidad le permite, sin vergüenza alguna, obviar lo realmente importante de la tarea y aplicar su cometido allá donde la misma sea más fácil, hacedera, cómoda, practicable, dejando al libre albedrío y a la propia dinámica móvil los hechos y lugares conflictivos, belicosos, beligerantes.

            Pero el tonto sí es cobarde. Sabe de sobra lo que acontece a su alrededor, en las cercanías de su cometido, pero no se atreve. Reconoce las anomalías, los matices, las singularidades que provocan la huida de la razón que esgrime en los demás aconteceres. Así, formalmente, sus resultados quedan contaminados, en entredicho, porque solamente conforman un porcentaje mínimo sobre las irregularidades detectadas, ejecutando aquellas que son más plausibles de llevar a efecto sin la carga de molestia consustancial al hecho. Por tanto, el compromiso queda roto, quebrado, reducido al capricho, las ganas o la prisa del momento. Su conductismo es falsario, prepotente y caprichoso y, sin quererlo, porque el tonto ni siquiera entiende, se convierte en el mamporrero de capciosas manifestaciones. Quiso ser el primero en utilizar el regalo, pero como sucede con los niños que solamente juegan con el balón en la acera, no siendo que se les ensucie si llueve y lo llevan a un campo de futbol, aséptica infancia, esperó su oportunidad, o se la encontró, en ese momento en el cual nada ni nadie pueden importunar su tamaña hazaña. Se fue contento pero no aportó nada su acción en un momento y en un lugar que no serán recordados por lo peligroso de las circunstancias que lo rodeaban.

            En cualquier caso, ¿para qué, entonces, sirven los sicotécnicos?

domingo, 10 de enero de 2016

EL PÁLPITO DE LA CIUDAD EXTINTA

             Desaparecer en el silencio otra vez…una más. Concluidos los efectos de la penúltima dosis de adrenalina, reculan hacia la resaca consabida y eterna de su deambular ordinario. Un visado más que se pierde de la cartilla del racionamiento vital con la que recorren, caminan o, simplemente, pasan sin hacer ruido por el almanaque artificial de su vida programada, del devenir vulgar y mediocre de una ciudad que se cae a pedazos, como esos viejos edificios cargados de historia que no reciben ninguna atención, ningún mimo, ningún respeto. Como aquel que no quiere enterarse de lo que ocurre a su alrededor y censura todo aquello que le haga llegar hasta su vida ruin alguna noticia, algún detalle del exterior, creyendo que así nunca le afectará, que nunca podrán herirle con sus informaciones, continúan los moradores de la ciudad extinta sus quehaceres, como si su errático rumbo como grupo les fuera a llevar a alguna parte, a algún destino, a algún futuro creíble que solamente pudiera ser visualizado en sus pesadillas más íntimas.

            Una vez más se vuelven a quedar solos, que es su misterio. Lo ignoran a sabiendas de que aquellos que consiguieron por fin el tercer grado de su condena solamente vienen a dormir junto a nosotros, a su celda, cada quince días. Que aquellos que por fin consiguieron la libertad de su condena exploran otras ciudades, otros mundos, saboreando el placer de la creatividad, de la exploración, del progreso, del deseo de aquellos otros que nunca quisieron esperar a que se lo ofrecieran en vano, construyéndolo ellos mismos. Días tras día recorren las mismas veredas marcadas en el terreno a fuerza de repetición como los elefantes peregrinos en busca del oasis que les de agua y comida. No se permiten ningún desvarío direccional, ninguna constante de variabilidad, nada que los haga ser dignos de la espontaneidad, de la sorpresa, del asombro que de un poco de vida a la vida.

            Como autómatas, siguen un orden riguroso, casi maniático, porque lo que realizan unos hace un poco a los otros, retroalimentándose, volviéndose prisioneros de si mismos y de sus rutinas, de sus quehaceres cotidianos, en definitiva, de su destino. Salvo espasmos de falsa realidad, la ciudad extinta vive, o muere, vacía. Sus calles se abandonan, se renuncia a su misterio, a su llamada. Los habitantes de la ciudad extinta, como orugas, van poco a poco construyendo sus capullos con el hilo de la apatía, refugiándose en ellos, escondiéndose, pero teniendo la certeza crepuscular de que nunca saldrá de ellos alguna mariposa. Se reconcentran alrededor de si mismos hasta hacerse, no más pequeños, no más reducidos, sino más viejos. Esta ciudad extinta lleva haciéndose vieja muchos años. Sus habitantes nacen viejos ya, es su sello. Niños viejos que, salvo huida a tiempo, se convierten en jóvenes viejos para terminar en viejos al cuadrado. Depositarios del santo grial de la tradición, han abandonado todo conato de proyecto disfrazados con sus hábitos tristes de tristes y desvencijados colores, convertidos en agentes de la autoridad de su propia conducta, de su propio manual de hombres y mujeres tristes, manual que solamente se guarda en el cajón para celebrar los misteriosos mandatos que ellos mismos se han autorecetado siguiendo los cánones del libro de familia cristiano.

            Y mientras tanto, la ciudad extinta observa a sus ciudadanos de forma sorprendente. Los recoge en su seno y los escruta desde todos los ángulos: contabilizándolos, cada vez son menos, estudiándolos, cada vez son más miopes, instigándoles, cada vez menos receptivos. A cambio, los ciudadanos la observan de forma indiferente, a cuestas con su marginalidad vital, enfundados en su negación constante, reducen como concepto a la ciudad a la nada. Solamente les cabe esperar otro estertor, otro atisbo de irrealidad, otra inyección letal de falso pulso arterial. Volverán por un tiempo quienes se fueron y parecerá que viven en ellos para morir después. Vivir y morir continuamente a golpe de calendario.

            Parece ser como si sus habitantes solamente pudieran habitar su pasado porque es lo único que tienen.