martes, 24 de septiembre de 2013

TE RECORDÉ MAÑANA


           Nacemos solos y morimos solos, pero nuestro mayor deseo es pasar la vida en compañía. Nos empeñamos en rellenar todo el vacío existencial existente entre estos dos acontecimientos, uno fortuito, el otro cierto, y acabamos asistiendo como meros invitados al baile sin fin, “Chic to Chic”, de nuestra peripecia vital. Vestidos con sobrero de copa y chaqué, enlazamos paso tras paso, danza tras danza, mientras caen papelinas de colores y confetis sobre nuestras cabezas y sobre el fondo del espectáculo, “¡pasen y vean!”, se van sucediendo los decorados de brillantes colores de purpurina barata, lujo de bisutería comprado en el todo a cien de la esquina, transformando con una pirueta de ilusión y fantasía a la soledad, y su búsqueda constante de indulto.
            Pero, ¿se puede llenar todo el tiempo físico con la compañía física de los otros? Esa es la triste ilusión que nos atenaza, que nos obliga, que nos aterra. Dibujamos reuniones y confluencias con la falsa escusa de la celebración y no nos damos cuenta que, una vez transitada, volvemos a estar solos con nuestro yo. Reímos con júbilo y emitimos señales de sociabilidad de manual cuando solamente somos nuestra realidad más inmediata. Nos olvidamos que, en ausencia de esa compañía tantas veces solicitada para quebrar el fin de nuestro desahucio, es el recuerdo quién más nos acompaña. Aquel que nunca nos abandonará y nos dejará desnudos en la penumbra, allí cuando el sol de las presencias haya desaparecido. Porque es el resultado de nuestra esperanza y nos mantendrá despiertos para que por fin podamos conjugar ambas realidades.    
            Por eso huyo del hastío y del dolor que me atenaza abrazando con fuerza tu cintura sobrevenida, emergiendo desde la sorpresa y el atrevimiento, contraposición eterna de lo no previsto por el guión fúnebre del ocaso. Arrojo con desdén el pesimismo y me sumerjo en el vaivén de tus sábanas que dan forma a mi deseo con la intensidad con la que solamente los niños saben exigir la caricia. Ahora ya no puedo desprenderme de tu olor y tu mirada. Convertido en un yonqui, que necesita su ración diaria de olvido y extrañamiento, camino con la cadencia de un zombi esperando que tu compañía vuelva a llover como llovían en la abundancia los confetis de los bautizos de otro tiempo más lejano. Hoy, primer día del otoño, el tiempo pase con prisa, mientras que recordando apenas la melodía de “Ain´t No Sunshine”, se aceleran los fotogramas de mi vida y veo el futuro con la ansiedad y la incertidumbre de lo ignoto haciéndose presente aquello que, por ser futuro anticipado, me acerca al deseo febril de mi presente.
            Querría estar de nuevo, ¿alguna vez lo estuve?, en el café del sur rodeado de tarantelas y napolitanas. Verme reflejado en las luces caleidoscópicas de mil bombillas de colores mientras las olas descansan de su largo viaje en la orilla. Aspirar el olor salobre del mar y dejarme seducir por su mirada. Alejar de nosotros la voracidad vertiginosa del amor esclavo de la sociedad de consumo que lo amamanta. Amarnos lentamente colocando sobre nuestros cuerpos desnudos las notas justas y los silencios quedos. Poder mirarte durante horas sin la obligación de cuantificar la intensidad de mi mirada, sin tener que dar detalle de nuestro lecho a esta sociedad fiscalizadora de los amores puros. Amarnos con la rotundidad devenida por el hecho de crear, como se crea la obra verdadera, la que exige en contrapartida crearnos a nosotros mismos. Crecer al mismo tiempo que se ama.
            Interpretar el tiempo en un dos por cuatro de nocturno después de la caricia con tu nombre y edificar un oasis de tiempo donde el ritmo de la vida sea solamente el nuestro.

lunes, 9 de septiembre de 2013

RESCATAME DEL SILENCIO


            A veces acordamos un pacto de no agresión con el silencio. Las palabras quedan varadas en nuestro interior como barcos cansados de luchar contra las olas, de soportar el vaivén continuo y rutinario de cada viaje. Y no se trata de que no se tenga nada que decir, al contrario, sino que ese silencio, esa ausencia de palabras es una interrogación que inquiere a gritos porque no existe respuesta. Así el silencio adquiere su más pleno significado, no solamente el habitual de la incomunicación al que nos hemos acostumbrado, sino el silencio como forma primordial del lenguaje, simbólico quizás, pero con mayor contenido que la mayoría de las frases vacías que se esputan sin el menor rubor. Es cierto que la falta de respuesta puede ser otro silencio interrogador, perturbador, de desaliento, sin embargo en ese caso nos queda la mirada, los ojos que hablan, aunque entonces se precisa la presencia, quedando así cerrado el círculo del amor, la atracción de los sucesivos lenguajes, incluso el gestual, hasta que el enamoramiento es posible.
            Y frente a esos silencios, a veces incómodos, tener la valentía de aceptarlos como parte del diálogo, alejando la tentación comprensible de rellenarlos con vacuidades, significados vacios de cuanto está todo dicho. A veces nos empeñamos en explicaciones absurdas que, aparte de no añadir nada a lo sugerido, emborronan y sumergen en el fango cuanto de verdad hay en el silencio proscrito. Y nos introducimos en la espiral vergonzosa del monólogo continuo, aquel que solamente tiene una explicación: alargar la presencia, la triste comunicación unidireccional, el fingido encuentro. Conversaciones interminables de nosotros mismos con las que creemos establecer la sintonía buscada con el otro, aunque en la mayoría de las ocasiones no sea más que autoexplicaciones, autoconvencimientos del fracaso.
            No obstante, ¿y si el silencio del otro no fuera, acaso, la respuesta vigorosa a nuestra demanda? Aquella que promueve nuestra actitud, que nos pide que sigamos intentándolo. Pero solamente somos dueños de nuestros silencios, de su significado y su resultado, o de lo que queremos o deseamos que signifiquen. Por eso es difícil desentrañar el silencio del otro, porque podemos caer en el abismo de interpretarlo con nuestros deseos y sufrir finalmente el terror de lo contrario. Entonces, no queda más que esperar la respuesta codiciada y vivir en la incertidumbre por el resultado. Así podemos llegar a vivir tanto tiempo en soledad. Creer que nos lo merecemos por ello, aunque no sea más que un producto, cruel y bárbaro, de esa misma soledad de la espera.
            O, por otro lado, dejar pasar el tiempo y ver aquel silencio imperativo diluirse con el disolvente de la materialidad cotidiana. Caminar las calles nuevamente y ocupar el espacio visual, absorber la compañía y crecer acumulando la presencia y la mirada cómplice. Ya no hacen falta gritos de llamada que se pierden en el universo sonoro que nos circunda pleno de ruido, como fuego entrecruzado disparado por innumerables bocas que nos alejan, o manos al viento en señal de la presencia buscada y lograda, sino solamente el encuentro del viaje terminado por fin. Escalar por los estrechos senderos que llevan a las cumbres y atravesarlas hasta llegar a los pozos de nieve, conservadores de la belleza indómita e inalcanzable, donde nos sentiremos protegidos y abrazados. Porque cuando se quiere ir al fin del mundo, solamente cabe una dirección: hacia adelante, hacia la puerta… de salida.

lunes, 2 de septiembre de 2013

TE LLAMARÉ A GRITOS


              Las olas chocan contra las rocas con virulencia atraídas por el mismo viento que muy de mañana empujó con fuerza hacía la costa a las nubes nacidas de lo más profundo del océano volviendo gris el cielo, como si hubiera decidido mostrarnos apenas un avance del otoño cercano. Por un momento, la espuma blanca formada de la destrucción del agua infinita forma un fondo blanco sobre el que, de improviso, te recortas, dándome la posibilidad de volver a encontrarte. Caminas despacio por la playa, con aire despistado y con tu mochila a la espalda, ajena a todo, a todos y a mí, y la arena que levantan tus pies descalzos al jugar con ella es transportada hasta donde me encuentro, observándote, por ese mismo viento que azota nuestros cuerpos en un imposible movimiento “dunar” que amenaza con sepultarme y volverme otra vez invisible…
            Quizás las relaciones sean precisamente eso: solamente somos dunas que las emociones, las alegrías y las tristezas van moldeando y que, como el viento que sopla sobre las verdaderas, las físicas, las terrenales, nos hace desplazarnos en cientos de direcciones caprichosas separándonos y uniéndonos en función de su arbitrio hasta quedar fosilizados cuando ya su fuerza motriz no nos alcanza. Entonces, si carecemos de algún control sobre tanta variable, porque no actuar con claridad, quitarnos la camisa de fuerza con la que la sociedad nos viste el cerebro al nacer y decir lo que se siente antes de que el viento nos traslade grano a grano hacia cualquier parte, a veces, no deseada…
            En ese caso, ya no cabría el arrepentimiento, ese estado del ánimo que nos obliga por la fuerza a reintegrarnos al camino trazado por la realidad gris y cerrada creada por los legionarios de la tristeza. Nos desatamos y decimos, nos desinhibimos y actuamos y, sin embargo, aún sabiendo que eso es lo que queremos con todas nuestras fuerzas, aún cuando hayamos necesitado un empujón para mostrar que lo deseamos, la maldita conciencia adquirida a la fuerza a través de versículos inyectables de palabras rimbombantes, nos hunde en la desazón de no saber si nuestra alegría va a ser comprendida. Así vamos desechando al día siguiente todo cuanto de alegre tuvo el ayer pasándonos las horas en golpes de pecho al grito de “yo pecador”. Pero… ¿y si no hay arrepentimiento?
            Conservar todo lo que de valentía tuvieron los acontecimientos. Tomar las riendas por una vez siquiera y ser los dueños de nuestro propio destino. Elegir la dirección a nuestro antojo sin esperar a que el viento, por alguna casualidad, nos lleve hacia el lugar elegido. Así, desterrando el arrepentimiento vacuo, mantener la posición y, si es posible, reforzarla, transportando con nuestras propias manos, grano a grano, la arena que nos forma. Ya que no somos niños, destilemos del elixir de la verdad en libaciones de celebración en las cuales la verdad y la sinceridad sean las virtudes preponderantes, mantengamos la posición aún cuando ésta nos lleve al fracaso, porque serán nuestro fracaso, producto de nuestra voluntad de querer y creer, en definitiva de ser libres para enamorarse y amar.
            Jugárselo todo en una acción. Superar la dicotomía entre el hombre y sus ataduras y la pasión rejuvenecedora. No dejar que se instale en nosotros la duda, ya que entonces habremos perdido el arrojo propio del amor, haciéndonos vivir a partir de entonces en la quietud, en la triste inactividad de los vencidos, de los que han dado la batalla por perdida. Levantarse por la mañana y persistir en lo dicho, porque lo dicho, dicho está, pero se puede decir más, todo lo que quedó sin decir antes de la celebración de Baco, la que motivó todo este comienzo.