sábado, 16 de agosto de 2014

HOMILÍA DE DESAMOR

Sentado en aquella terraza, en una mañana luminosa y clara de un verano que paso a paso caminaba en dirección a su crespúsculo estacional, sus pensamientos divagaban sobre lo sorprendente y efectista que es el recuerdo y como, cuando parece que anida en el más profundo de los olvidos, reverdece y se muestra brioso y peleón a la más mínima ocasión que se le presenta. No necesita grandes estímulos o incentivos, sino que, como la pequeña chispa que provoca un gran incendio, una palabra le basta, un olor, una imagen, para acometer con rudeza en el ánimo desprevenido.

Después de tanto tiempo, su imaginación le llevaba a revivir un pasaje de su vida que creía aceptado, asimilado y superado, pero aquella frase recogida al revuelo de un comentario ajeno la noche anterior, al que, sin embargo, apenas estaba prestando atención, pero que se le clavó en el consciente con la facilidad con la que el cuchillo de carnicero se clava en la carne roja de la res muerta y la desgarra sin ninguna oposición, removió los frágiles cimientos de un pasado que no pudo ser. Ni siquiera la eterna prórroga temporal que sucedió a aquel fracaso pudo enmendar la sensación de derrota que siempre lo acompañó. O puede que esa prórroga fuera el elemento contraproducente que condujera, a modo de circunstancia persistente, a su constante e interminable homilía de desamor.

Incluso aquella leve alusión nocturna era capaz de hacerle revivir en este presente matinal de forma tan categórica su recuerdo que se sentía trasladado en su Babia actual hacia el mismo escenario, ya destartalado, de su antigua e histriónica representación. O, acaso, el actual escenario era el mismo. Desde su mirada perdida en algún lugar de otra realidad, desde su atalaya vislumbraba en la lejanía los campos ya desprovistos de su rotacional cultivo, sembrado en los meses en los que la promesa de una abundante cosecha hace menos gravoso, o al menos lo parece, el trabajo que conlleva. Aduanas de vegetación rastrera y verticales chopos, todavía cargados del frondoso primerizo, separaban aquellos campos que se sucedían hasta la línea del horizonte formando un ajedrez rural en el cual no existen los blancos y los negros, reyes y reinas, peones o caballos, sino las aceitunadas y pajizas tonalidades correspondientes a la promesa inicial y la certeza final del juego con el tiempo, ese elemento tan incierto y aventurado. Aleatoriamente, sin avisar, se cruzaba de vez en cuando ante su mirada algún artilugio destinado a las labores agrícolas de este tiempo de estío y pensaba si no sería el auriga que lo gobernaba el mismo que asistió, en aquel mismo lugar y en el aquel mismo tiempo, a su primera desazón y que, desde su privilegiada torre de vigía, formulaba con la mirada preguntas sobre la sinrazón repetida, preguntándose sobre si su presencia extraña estaba obligada por la angustia caprichosa de un extraño personaje lejano al que no tenía el gusto de conocer.

¿Sería arriesgado preguntarle, aunque fuera a voces sin llegada ni respuesta, voces que no oirá jamás, si es el mismo tiempo y la misma circunstancia aquella que, avanzada en un tiempo no tan lejano, brota en el presente como si un agujero de gusano hubiera conectado los dos instantes en el espacio temporal? De hecho, reflexiona, se lo está preguntando así mismo, superpuesto su yo con el de su interlocutor imposible. Si ya no es el mismo, si ahora no es más que el resultado de tantas cicatrices y heridas abiertas, no tendría sentido esperar que provocara en él la noticia recibida la misma sensación de ausencia que le produjo la vez anterior. Y aunque sabe que no siente lo mismo, su tendencia a la melancolía le arrastra a revivir de la misma forma el suceso repetido, con la engañosa percepción de poder regresar a aquel tiempo que quedó varado, inmóvil, en el gran contenedor de atávicos presentes de una época que creía superada.

La terraza veraniega en la que lleva sentado ya una, ¿o dos? horas, el tiempo forma lapsus de incontrolable e imposible concreción cuando la memoria decide viajar hacia coyunturas pasadas o formalizar representaciones de futuro que nunca sucederán, se ha ido llenado con paseantes inconcretos, como son todos los paseantes de un mes en el que parece, seguramente es así, que nadie es de donde es, como si un organizador universal hubiera dado la orden de suplantarnos los unos a los otros en cualquier lugar del mundo. Viajeros sin rumbo coleccionando instantes fugaces que irán a parar al cajón del olvido y que solamente quedarán en el libro de anotaciones viajeras para alardear ante los demás de lo mundanos que somos. El camarero va y viene en interminables recorridos circulares desparramando aquí y allá los pedidos, al por mayor, que los ocasionales y cansados visitantes le demandan, en esta posta donde recomponer un poco la figura y aliviar momentáneamente la rutina pedagógica de tanta información recibida, como si, de repente, estuvieran produciendo su efecto de ablución los supositorios culturales que de forma indiscriminada nos autorecetamos en  cualquiera de estos viajes de afirmación turística.

Allí, en el centro de aquel caos vacacional, con sus gritos, sus risas y sus sudores, su figura se va diluyendo poco a poco hasta formar un todo con los elementos subyacentes que lo acompañan. Escultura realista de alguien que ya no es él sino el postrero resultado de algo inconcluso, algo que debió finalizar hace ya mucho tiempo. El camarero que, durante su soledad inicial en la terraza, nunca reparó mucho en su presencia, salvo para preguntarle por su deseo líquido de aquella mañana, retuerce su mirada cada vez que pasa a su lado en sus múltiples volteretas laborales de idas y venidas. Lo mira con sorpresa, como algo de lo que nunca tuvo conciencia de estar allí, como si su presencia fuera una fugaz quimera del abandono, un accesorio innecesario. ¿Acaso hemos puesto una figura en la terraza a modo decorativo chic, como se engalanan las ciudades en la actualidad, y lo he olvidado?, se pregunta. En cualquier caso, desde su rigidez escultural, se avecina a aventurar que no pasará mucho tiempo antes de que el camarero vaya hasta su ubicación y, en ese caso, ¿qué hará? ¿Permanecer? ¿Huir? ¿Claudicar?

Pero como comprenderlo todo. Puede que el hecho de que cada uno de nosotros esté hecho de inacabables ausencias derive, en definitiva, en la cualidad de ausentes vitalicios con la que nos relacionamos con los demás, con la que fingimos vivir una vida llena de interacciones que no son más que la medida de nuestra soledad. Burbujas emocionales que se evaporan al menor contacto con otra. Y en ese caso, no deberíamos afligirnos por la ausencia del otro sino por nuestra propia ausencia con el otro, esa simetría bidireccional que nos impide perdurar en el tiempo, volviéndose lejano y siempre frágil cualquier conato emocional contractual. Y si no hay aflicción tampoco debería haber duelo y, por lo tanto, esta prórroga temporal en la que sin saberlo estaba sumido nunca tuvo motivo para no terminar. Porque cuando todo ocurrió, también se ausentó él, aunque volcara toda su pérdida hacia el exterior, provocando una dilatación temporal y emocional que, en realidad, no era más que una posición efectista para justificarse ante si mismo.

Ahora comprende que aquel comentario recogido al vuelo no fue más que el pitido final de un contratiempo que se volvió demasiado extenso. Que la persona que lo lanzó sin conocer el alcance de su significado no fue más que el mediador entre dos ausencias contrapuestas, una definitiva y otra, la suya, por fin absoluta. Ya no piensa que lo siente, sino que siente la libertad de quien si preguntar se hizo dueño de lo prohibido y, de un modo rotundo, se ha deshecho de ello. Ligero de un bagaje que no le pertenecía, su declive postrero ha recuperado la dignidad abandonada a un encadenamiento individual, malsano y ficticio por miedo a la soledad. Quizás esté viviendo en diferido el final que ya ocurrió y que él no supo ver o no quiso ver, pero, aunque sea tarde y el tiempo nunca de segundas oportunidades de ser vivido de otra manera, se percibe con la fragilidad de lo nuevo, de lo inicial, una cura fortuita de amplio espectro sentimental y emocional.

             El camarero, después de desembarazarse de la tumultuosa manifestación turística, finalmente se acerca y le pregunta si desea alguna otra cosa. Con la sonrisa boba en la boca de quien ha puesto colofón a la eterna partida que ha jugado solo y ha descubierto, por fin su sitio, está a punto de responderle que “una copa de olvido”. Pero se retrae y pide un buen vino, de dos años en barrica, los mismos que pasó ebrio de ceguera. Se lo bebe lentamente, de un trago largo, paladeando todo su sabor, su cuerpo, su aroma y se levanta. Ha comprendido que ya no desea seguir sentado sin nadie a su lado y perfila su horizonte con la vaga sensación de no tener pasado.

lunes, 11 de agosto de 2014

LA ELÍPTICA PELIGROSA DEL COMETA

Desde luego, no a todos les satisfacía aquella reunión. Puede que algunos de los allí presentes hubieran olvidado la difícil situación que meses antes se había producido con aquellas manifestaciones pronunciadas al desaire traídas hasta nuestros oídos por el boca a boca, ya que nunca nadie los implicados dio la cara en aquel asunto, o por el contrario, quisieran pasar una página complicada que conlleva toda evolución. Estoy seguro de que aquéllos que lo provocaron ni siquiera fueron conscientes de la crítica situación que originaron y la consecuente y preocupante propagación hacia el exterior del núcleo de lo que, sin duda, era un ¿conflicto? de intereses interno, o no, simplemente una nueva forma de entender nuestro mundo.

De hecho, cierto runrún corrió por los círculos más cercanos, algunos de éstos con satisfacción mal disimulada esperando en vano la culminación de su agorero vaticinio postrero. Sin embargo, parte de nosotros no podíamos dejar de pensar en cuan poco está valorado el recuerdo, ese recuerdo que deja marca, cicatriz visible del mal trago pasado. Y sobre todo lo natural que le resulta a cierto tipo de personas convivir con la doble condición de ser partícipes del origen del caos y de la naturalidad de, transcurrido el tiempo, transformar su conducta hasta llegar al “no pasa nada”. Ni siquiera una disculpa, un “lo siento”, un “no tenía razón”. Pero nada, comportarse como si jamás hubiera existido el riesgo, esperando con la faz de la esfinge que todo quede en el olvido.

Ni siquiera el voto de confianza desde del hastío de los largos años programados. Poder desterrar el conocimiento repetitivo circulando hacía la nada, hacia cierta inacción visual. Ni siquiera el voto de la confianza de la experiencia, la experimentación estética y evolutiva de lo atávico hacia un nuevo posicionamiento lúdico. Ni siquiera una alternativa dialéctica a la proposición expuesta salvo el abandono amoral del compromiso adquirido, la huida perdedora de la ignorancia. El miedo a lo nuevo, ese miedo que actúa como pegamento de la rutina, que no les deja probar una nueva exposición provocativa y que los sume en la mediocridad y la incapacidad para iniciar un nuevo aprendizaje hacia, quizás, lo desconocido.

Con el tiempo sobrevuelan los cometas alrededor de la ilusión renovada. Cada uno a su ritmo, es verdad. Algunos describen sus órbitas elípticas en un itinerario que les lleva a ser avistada su presencia tras un largo periodo de tiempo. Algunos orbitan de forma más frecuente, aún así, unos y otros trascienden ya muy poco con su núcleo, cansado éste de enfocar su poder gravitatorio sobre cuerpos tan difusos, tan carentes de masa, de silueta comprobable. Otros solamente muestran su caro contorno en los ocasionales choques que dan lugar al eventual aquelarre celebratorio de supuesta alcurnia. Bosones de Higgs de aletargada y vaga intención.

Aún así, la masa del núcleo no se modifica ante este desequilibrio sustantivo, se retuerce y se recoloca en cada disminución en el índice masivo de presencias estelares. Por necesidad e intención se configura más densa y cualitativa en su voluntad existencial. Acaso ya no sea nutricionalmente productiva tanta fatiga de atracción quimérica y sea, finalmente, propicia la ocasión para la transformación orgánica del cuerpo sustentador. Quizás un adiós definitivo alimente más el espíritu que un “de vez en cuando”.

Ahora, infiltrado el núcleo de futuro, que ha mitigado los dolores de tanta articulación gastada por el tiempo, abocada como estaba, sin remedio, a la nostalgia de un tiempo pasado ya perdido, luce una y otra vez, pero en este momento desde la certeza que dan ya las ausencias definitivas, las que forman parte, no ya de la opción de los ausentes, sino de quién ya definitivamente no espera. Ya no hacen falta, la propia dinámica los ha sustituido. Y no se nota.

Por fin.