martes, 8 de marzo de 2016

SOLANUM PERVESIO

          Sonó el despertador. A duras penas y con desgana fue abriendo los ojos. El sueño profundo de aquella noche había sido excesivamente agitado oníricamente y le había lacrado con cemento legañoso aquellos párpados que protegían con indiferencia unos ojos que ya, apenas, querían ver y conocer. Siempre aquellas pesadillas recurrentes en vísperas del día señalado en el calendario, como augures del peligro, como profetas del posible desastre. ¿Pero que más se podía hacer en la estandarizada vida impuesta por el gran predicador entronizado en el poder máximo? Este, poco a poco se fue apoderando de las inquietudes, de los gustos, de los anhelos del pueblo triturándolos hasta no dejar más que una fina pasta sin color, sin sabor, sin textura reconocible, sustituyendo dichos atributos por la insulsa rutina del ser mínimo, aquel sin pensamiento, sin actitud crítica, alimentado con las píldoras deshidratadas de la servidumbre.

            Sin voluntad alguna, pero como si su cuerpo fuera movido por los hilos titiriteros de una energía superior, alcanzó la ventana de su cuarto, un cuchitril de apenas diez metros cuadrados donde desde hacia tiempo esperaba el final arrinconado por los pocos recuerdos y las escasa pertenencias que aún poseía. Descorrió las sucias cortinas que apenas impedían la entrada de la luz artificial y mortecina de una ciudad convertida en una gran valla publicitaria y recibió el saludo plomizo y gris de una metrópoli caótica, macerada en la herrumbre de un futuro mal entendido y un progreso peor asimilado. De forma autómata se dirigió a la esquina del aquel habitáculo inhabitable, donde tenía instalado una especie de lavabo y realizó sus abluciones diarias. Mecánicamente se vistió con el único traje que conservaba y resistía tenazmente el paso del tiempo y, después de apagar la luz del cuarto, salió.

              El recorrido hasta el portal del edificio, a través de unas escaleras oscurecidas por las mugrientas paredes, le mostraba el ir y venir diario del sinsentido, direcciones que se amontonaban en una inmensa encrucijada sin destino. Quehaceres repetitivos que estructuraban aquel mundo regido por la mecánica, por la máquina hacedora de vidas semejantes e iguales en esa cartesiana epifanía futurista en la que se convirtió el mundo hacía ya muchos años, cuando el ser humano dejó de importar salvo como mero productor y consumidor. Salió al callejón al que daba su portal y se confundió con la ingente muchedumbre que abarrotaba diariamente la calle ocupando el lugar designado en el orden del día, desarrollando su papel en el engranaje establecido dentro del enorme mecanismo del mundo. Quehaceres delirantes en pos de una disciplina espartana que impidiera soñar al populacho con aviesos delirios de libertad, esa cualidad extinguida salvo en pequeños reductos secretos, a uno de los cuales él pertenecía. La única esperanza que le quedaba para no pegarse un tiro y ser libre por fin en la muerte.

            Confundido entre el gentío, subidas las solapas de la americana del traje que portaba y calado el sombrero hasta las orejas, caminó deambulando a posta, intentando engañar y despistar a los posibles perseguidores, a los bocazas de la mediocridad, a los chivatos de la propia sordidez. Continuamente esperaba la acometida final del poder alimenticio sobre su secreta maquinación mensual. Una rutina vital de perseguidor y perseguido que le estaba volviendo un poco paranoico, embridando a cada paso el ímpetu y la crítica del cometido. Después de dos horas de paseo conscientemente errático, de pronto, varió la intención y puso un rumbo determinante hacia el destino que le estaba aguardando desde que puso los pies sobre el suelo aquella mañana. Ya no sentía la presión del descubierto, el apremio de la angustia, sino la llamada de la última rebeldía que se podía permitir, la que sostenía aquella vida destinada a vileza del desconocimiento, a la simpleza de la aceptación más miserable, como todas las vidas de todos los habitantes de aquel Orden Terrenal instaurado como garantía y policía del poder genético pactado en el último y más mezquino tratado internacional que vistió al mundo con la más absoluta uniformidad.

            Por fin llegó a su destino. Por la puerta trasera de un supuesto colmado de alimentación, denominado Monte-Santo para mayor vacile, y situada en un callejón apartado de la arteria principal por la que había llegado, se perdió por ella después de recitar la contraseña convenida. Uno a uno fueron llegando los elegidos para el banquete y, una vez completado el número asignado, comenzó la ceremonia. Allí, dispuestos sobre platos inmaculados, cuchillo y tenedor en sus laterales, resplandecían unos tomates hermosos, llenos de vida, repletos de aromas y sabores. Cultivados secretamente en huertos ecológicos, con semillas no modificadas genéticamente, en su tiempo y con los ritmos naturales de su desarrollo, abastecían a esta sociedad secreta que había decidido ignorar el orden comercial establecido, contraviniendo cualquier tipo de imposición mercantilista.

            Se sabían proscritos pero eso es lo que les mantenía vivos. Sabían que caerían, pero nada ni nadie les quitaría el haber podido degustar y disfrutar de algo que un día se les sustrajo al resto de sus congéneres: el placer. 

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