Sonó el despertador. A
duras penas y con desgana fue abriendo los ojos. El sueño profundo de aquella
noche había sido excesivamente agitado oníricamente y le había lacrado con
cemento legañoso aquellos párpados que protegían con indiferencia unos ojos que
ya, apenas, querían ver y conocer. Siempre aquellas pesadillas recurrentes en
vísperas del día señalado en el calendario, como augures del peligro, como
profetas del posible desastre. ¿Pero que más se podía hacer en la estandarizada
vida impuesta por el gran predicador entronizado en el poder máximo? Este, poco
a poco se fue apoderando de las inquietudes, de los gustos, de los anhelos del
pueblo triturándolos hasta no dejar más que una fina pasta sin color, sin
sabor, sin textura reconocible, sustituyendo dichos atributos por la insulsa
rutina del ser mínimo, aquel sin pensamiento, sin actitud crítica, alimentado
con las píldoras deshidratadas de la servidumbre.
Sin voluntad alguna, pero como si su
cuerpo fuera movido por los hilos titiriteros de una energía superior, alcanzó
la ventana de su cuarto, un cuchitril de apenas diez metros cuadrados donde
desde hacia tiempo esperaba el final arrinconado por los pocos recuerdos y las
escasa pertenencias que aún poseía. Descorrió las sucias cortinas que apenas
impedían la entrada de la luz artificial y mortecina de una ciudad convertida
en una gran valla publicitaria y recibió el saludo plomizo y gris de una
metrópoli caótica, macerada en la herrumbre de un futuro mal entendido y un
progreso peor asimilado. De forma autómata se dirigió a la esquina del aquel
habitáculo inhabitable, donde tenía instalado una especie de lavabo y realizó
sus abluciones diarias. Mecánicamente se vistió con el único traje que
conservaba y resistía tenazmente el paso del tiempo y, después de apagar la luz
del cuarto, salió.
El recorrido hasta el portal del edificio, a través de unas escaleras
oscurecidas por las mugrientas paredes, le mostraba el ir y venir diario del
sinsentido, direcciones que se amontonaban en una inmensa encrucijada sin
destino. Quehaceres repetitivos que estructuraban aquel mundo regido por la
mecánica, por la máquina hacedora de vidas semejantes e iguales en esa
cartesiana epifanía futurista en la que se convirtió el mundo hacía ya muchos
años, cuando el ser humano dejó de importar salvo como mero productor y
consumidor. Salió al callejón al que daba su portal y se confundió con la
ingente muchedumbre que abarrotaba diariamente la calle ocupando el lugar
designado en el orden del día, desarrollando su papel en el engranaje establecido
dentro del enorme mecanismo del mundo. Quehaceres delirantes en pos de una
disciplina espartana que impidiera soñar al populacho con aviesos delirios de
libertad, esa cualidad extinguida salvo en pequeños reductos secretos, a uno de
los cuales él pertenecía. La única esperanza que le quedaba para no pegarse un
tiro y ser libre por fin en la muerte.
Confundido entre el gentío, subidas
las solapas de la americana del traje que portaba y calado el sombrero hasta
las orejas, caminó deambulando a posta, intentando engañar y despistar a los
posibles perseguidores, a los bocazas de la mediocridad, a los chivatos de la propia
sordidez. Continuamente esperaba la acometida final del poder alimenticio sobre
su secreta maquinación mensual. Una rutina vital de perseguidor y perseguido que
le estaba volviendo un poco paranoico, embridando a cada paso el ímpetu y la
crítica del cometido. Después de dos horas de paseo conscientemente errático,
de pronto, varió la intención y puso un rumbo determinante hacia el destino que
le estaba aguardando desde que puso los pies sobre el suelo aquella mañana. Ya
no sentía la presión del descubierto, el apremio de la angustia, sino la
llamada de la última rebeldía que se podía permitir, la que sostenía aquella
vida destinada a vileza del desconocimiento, a la simpleza de la aceptación más
miserable, como todas las vidas de todos los habitantes de aquel Orden Terrenal
instaurado como garantía y policía del poder genético pactado en el último y
más mezquino tratado internacional que vistió al mundo con la más absoluta
uniformidad.
Por fin llegó a su destino. Por la
puerta trasera de un supuesto colmado de alimentación, denominado Monte-Santo
para mayor vacile, y situada en un callejón apartado de la arteria principal
por la que había llegado, se perdió por ella después de recitar la contraseña
convenida. Uno a uno fueron llegando los elegidos para el banquete y, una vez
completado el número asignado, comenzó la ceremonia. Allí, dispuestos sobre
platos inmaculados, cuchillo y tenedor en sus laterales, resplandecían unos
tomates hermosos, llenos de vida, repletos de aromas y sabores. Cultivados
secretamente en huertos ecológicos, con semillas no modificadas genéticamente,
en su tiempo y con los ritmos naturales de su desarrollo, abastecían a esta
sociedad secreta que había decidido ignorar el orden comercial establecido,
contraviniendo cualquier tipo de imposición mercantilista.
Se sabían proscritos pero eso es lo que les mantenía
vivos. Sabían que caerían, pero nada ni nadie les quitaría el haber podido
degustar y disfrutar de algo que un día se les sustrajo al resto de sus congéneres:
el placer.
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