Aunque
parezca mentira, vivimos en la misma Europa que hace dos mil quinientos años asistió
al nacimiento del mundo clásico griego, cuna de nuestra civilización europea
actual. Origen de grandes filósofos como Aristóteles, Séneca, Platón, que pusieron
los cimientos que darían lugar al pensamiento filosófico occidental y, que en
la actualidad, están siendo sustituidos por los nuevos gurús del pensamiento
único y la corriente dominante. Dos mil años de historia tirados a la basura al
sustituir al hombre como objeto sobre el que gira el mundo, por el nuevo becerro
de oro del tercer milenio: el dinero.
La
Europa decadente, que ha sido sustituida como potencia económica por las nuevas
regiones emergentes, llamadas a establecer una nueva jerarquía en el orden mundial,
busca con desesperación una nueva vía que la restituya de nuevo en los lugares
preferentes que antaño pisó. Su carácter bipolar, entre el sistema capitalista
que rige su economía, basado únicamente en los mercados financieros, y el estado
del bienestar construido después de la Segunda Guerra Mundial, preferentemente
por los partidos de la llamada socialdemocracia, ha llevado aparejadas
innumerables fricciones y continuas
tensiones entre las diversas piezas de su sistema de producción. Como tampoco es
cuestión de revivir el socialismo programado, ya comprobada su ineficacia en la
extinta Unión Soviética y con China representando un imposible, Europa se ha
inventado una nueva vía hacía el éxito: la usura económica.
Esta
tercera vía supone la vuelta al crecimiento económico a través de la separación
del poder político y financiero, por un lado, y la ciudadanía en general, por
otro, convertida en meros agentes productivos. Se establece así un sistema de
castas, en el cual aquellos gozan de todos los privilegios asociados a dicho
crecimiento, mientras a estos últimos se les “bangladesiza”, expulsándolos del
estado del bienestar y del sistema de protección del estado. Una vez
colonizados económicamente los países del tercer mundo, la última fase es
colonizar los propios países y, como en aquellos, reducir a su población a
meros esclavos del sistema de producción.
La
actual crisis de valores de estado está poniendo de manifiesto la deriva
economicista hacia la que se dirige, si no ponemos remedio, nuestro destino. Los
rescates llevados a cabo hasta la fecha tienen todos dos puntos en común: los
agentes económicos y financieros son salvados por mor de la estabilidad del
sistema y son los ciudadanos quienes pagan la factura de los mismos. El caso de
Chipre es una vuelta de tuerca más: el rescate ya no será a través de subidas
de impuestos, privatizaciones, etc, sino directamente a través de los depósitos
bancarios de los ahorradores. Un atraco a mano armada realizado por quienes, en
definitiva, deberían haber sido los vigilantes de que esto no ocurriera. Miles
y miles de ejecutivos financieros de la Unión Europea, del F.M.I., y del B.C.E.
que no vieron, por ineficacia o ineptitud, o no quisieron ver, por favorecer las
directrices marcadas desde el poder político, el desastre que se avecinaba con
el incremento del tamaño de los bancos, un incremento que no estaba en
consonancia con el tamaño de la población de los países en los que estaban
radicados. Si el caso chipriota es similar al de Islandia, como es posible que
después de producido el segundo no se impidieran casos similares. Como es
posible que desde la U.E. no se advirtiera a uno de sus socios que su sistema
financiero caminaba hacia el desastre. Como, ahora, van a ser los trabajadores,
pensionistas, empresarios, quienes paguen su inutilidad manifiesta.
La
troika, ese nombre con reminiscencias de las checas estalinistas, parece actuar
conforme a las normas más estrictas de “la familia”. Han convertido la Europa
de los Pueblos en el nuevo Chicago de los años 20, donde el poder económico
dirige sus negocios desde las cloacas más infectas gracias a un poder político
corrompido, servil con sus amos. Sus advertencias y amenazas a los países con
problemas, más propia de chulos de barrio o de matones de medio pelo, parece
confirmar que, de nuevo, el autoritarismo político, el totalitarismo económico
y el despotismo social vuelven a esta vieja Europa, que parece olvidar su
historia con demasiada facilidad.