martes, 15 de marzo de 2016

EL TRÁGICO SUICIDIO DE SICARIO FUENTES

          Sicario Fuentes, pues así le habían bautizado sus padres, estaba perplejo. ¿Qué demonios había pasado para que, de pronto, se encontrara en esta situación tan, digámoslo, anormal? Vagaba por las calles sin un rumbo concreto con la única compañía de la soledad más absoluta, de una soledad que se le fijaba al cuerpo, que se le adhería a su vestimenta, como si fuera la última mortaja que le engalanaría de aquí en adelante hasta el óbito irrefrenable. Nadie más a su alrededor, nadie más allá. Pensó que, tal vez, todos los habitantes de aquella ciudad que conocía tan bien se habían refugiado en sus moradas, en sus castillos de naipes ante un peligro acechante que él desconocía, ante una amenaza inminente de consecuencias catastróficas que él ignoraba, aunque el día anterior ninguna noticia en los medios de comunicación había dado cuenta de algún hecho constatable de tal magnitud calamitosa. Sin embargo, ningún movimiento, ningún síntoma hacía pensar que detrás de aquellas ventanas, de aquellas persianas enrolladas en las vidas de sus dueños, hubiera alguien o alguien con vida, al menos. Confuso y desorientado por el nuevo escenario que se abría ante sus ojos intentó encontrar, buscar algún indicio, alguna señal del origen de aquella desbandada, de aquella huída, de algo que, en su fuero interno, comenzó a designar como “la gran desaparición”.

            Su vacilante tránsito lo llevó arbitrariamente por el callejero de lo que, hasta ayer mismo, había sido su ciudad. Una ciudad repleta de vida, de un ir y venir anárquico a primera vista, en el que él jugaba su papel, nada significativo por otra parte, para el devenir de la misma, pero del cual él se sentía orgulloso, como, así mismo, se sentía orgullosos de pertenecerle, de haber sido aceptado en aquella marabunta humana, pésimamente organizada, pero que funcionaba en el caos acostumbrado con la precisión que da la locura, la enajenación laboral y vital de una sociedad que no parecía, en principio, destinada a perecer tan abruptamente. Subido en la azotea del “España” oteó el horizonte con la esperanza de encontrar algún extraviado congénere que, como él, hubiera sobrevivido a aquel hecho ciertamente sobrenatural e increíble. Su ansiedad, trufada de angustia y agitación, iba minando su delicado equilibrio mental, ya de por si socavado por aquel extraño ambiente de incomunicación y aislamiento, obligado por las circunstancias.

            Descendió meditabundo de lo alto del edificio y, como si una voz interior lo conminara a seguir escrutando su destino con el convencimiento de que, más adelante, encontraría la verdad oculta en toda aquella representación de un solo actor, de que descubriría el origen de aquel texto escrito, parecía ser que escrito para él, continuó de recorrido errático. Sorprendido por su despiste, por no haber caído antes en aquella solución tan de su tiempo, buscó su teléfono móvil en el bolsillo interior de su americana y marcó sucesivamente números conocidos que unos días antes habían tenido un interlocutor al otro lado, pero sin resultado alguno, en vano. Indefectiblemente todos daban apagados o fuera de cobertura, como si la humanidad entera, o solamente la que formaba parte de su vida, hubiera dejado de tener presencia y hubiera pasada a formar parte del obituario virtual. La ciudad asemejaba a un decorado a medio construir, o derribar, en la cual los operarios hubieran abandonado su faena dejando la escena a medio hacer, como si fueran al volver al tajo a finalizar su trabajo, recuperando la normalidad perdida. Todavía, en algunos escaparates, las imágenes seguían escupiendo algún pedazo de realidad agotada de los noticieros del día anterior, como en bucle sin fin, y, atónito, comprobó como todas las imágenes coincidían en el tiempo y en el mensaje: la última reunión para formar gobierno de los líderes de los partidos políticos había concluido con otro sonoro fracaso.

            ¿Y si los demás países, cansados del “pause” en el que se encontraba el suyo hubieran decidido borrarlo del mapa de la realidad con la facilidad con la que se presiona la tecla “delete” en el teclado del ordenador? ¿Y si, ante la falta continuada de gobierno se hubiera decidido, él no acertaba a descubrir por qué o por quién, que desapareciera igualmente el objeto gobernado, o sea, él y todos los demás habitantes al considerarlos como realidades indivisibles? Todos estos pensamientos perturbados, paranoicos, le brotaban a cada paso asaltando y sustrayendo la poca cordura que aún le quedaba aquella mañana. Pero, de pronto, subiendo por la Carrera de San Jerónimo, el fino olfato que con su profesión había adquirido, en este caso el nombre había hecho al hombre, le rebelaba que algo iba a ocurrir. De improviso, como surgiendo de la nada, y lo que era peor, como si no hubiera pasado nada, saliendo de su penúltima reunión para llegar a un acuerdo que posibilitara al gobernabilidad de este país, cuatro rostros conocidos comenzaron a asomarse por la puerta del Congreso de los Diputados, o de las Diputadas, algo había leído días atrás sobre aquel asunto de género convertido en la madre de todas batallas, en los que reconoció a los líderes de los principales partidos políticos surgidos de las últimas elecciones generales.

            Un exacerbado furor se fue apoderando de él. Una cólera infinita le invadió todo su ser. Caminó en su dirección con la convicción de que solamente tenía dos opciones: ser gobernado como único ciudadano por unos tipos incapaces de ponerse de acuerdo para gobernar o pegarse un tiro. Optó por la segunda. 

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