Sicario Fuentes, pues
así le habían bautizado sus padres, estaba perplejo. ¿Qué demonios había pasado
para que, de pronto, se encontrara en esta situación tan, digámoslo, anormal?
Vagaba por las calles sin un rumbo concreto con la única compañía de la soledad
más absoluta, de una soledad que se le fijaba al cuerpo, que se le adhería a su
vestimenta, como si fuera la última mortaja que le engalanaría de aquí en
adelante hasta el óbito irrefrenable. Nadie más a su alrededor, nadie más allá.
Pensó que, tal vez, todos los habitantes de aquella ciudad que conocía tan bien
se habían refugiado en sus moradas, en sus castillos de naipes ante un peligro
acechante que él desconocía, ante una amenaza inminente de consecuencias
catastróficas que él ignoraba, aunque el día anterior ninguna noticia en los
medios de comunicación había dado cuenta de algún hecho constatable de tal
magnitud calamitosa. Sin embargo, ningún movimiento, ningún síntoma hacía
pensar que detrás de aquellas ventanas, de aquellas persianas enrolladas en las
vidas de sus dueños, hubiera alguien o alguien con vida, al menos. Confuso y
desorientado por el nuevo escenario que se abría ante sus ojos intentó
encontrar, buscar algún indicio, alguna señal del origen de aquella desbandada,
de aquella huída, de algo que, en su fuero interno, comenzó a designar como “la
gran desaparición”.
Su vacilante tránsito lo llevó
arbitrariamente por el callejero de lo que, hasta ayer mismo, había sido su
ciudad. Una ciudad repleta de vida, de un ir y venir anárquico a primera vista,
en el que él jugaba su papel, nada significativo por otra parte, para el
devenir de la misma, pero del cual él se sentía orgulloso, como, así mismo, se
sentía orgullosos de pertenecerle, de haber sido aceptado en aquella marabunta
humana, pésimamente organizada, pero que funcionaba en el caos acostumbrado con
la precisión que da la locura, la enajenación laboral y vital de una sociedad
que no parecía, en principio, destinada a perecer tan abruptamente. Subido en
la azotea del “España” oteó el horizonte con la esperanza de encontrar algún
extraviado congénere que, como él, hubiera sobrevivido a aquel hecho
ciertamente sobrenatural e increíble. Su ansiedad, trufada de angustia y
agitación, iba minando su delicado equilibrio mental, ya de por si socavado por
aquel extraño ambiente de incomunicación y aislamiento, obligado por las
circunstancias.
Descendió meditabundo de lo alto del
edificio y, como si una voz interior lo conminara a seguir escrutando su
destino con el convencimiento de que, más adelante, encontraría la verdad
oculta en toda aquella representación de un solo actor, de que descubriría el
origen de aquel texto escrito, parecía ser que escrito para él, continuó de
recorrido errático. Sorprendido por su despiste, por no haber caído antes en
aquella solución tan de su tiempo, buscó su teléfono móvil en el bolsillo
interior de su americana y marcó sucesivamente números conocidos que unos días
antes habían tenido un interlocutor al otro lado, pero sin resultado alguno, en
vano. Indefectiblemente todos daban apagados o fuera de cobertura, como si la
humanidad entera, o solamente la que formaba parte de su vida, hubiera dejado
de tener presencia y hubiera pasada a formar parte del obituario virtual. La
ciudad asemejaba a un decorado a medio construir, o derribar, en la cual los
operarios hubieran abandonado su faena dejando la escena a medio hacer, como si
fueran al volver al tajo a finalizar su trabajo, recuperando la normalidad
perdida. Todavía, en algunos escaparates, las imágenes seguían escupiendo algún
pedazo de realidad agotada de los noticieros del día anterior, como en bucle
sin fin, y, atónito, comprobó como todas las imágenes coincidían en el tiempo y
en el mensaje: la última reunión para formar gobierno de los líderes de los
partidos políticos había concluido con otro sonoro fracaso.
¿Y si los demás países, cansados del
“pause” en el que se encontraba el suyo hubieran decidido borrarlo del mapa de
la realidad con la facilidad con la que se presiona la tecla “delete” en el
teclado del ordenador? ¿Y si, ante la falta continuada de gobierno se hubiera
decidido, él no acertaba a descubrir por qué o por quién, que desapareciera
igualmente el objeto gobernado, o sea, él y todos los demás habitantes al
considerarlos como realidades indivisibles? Todos estos pensamientos
perturbados, paranoicos, le brotaban a cada paso asaltando y sustrayendo la
poca cordura que aún le quedaba aquella mañana. Pero, de pronto, subiendo por
la Carrera de San Jerónimo, el fino olfato que con su profesión había adquirido,
en este caso el nombre había hecho al hombre, le rebelaba que algo iba a
ocurrir. De improviso, como surgiendo de la nada, y lo que era peor, como si no
hubiera pasado nada, saliendo de su penúltima reunión para llegar a un acuerdo
que posibilitara al gobernabilidad de este país, cuatro rostros conocidos
comenzaron a asomarse por la puerta del Congreso de los Diputados, o de las
Diputadas, algo había leído días atrás sobre aquel asunto de género convertido
en la madre de todas batallas, en los que reconoció a los líderes de los
principales partidos políticos surgidos de las últimas elecciones generales.
Un exacerbado furor se fue apoderando de él. Una cólera
infinita le invadió todo su ser. Caminó en su dirección con la convicción de
que solamente tenía dos opciones: ser gobernado como único ciudadano por unos
tipos incapaces de ponerse de acuerdo para gobernar o pegarse un tiro. Optó por
la segunda.
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