lunes, 24 de agosto de 2015

SE VENDE

           En unas dimensiones reducidas, en los apenas 500 x 400 de un miserable cartel de color naranja donde se lee “SE VENDE”, se puede reflejar el fin de una vida, de dos vidas, de una vida en común y ubicar en el olvido sin retorno todas las imágenes, todas las conversaciones recíprocas, toda la intrahistoria de los personajes que habitaron aquella casa, cualquier casa vale, abandonada ahora. Consumiéndose en el olvido los sonidos que un día le dieron vida, las emociones, las alegrías, las tristezas, las risas y los llantos…la vida que se extingue desde que nos nacen sin pedir permiso, abocándonos sin remedio al tránsito mortuorio que nos devuelve al “no ser” que ya éramos. ¿Para qué?

            Asomado a la terraza del habitáculo de propiedad horizontal en el que habita, ve aquel cartel en la ventana que tantas veces observó. Y se da cuenta de que aquello que le era tan familiar ha desaparecido y que la propia dinámica diaria, repleta de prisas e individualidad desaforada, le ha hecho pasar desapercibido tal suceso. Comunidades de vecinos sin vecindad, soledades estabuladas en la colmena habitacional de la indiferencia. Ahora cae en la cuenta de que aquel matrimonio mayor, que salía con puntualidad horaria a su terraza, desde la cual observaban un mundo que se les escapaba de las manos, contrapunto visual de la suya, hacía tiempo que no tenían presencia.

            Y se dio cuenta de que aquella ausencia le provocaba soledad, no una soledad intrínseca, personal, sino una soledad comunitaria, de convivencia, como si hubieran amputado un pedacito del mundo que comenzó cuando él también fue a vivir, o morir, en aquel lugar. Todos los días, o casi todo, se asomaba a la terraza y allí estaban ellos, puntuales. Salían y nunca se apoyaban en la barandilla, se quedaban de pie, uno junto a otro, recibiendo el sol mortecino en el invierno o debajo de una sombrilla en el verano. Una de esas sombrillas de propaganda que afean las terrazas de cualquier edificio, pero que en la suya, encima de sus pequeñas figuras, les daba un punto de jovialidad que acrecentaba su imagen. Unas figuras, por cierto, a la antigua usanza, de otra época: ella, con el mandil gris y pañuelo a la cabeza y él, de traje desgastado y boina.

            Siempre se preguntó si ellos habían reparado en él, si le habían observado alguna vez. Siempre se preguntó si, como le pasaba a él a la inversa, esperaban verle a la misma hora en su terraza, como vecinos lejanos y sin palabras, pero haciéndose compañía visual. A veces, otra persona los acompañaba, quizás un hijo, en aquellas solaneras vespertinas, pero no se quedaba mucho rato. Con la caída del sol, desaparecían hacía el interior de la vivienda, a la penumbra que desgasta y que consume la vida, que la sesga por el cuello como si de una guadaña se tratara.

            Recordaba a sus abuelos. A su abuela Bernarda y a su abuelo Feliciano. Siempre salían a la calle por la tarde y sentados en el poyo de la puerta pasaban las horas observando y percibiendo el mundo que deambulaba por la cuesta de la Morana. Allí iba a verlos y conversaban, ¡hace ya tantos años!, pero la imagen actual de estos dos viejecitos es la misma, lo único que cambia es decorado: antes, una casa baja y un poyo en la puerta para sentarse, ahora, una terraza de colmena en el extrarradio. También recordaba a su abuela Josefa, que él siempre pensó que vivía más en la calle, sentada al filo de la vida que pasaba ante sus ojos, que en su casa, descifrando los enigmas vecinales con la misma nitidez con la que un bisturí corta la carne. O se los inventaba, ¡qué demonios!, era su entretenimiento.  Y, quizás, era precisamente todo esto lo que había hecho que se fijara en aquellas figuras vecinales que el azar había puesto ante sus ojos, el recuerdo de sus abuelos hace ya tanto tiempo desaparecidos.

            Actualmente, en la casa de enfrente, solamente se ven las ventanas cerradas a cal y canto en las que sobresale el letrero de color naranja con la leyenda “SE VENDE”. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Habrán muerto los dos? ¿Habrá muerto uno de ellos quebrando sin remedio el viaje emocional que comenzaron juntos hace tantos años, dejando en la más absoluta soledad al otro? Si es así, quizás el superviviente se acuerde de aquel tiempo en el que salían a la terraza y veían a aquel hombre, él, asomado a la suya y añore ese tiempo relativo de compañía distanciada.

            En cualquier caso, el tiempo ha pasado, también para él y, tal vez en este momento, es él quien es observado por alguien que ha ocupado su lugar, que no sabe nada de quienes ya no están y tampoco le importa. Ahora es solamente la imagen simbólica del recuerdo de otro, el depositario del testigo que marca el último tramo del olvido.