miércoles, 26 de septiembre de 2012

EL CÓDIGO SECRETO DE LA LLUVIA


La lluvia golpea contra los cristales. En algunos momentos, las ráfagas de viento endurecen ese martilleo constante, desacompasado, desafinado, como si todos sus recuerdos, el suyo también, estuvieran llamando su atención, golpeando la puerta de su interés, manteniéndolo alerta, toc, toc, ¿hay alguien ahí?, exigiendo que abra la cristalera de par en par y puedan, por fin, entrar desde el ostracismo emocional al que él los ha desterrado. Viejos fantasmas de un tiempo nuevo. A pesar de estar todavía en septiembre, en un día sin atisbo de nubes, tarde apacible y discreta, su mente ha viajado sin remedio, sin oposición por su parte, al otoño por venir, tan cercano ya, como si éste se hubiera infiltrado en su ser y se hubiera instalado de forma permanente. Lo dirige sin remisión hacia el tiempo de su ser más verdadero, el ocaso. Okupa insumiso de ese lugar de su vida, donde debería existir un principio de voluntad, en su caso quebrada por la ausencia de la oportunidad. Él lo sabe y lo acepta. Hace tiempo que tiene la sensación de vivir dos vidas paralelas, dos tiempos, acaso complementarios, que se intercambian sin preguntarle, haciendo que, en ocasiones, no sepa bien en que momento, real o imaginario, se encuentra. Tampoco lo desea. Sin esa otra vida, en ocasiones tan aprehensible que la puede tocar, sabe que no sería posible seguir con la real, pragmática y gris, donde ella no ocupa, porque no quiere, ningún lugar.

Aunque experimenta momentos de lucidez, su mente conquistada, ocupada por su enemigo onírico, no le deja regresar hacia su yo real. Su ensoñación crece sin cesar y su cuerpo ya es, solamente, un edificio vacío ocupando un espacio meramente físico, pero sin vida aparente. Está muy lejos de donde yace sentado, viajero del tiempo futuro, el cual, al ser visitado, ya nunca podrá ser igual a lo experimentado en su ensoñación, al convertirlo en presente, siquiera imaginado. La lluvia sigue cayendo en su tormenta onírica y su cadencia se le va haciendo más llevadera. Empieza a encontrarle un sentido a su misión purificadora. ¿Y si cada golpe de gota de lluvia contra el cristal fuera el sonido de las teclas de la gran máquina de escribir universal, esa que escribe el guión de las vidas de cada uno de nosotros, al chocar contra el carro donde se encuentra el papel? ¿Puede ser que la lluvia al caer se comporte como un código Morse? ¿Punto, raya, punto? En los dos casos debería poder descifrar el mensaje que le están transcribiendo, pudiera ser importante. Se revuelve e intenta salir, volver a la realidad de donde está, pero, ¿si acaso fuera ella la mensajera de su futuro, de su presente? Explicarle el futuro, poder modificarlo en el camino correcto o enseñarle que, aunque lo intente, el destino está escrito.

Pero como entender, comprender el texto inmisericorde del agua, cuando ésta se le escapa de los dedos. Le resulta imposible relacionar cada golpe de gota de lluvia en el cristal con el sonido de cada una de las teclas de la máquina de escribir, ahora que, ya hace muchos años, los procesadores de texto la sustituyeron. Intenta recordar obligando a sus neuronas a realizar un esfuerzo extra, vano intento en el fondo, si ni siquiera sabe si quiere saber. Pero, ¿y si el golpeo en la cristalera de la ventana no fuera lo que cree? ¿Y si fueran golpes de pincel, pequeños puntos de color impresionistas los que dibujaran el mensaje o, es posible, su rostro en el cristal? ¿Le insuflaría el viento que acompaña a la lluvia el soplo de vida suficiente para poder contárselo en primera persona? Su ensoñación le permite creer ver sus facciones frente a él, solo un instante, lo que tarda la siguiente ráfaga de lluvia en desvanecer su deseo. Una sucesión de hologramas húmedos que aparecen y desaparecen de su vista como si, ¿alguien?, ¿ella?, descorriera la cortina transparente sobre la que van dibujados. Como si alguien borrara con su mano el rostro que el vaho ha ayudado a crear. Y vuelta a empezar, pero esta vez creyendo comprender.

El futuro le está respondiendo con su pasado a través de su rostro. Así como éste aparece y se desvanece a intervalos regulares, su vida ha sido, desde que la conoció, un vaivén de subidas y bajadas de un estado de ánimo maltrecho por el tiempo. Frecuencia absoluta con una única variable que se repite sin cesar. Suceso permanente en la medida estadística de sus sentimientos, con una mínima longitud de onda. Enamorado de ella en un continuo dolor emocional, algo innegociable, absoluto, ha ido encajando los golpes de su infortunio como un boxeador sonado, intentando responder con la virtud del fajador, del que no dobla la rodilla nunca. En algunas de sus ensoñaciones creyó ser ese miembro del amor puro, poeta romántico, que enamorado de un amor imposible, pone fin a sus días ante la crueldad del destino. Fatal elección, Fata Morgana, pero vive en el siglo XX y, además, es cobarde.

Va saliendo, volviendo de su viaje. Ahora los golpes de lluvia en el cristal se van pareciendo a los sonidos ancestrales de los tambores parlantes, tamas, de las tribus africanas. Le llaman con sus ritmos en cruz repetitivos, insistentes. Cree entender sus textos, es hora de volver a la realidad más cercana. El otoño que llegará le rodeará de los colores ocres, bermellones, encarnados, de las hojas que, a punto de caer, le dejarán camuflarse entre ellas, como lo haría entre su pelo si ella lo amara.

Es hora de volver…y escribir.    

miércoles, 19 de septiembre de 2012

LA MUERTE DE UN TAMBORILERO (FINAL)


             Viajó toda la noche y llegó a Zamora a primera hora de la mañana. Poco equipaje en la maleta, ya que no sabía cuanto tiempo iba a estar fuera. En la estación de autobuses de la capital le estaba esperando un coche que lo trasladó de inmediato a la dirección que le habían indicado por teléfono. Por fin iba a conocer el rostro de la persona que se había puesto en contacto con él y que había vuelto a abrir la herida que tantos años costó cerrar. Callejeando por la ciudad, le dio tiempo a pensar en los pasos que debía de dar y como enfrentar una investigación en un entorno salpicado de ambiente etnográfico. Un mal paso podía significar que se le cerraran todas las puertas y que su investigación acabara de manera abrupta. La provincia de Zamora se significaba desde hacía tiempo por la cantidad de grupos de baile y de música que existían. Le dabas una patada a una piedra y salían diez grupos de baile. Movías un árbol y en vez de caer hojas caían dulzaineros, tamborileros o gaiteros. Otra cosa era la calidad, pero eso parecía no importar, erróneamente se media el resurgir del folclore por el número de grupos o músicos y no por la calidad de los mismos, confundiendo lo que era aplicable a la gente en general, a la que no se le podía pedir más, con lo que era exigible a los integrantes de los movimientos que se dedicaban de manera más o menos fidedigna al llamado mundo etnográfico o folclórico.
            Por fin llegó a su destino inicial en la ciudad. En la taberna “La crucifixión del tamborilero”, ironía que no pasó por alto, se sentó cara a cara con la persona que, con su llamada, había desencadenado todos los acontecimientos ocurridos hasta ahora. Con aspecto del norte de Europa y con un nombre a todas luces falso, su interlocutor se presentó como un alto cargo de una “Organización” dedicada a la conservación y difusión del folclore, organizando festivales y encuentros entre un gran número de grupos de toda Europa. Estaba facultado para encomendarle el asunto central de su conversación y dotarle de los medios materiales y financieros que necesitara para su investigación. Siempre y cuando el nombre de “La Organización” quedara al margen y nunca se le pudiera relacionar con los acontecimientos. Su desenvoltura y concisión denotaban que estaba acostumbrado a este tipo de negociaciones y encargos, así que, sin dilación, entraron en materia. El tipo aquel estaba al tanto de las investigaciones relacionadas con el folclore que había llevado a cabo por Tito Freixa. Desde “La Organización” habían estado atentos al resultado de las mismas por cuanto podían llevar a dar con los responsables intelectuales de esas muertes, algo que se había convertido en ineludible para ellos. Según esta persona, el mundo del folclore se encontraba cada vez más nervioso ante la desaparición de grupos y músicos en extrañas circunstancias, lo que podía dar al traste con los objetivos marcados en sus estatutos. Mientras le iba contando todo esto, Tito Freixa iba haciendo una traducción totalmente diferente de los motivos esgrimidos por aquella persona. El, como buen ex policía, estaba al tanto de la existencia de “La Organización”, y más bien pensaba que si ese nerviosismo iba in crescendo y los grupos y músicos se negaban a participar en el engranaje establecido, se acabaría para estas personas con el modo de vida tan placentero que se habían montado. Cosa lógica por otra parte, tontos no eran, y él, en sus mismas circunstancias, posiblemente haría lo mismo. Finalizó su intervención entregándole un informe secreto sobre una supuesta organización, la cual parecía estar detrás de todos los crímenes.
            Después de este encuentro, Tito Freixa se propuso comer algo antes de viajar, le habían puesto un coche de alquiler a su disposición, al lugar donde se había producido la muerte del tamborilero. A la cuatro de la tarde puso rumbo al pueblo de Granadal de Aliste, donde llegó media hora después. La muerte del tamborilero se produjo el día del homenaje a varias personas del pueblo, las cuales habían sido depositarias de la tradición musical del lugar, además de ser transmisoras de ese mismo bagaje a las generaciones posteriores. Para el evento se habían invitado a varios músicos y grupos de la provincia. Entre ellos estaba el tamborilero asesinado. ¿Por qué él en particular y no otro de los muchos que hasta allí llegaron? Buena pregunta. Como era costumbre al iniciar una investigación, se dirigió al bar del pueblo, lugar de encuentro común y donde, entre vaso y vaso, podía preguntar sin ser demasiado expositivo. Tres o cuatro personas estaban en el local. Pidió un café y entabló conversación con la camarera del bar, quien resultó ser también la dueña. Se presentó como periodista de una revista de folclore nacional interesada en dar cobertura al homenaje acaecido y preguntó, sin más. La mujer resultó tener la lengua suelta, además de afilada, y cuando la conversación dio el giro que el andaba buscando, los demás penitentes del bar se unieron en un coro que cantó más que el mismísimo Orfeón Donostiarra.
            Todos estaban de acuerdo en varias cuestiones: el homenaje había resultado un éxito, el tamborilero muerto parecía empeñado en ser el foco de atención con su constante quehacer musical y la gente se dio cuenta al momento de este fenómeno, haciendo hincapié con sus comentarios en lo molesto que llegó a resultar. Desde un primer momento, este personaje dio muestras de una voluntad férrea e inquebrantable de no dejar de tocar ni un segundo. Azuzaba a los demás componentes del grupo del que formaba parte a tocar constantemente, aún cuando toda música necesita de un descanso, tanto para los ejecutantes como para el público. Cuando sus compañeros cesaban de tocar, el seguía con su melodía ajeno a todo y a todos, en una lucha incruenta con el silencio. Un rasgo de su música, que tomó cuerpo desde el primer momento, era lo escaso de su repertorio. Solamente tocaba una melodía, de manera ininterrumpida, haciendo que las notas fueran incrustándose en el cerebro de los allí presentes, sonando machaconamente en su subconsciente, de manera que llegó un momento en que, de manera involuntaria, el público comenzó a canturrear sin una voluntad apreciable, aquella melodía. A Tito Freixa le había pasado alguna vez esa circunstancia con esas canciones de estribillo facilón y música pachanguera que, una vez oídas, permanecen en el recuerdo y uno se encuentra cantándolas en los momentos más inoportunos. Como si fueran la punta de lanza de un mediocre ejército musical en batalla constante contra la calidad. Se le venían a la mente letras como La barbacoa, de Georgie Dann, La bomba, de King Africa, o ya más metidos en la tradición, el Chumbala que chumba chumbala que dale, anfetamínico estribillo nacido de una orgía de fin de semana aderezada con pastillas de todos los colores. Recordaba con especial “cariño” una cancioncilla portuguesa, Cartero en bicicleta, que llegó a provocarle un sentimiento irracional de asesinato de los funcionarios de correos.
            Sus acompañantes seguían dándole a la lengua. Le comentaron que, aun habiendo terminado el festival que había servido de homenaje, el tamborilero siguió tocando en la cena comunitaria que, al aire libre, se celebró posteriormente. Su terquedad y voluntad de convertirse en el hilo musical de la velada, empezó a ser prácticamente inaguantable, haciendo que las conversaciones giraran en dirección a esta circunstancia. La dueña del bar le comentó como había oído sin querer, como solamente oyen los camareros tras la barra del bar, que los componentes de un grupo de baile de la capital, que había participado en el homenaje, coincidieron unas semanas antes con este tamborilero en un seminario de música y danza, y el comportamiento del sujeto en cuestión había sido el mismo. Pensó Tito Freixa que hay veces que uno busca su destino de manera inconsciente, pero obstinada, como este tamborilero. El caso fue que llegó un momento en que el sujeto causante desapareció de repente, dejando al sujeto paciente descansar. Todos pensaron que se había cansado de tocar ante la poca o nula atención que le dispensaba el gentío allí reunido. Pero cual no fue la sorpresa cuando al recoger el entramado del festival, apareció debajo del escenario, con la cabeza descansando en el tambor, a modo de almohada etnográfica, el palo de tocar el tamboril clavado en el pecho y la flauta rota en mil pedazos. Tito Freixa no se extraño de la composición del escenario del crimen, era el esperado. Lo notable del caso era que por segunda vez aparecía el nombre del grupo de baile de la capital en un caso de asesinato ritual etnográfico. Aunque podía ser solamente una coincidencia.
            Siguió la conversación hasta última hora de la tarde, pero ya sin más datos nuevos que aportar, con lo cual cogió el coche de nuevo y salió en dirección a Zamora. Por la mañana se daría una vuelta por la comisaria de policía, donde todavía tenía algún conocido, e intentaría recabar más datos. Ya en Zamora, dejó todos los papeles en el hotel, se duchó y se cambió de ropa, saliendo a cenar. Buscó un restaurante pequeño y poco concurrido y se instaló en una mesa apartada. Antes de irse a dormir decidió dar un paseo por los alrededores del hotel, la noche calmada y apacible invitaba a ello. En un momento de su paseo se le acercó una mujer con la intención evidente de pedirle fuego, sacó el mechero de su bolsillo y se lo acercó al cigarro situado entre los labios pintados de rojo de un rostro con un atractivo evidente. Su mente divagó al instante, lástima que su diferencia de edad lo castrara emocionalmente para iniciar un leve coqueteo. De pronto la mujer se alejo rápidamente, sin darle tiempo a nada más, perdiéndose por una callejuela lateral a la calle donde se encontraba. En el suelo una carpeta dejada allí con la evidente intención de que se apropiara de ella. Le bastó un vistazo para interpretar lo que contenía. Curiosamente, se percató de que estaba a la puerta del local de un grupo de baile que ya le resultaba conocido. ¿Coincidencia?
            Por la mañana se acercó hasta la comisaría de policía. Preguntó por un par de conocidos suyos y con ellos entabló una conversación bidireccional de puesta en común de sus investigaciones, lo cual dejó de manifiesto lo alejado que estaba de la verdad, algo que la lectura de los papeles que la misteriosa mujer le entregó la noche anterior ya denotaba. En la comisaria de Zamora estaban seguros que este tipo de asesinatos formaban parte de una red europea dedicada a la eliminación, por exceso, de los componentes de “La Organización” más insignificantes. Pero era ella misma quien daba la orden de ejecución. Entonces, ¿cómo es posible que un supuesto representante de la misma le hubiera encomendado la investigación extraoficial del crimen de Granadal de Aliste, por su vinculación profesional con asesinatos semejantes? Sus interlocutores estaban convencidos de que la forma de realizar estos asesinatos selectivos, sin que “La Organización” se viera relacionada con los mismos, era hacer sospechoso de los mismos a grupos o músicos nada afines con sus objetivos folclóricos. Como él ya mismo había apuntado, en los investigados en la provincia de Zamora siempre aparecía un grupo de baile, sin que hasta la fecha se hubiera podido probar nada en su contra, es más, su respeto por la tradición más pura y por la forma de hacer de los demás era lo suficientemente comprometido, como para exculparle de los hechos en los que parecían querer involucrarle. La conversación siguió por los mismos derroteros hasta que se despidieron cerca de la hora de comer.
            Así que era eso lo que había estigmatizado toda su carrera profesional. Bajos fondos etnográficos, luchas de poder soterradas, acciones encaminadas a mantener el tinglado que hasta la fecha les había servido de soporte para su “dolce vita”. Y siempre desde la más absoluta impunidad, haciendo derivar las causas y caer las sospechas en elementos ajenos, por propia voluntad, a su manejo. El hecho de que, en su afán de expansión infinita con la entrada de grupos y músicos sin ningún pedigrí, realizando montajes supuestamente tradicionales pero sin ningún atisbo de verdad, había dado lugar a que, en realidad, más pareciera una agencia de vacaciones para sus miembros. Y esto era lo que parecía estar socavando el respeto del resto del mundo tradicional o etnográfico. En su afán corrector de la situación, se habían posicionado en el lado oscuro, aliándose con lo más corrupto de la sociedad y de la política para diseñar un plan que le ponía los pelos de punta, él que estaba acostumbrado a ver y oler lo más abyecto de la sociedad. Debía irse, regresar a casa y pasar página de una vez por todas.
            Nota: en el buzón de su casa encontró una carta de Alejandra. Le comunicaba la muerte en extrañas circunstancias de su marido, el charcutero danzante. Había participado en un festival junto con un grupo de España. El nombre de grupo no podía ser otro, ya le resultaban un poco “turreros”, como ellos mismos denominaban a los elementos pesados en demasía. Al final no le iba a quedar más remedio que encargarse de ellos. ¿Habría sido captado, sin saberlo, por la “la Organización”? ¿Este grupo era el siguiente en la lista y él su ejecutante?

miércoles, 12 de septiembre de 2012

MUERTE DE UN TAMBORILERO (3ª PARTE)


             Se levantó lento de reflejos. Las pocas horas en las que había conseguido conciliar el sueño fueron un reflejo anfetamínico de todo lo leído en la tarde anterior. Fue a la cocina y tomó de un solo trago una gran taza con el café que había sobrado de la noche anterior. A continuación, se dirigió a la nevera y echó un vistazo rápido a las existencias de la misma. Medio paquete de pan de molde y un trozo de queso le convencieron rápidamente sobre la conveniencia de quedarse en casa a comer y no perder tiempo en bajar al bar de costumbre. Se lavó la cara escuetamente y, todavía en pijama, se dirigió al despacho, el cual se estaba convirtiendo en la capilla totémica donde, desde el día anterior, estaba asimilando de nuevo hechos lejanos en su vida, interiorizándolos y poniéndolos en valor, esta vez sin desgarro alguno.
            Tomó el legajo que la tarde anterior había apartado para leerlo en último lugar. Como ya se ha dicho, procedía de la provincia de donde llegó la llamada que lo inició todo. Para él tenía un valor especial ya que fue el caso en el que más cerca estuvo de descubrir la verdad. Una sensación que recorrió todo el caso desde que pisó el pueblo de Hayedo de la Carballeda, en la provincia de Zamora. Era un crimen con una sorpresiva similitud con el crimen de O Boiro. Para empezar, el lugar. Dos pueblos radicados en una sierra pródiga en arbolado siempre verde, prados y huertos por los alrededores y riachuelos en abundancia. Un lugar idílico en plena naturaleza, salvo porque debajo de esa postal natural, de ese idílico discurrir del tiempo, se produjeron hechos horribles que denotaban soterrados enfrentamientos. Eso fue lo que pensó él. La otra similitud entre los dos crímenes procedía de que en este último también el asesinado era un gaitero. Además había aparecido igualmente con el puntero de la gaita clavado en el pecho y el fole rajado hasta su completa destrucción. Parecía que la vida le ponía ante sí una nueva oportunidad de descubrir al culpable, o culpables, con una puesta en escena clavada al primer crimen, solamente que en un lugar con otro nombre y con otros actores.
            Esta vez había sido él quien había solicitado participar en la investigación. Fuera porque su jefe pensaba que podía aportar su experiencia en este tipo de crímenes, sea porque en el fondo le tenía lástima ante los fracasos de los casos anteriores, le autorizó a desplazarse a Zamora y colaborar con la brigada policial encargada del caso. Este último aspecto no fue del agrado de sus colegas zamoranos, quienes lo veían como un intruso en su investigación, además de considerar que existía poca confianza en su trabajo por parte de sus jefes. En cualquier caso, se presentó en Hayedo de la Carballeda un domingo por la mañana, con el fin de tener más acceso a los lugareños a la salida de misa. Se encaminó hacia el bar, donde se celebraba los domingos un baile vermut y esperó su llegada. Sin gran dificultad entabló conversación con el dueño del establecimiento y entre cerveza y cerveza se le fue aflojando algo la lengua, algo que supo aprovechar. Le contó que el crimen se había producido el domingo anterior por la mañana, después de una intensa e inmensa alborada. Le explicó que le llamaban alborada al despertar de los vecinos del pueblo a base de gaita y tambor desde primeras horas de la mañana. Sin embargo esa alborada había sido especial. Los vecinos protestaron por la amplitud del tiempo de la misma, lo repetitivo de las tonadas y la intensidad decibélica de la música. Horas y horas de marcha etnográfica a todo volumen que hizo que, algo que era tradicional y querido desde tiempos inmemoriales, se convirtiera en un martirio difícilmente aceptable. El día anterior, por la noche, había actuado un grupo etnográfico de la capital con un espectáculo de baile y canción que gustó mucho al público asistente, lo que había hecho que la estridencia de la música mañanera soliviantara a los vecinos.
            Se unió al grupo un vecino que le contó que había sorprendido a varios miembros de ese grupo de baile, que se habían quedado a dormir en el pueblo, hablar con cara ceñuda de lo pesado que estaba siendo la alborada, ellos lo denominaban de una manera especial: “vaya turra que nos están dando”, “parecen giorgos”, “deberían acabar en el infierno de los turreros”. Le informó así mismo de que después de estar todo la mañana por el pueblo, a la hora en que se descubrió el crimen del gaitero, todos habían desaparecido todos del pueblo. Cosa que causó sospecha en los vecinos, aunque podía ser solamente una casualidad. Le vino a la mente aquella apreciación que había tenido en el crimen de O Boiro de que tenía toda la pinta de ser un crimen sectario. ¿Y si durante años se había producido un enfrentamiento entre diversa facciones del mundo etnográfico? ¿Entre los que le tenían un respeto reverencial a las tradiciones y quienes solamente tenían una pose por estar de moda dicho mundo? ¿Podía ser que este grupo de Zamora perteneciera a una secta secreta veladora de la pureza de la tradición, que hubiera estado eliminando miembros de los advenedizos sin nivel? Esta explicación podía ser la pista que lo condujera a la verdad que había estado buscando tanto tiempo. La metodología de los asesinatos, la composición de los escenarios y, sobre todo, la forma de quitarles la vida a estos músicos, no podía ser más que lo que su cerebro estaba componiendo, teniendo en cuenta que estos crímenes se produjeron en localidades muy alejadas entre sí. O era un exterminador itinerante o exterminadores locales dependientes de una organización mayor.
            Sin embargo, aunque él consideraba que estaba en el camino correcto, las direcciones policiales de Ourense y Zamora rechazaron de plano el argumento propuesto. Consideraron que las coincidencias entre los crímenes eran eso, coincidencias, y dieron por concluido el caso. Nunca abandonó su idea y la sensación de haber estado en el camino correcto. Pero así es la vida, le destinaron a oficinas y papeleo hasta su jubilación. Ahora, de nuevo se le abrían las puertas para confirmar su hipótesis. Esa llamada podía ser el pistoletazo de salida. Comió un poco de pan con queso, se vistió y salió hacia la estación de autobuses, donde compró un billete para el día siguiente. Destino: Zamora.
            Continuará…

miércoles, 5 de septiembre de 2012

MUERTE DE UN TAMBORILERO (2ª PARTE)


De nuevo en la habitación que tenía preparada como despacho, se puso cómodo. Se preparó un whisky con agua y para estar más concentrado en su quehacer, cerró todas las ventanas, a pesar de ser una tarde calurosa del mes de julio, con el fin de evitar los ruidos procedentes del exterior. Hizo una gran cafetera, que puso a su lado en la mesa, y procedió a continuar con su labor. Cogió el siguiente caso, pero lo apartó hacia un lado. Era el último que quería leer. A fin de cuentas procedía de la misma provincia que la llamada recibida por la mañana. Debía ser su nexo con lo ocurrido nuevamente y que había hecho resurgir su pasado. Su mente se fue distrayendo con los recuerdos que se iban agolpando en la cabeza. El gran revuelo que supusieron estos crímenes en los periódicos locales e incluso el gran eco que levantaron cuando salieron publicados en el periódico El Caso. Tiempos de censura y escasez de noticias que hacían que este tipo de publicaciones perduraran en el tiempo y fueran tema de conversación en bares y colmados y, sobre todo, en el marujerío propio de los portales de vecindad. Ante el camino que llevaban sus pensamientos, tuvo que apartarlos, no sin esfuerzo, y regresar a lo real, a lo que tenía delante de sus narices. Entrevistas, interrogatorios, pruebas, etc, que realmente no sirvieron de mucho. ¿Servirían ahora?
Repasó, no sin cierta desgana, un caso que había ocurrido en la provincia de Huelva un año después del crimen de Villamayor de las Fuentes. En los días anteriores a la fiesta del Rocío, había aparecido muerta en el camino a la aldea una mujer vestida con el traje típico de sevillana. Se determinó que la causa de la muerte fue por estrangulamiento, aunque lo sorpresivo de dicha estrangulación fue que se había producido con las correas de cuero de las castañuelas, que varios testigos afirmaron que eran las que llevaba tocando desde que salió de Utrera. Las castañuelas en sí, se las habían colocado atadas a los bordes de las correas, de forma que aquello parecía un escapulario etnográfico. Una broma macabra de su asesino. Aunque este hecho podía tener cierta similitud con los que él había investigado, resultó todo más sencillo. Fue detenido en la localidad de Chipiona un representante de ropa interior femenina que confesó que había sido el responsable del crimen. La causa del mismo fue la determinación de la mujer a realizar el camino cantando coplillas hechas ex profeso para la ocasión, relatando su romance secreto a los cuatro vientos, después de enterarse de que su amante también lo era de otras cuatro mujeres. Al final, cuernos, la causa más vieja del mundo.
Aparto el legajo con el caso recién leído. La jarra de café estaba ya por la mitad y el whisky era ya el tercero. Con las ventanas cerradas para impedir la entrada de ruido, la temperatura había subido unos cuantos grados y estaba empezando a sudar de lo lindo. Su mente se iba embotando por momentos y tuvo ganas de vomitar. Se levantó al lavabo y se refrescó la cara con agua fría. Se miró al espejo y éste le devolvió un rostro surcado de arrugas, envejecido por los años y las vicisitudes acaecidas. De pronto se acordó de Alejandra, su mujer, así la consideraba él aunque no estaban casados. Le había dejado en plena efervescencia de los casos que de nuevo, muchos años después, estaba leyendo. Su obsesión por aquellos crímenes, su dedicación casi militar a su esclarecimiento, les habían ido alejando poco a poco. Sus largos periodos fuera de casa fueron minando los cimientos de su relación y un día, a la vuelta de uno de ellos, se encontró con la casa vacía. En la mesa del salón solamente una nota de adiós. Así de sencillo. Mientras buscaba criminales, él se había convertido en uno de ellos y había asesinado, bien es cierto que sin querer, su relación. Desde entonces vive solo en el apartamento que compartieron juntos. Años después recibió una carta de un pueblecito de Austria, Taufkirchen, en las cercanías de Salzburgo, comunicándole su enlace con un charcutero. Un hombre bueno, según ella, que se pasaba las horas bailando danzas típicas del lugar vestido con un peto de cuero. Recuerda como sonrió cuando estaba leyendo esto último y su impresión de que tarde o temprano tendría que ir a investigar el crimen del charcutero cuando apareciera muerto colgado de los tirantes del dichoso peto. Pero solamente eran celos, todavía la quería y, aún hoy, la sigue queriendo, aunque no hable jamás de ella con nadie.
La tarde iba declinando y las ventanas cerradas con las persianas bajadas acentuaban dicha sensación. Decidió levantar un par de ellas y entrar otra vez en contacto con la realidad más cercana. Aún así, leyó un par de casos más, deteniéndose con mayor precisión en un crimen que se había producido al final de su carrera en la localidad asturiana de Val de los Oscos. Allí, en un festival folclórico en el que participaban grupos de diversas ciudades españolas, apareció muerto al final del mismo un integrante del grupo anfitrión. El muerto había interpretado el popular baile del corri-corri ataviado con una pandereta tocada con un aparato parecido a un palo corto con el que la golpeaba, llevando el ritmo de la danza. Dicho palo apareció clavado en su pecho, igual que el puntero de la gaita de O Boiro y la dulzaina de Villamayor de las Fuentes, pero además, con la pandereta le habían golpeado la cabeza y se la habían dejado a modo de collarín ortopédico. A raíz del suceso le habían destinado provisionalmente a la comisaría de Oviedo, por su experiencia en este tipo de crímenes, a la vez que desde la Central de Madrid se desplazaba un grupo especial de la Brigada de Crímenes Sectarios ante lo aparatoso del caso, ya que este festival había tenido cobertura televisiva y todos los medios de comunicación se hicieron eco del mismo. Sin embargo el resultado fue el que el previó desde el principio, caso cerrado sin culpables. Solamente quedan en su recuerdo y en los papeles que conservó con tanto celo, hasta ahora no sabía porque, las palabras que le dijo un hombre mayor del pueblo cuando se disponía a abandonarlo en dirección a su casa: -“ahora que es un espíritu y no se cansa, podrá bailar sin tregua el corri-corri toda la eternidad. Es un descanso”. Cuando fue a preguntarle si el descanso era para él o para los vecinos de pueblo, el anciano ya se había dado la vuelta y se alejaba con una rapidez que sus muchos años no anticipaban.
Esa noche tuvo todas las pesadillas del mundo. Aquelarre de sangre en orgía etnográfica. Aún así, tuvo tiempo de dormir lo suficiente para proseguir con lo que tenía programado para el día siguiente.
Continuará…