miércoles, 28 de octubre de 2015

ESCUPIR HACIA ARRIBA ES LA FORMA MÁS ESTÚPIDA DE BAÑARSE

“Me gusta cuando callas porque estás como ausente”. Estos versos de Neruda, algunas veces malinterpretados por ciertos talibanes de la corrección política y de las buenas costumbres, bien se podrían aplicar a ciertos personajes que pululan por la política española y, más concretamente, en el doméstico devenir político de esta ciudad, Zamora, al oeste del oeste, simbolizado en la cabeza visible, a veces, de la oposición municipal. La viajera del Chester provincial, vintage donde los haya, el Chester digo, no la viajera, no termina de ubicar su habitual hacer ante la variedad de frentes, políticos y laborales, que parece ser tiene abiertos.

            Para ejercer mínimamente las labores de oposición en política hay que tener bien claro que aspectos de la vida municipal son susceptibles de controversia y no enlodar a la ciudadanía en asuntos de patio de vecinos que no interesan a nadie o que no aportan nada al acontecer ciudadano. A pesar de su distancia, física y mental, de sus obligaciones municipales, doña Clara, así se llama, pretende dar lustre a su cargo sacando de la chistera mágica cuestiones inverosímiles que no disipan la sensación instalada en los ciudadanos de desapego que tiene con esta ciudad. Esta falta de seguimiento diario de la política municipal o, en su defecto, el deterioro de la información que le surten  los paladines de su grupo municipal, hace que, para la susodicha, escupir hacia arriba sea la forma más estúpida de bañarse.

            El último conejo extraído del sombrero fue la acusación al Alcalde de Zamora de utilizar el Ayuntamiento como sede de Izquierda Unida, partido al que pertenece y con el que concurrió a las elecciones. ¡Nada ni nadie había reparado en esta gran afrenta a la praxis política que tanto disgusto le ha supuesto a doña Clara! En estos poco más de cien días al frente del Ayuntamiento, ni los más sagaces detectives han podido inferir que los militantes de I.U. hayan hecho mudanza de sus enseres de la sede del partido a la Casa de las Panaderas. Que se sepa, ningún periodista avezado en periodismo de investigación, tan de moda en la actualidad, ha detectado o ha conseguido imágenes que confirmen que en sus dependencias se hayan producido ruedas de prensa, comités locales o provinciales o mítines del partido. Pero a doña Clara le parece que sí.

            Pero curiosamente, al mismo tiempo que doña Clara vertía estas acusaciones, que salían publicadas en el periódico local, en el mismo y varias páginas más adelante, salía publicada la noticia de la presentación mitinera, repleta de pompa y circunstancia, de los logros del gobierno del partido al que pertenece doña Clara, el Partido Popular, por parte de la señora Vicepresidenta del Gobierno, en el vestíbulo principal del Congreso de los Diputados, casa de todos los españoles, como punto de arranque a la carrera electoral de la nueva legislatura. ¿Acaso no piensa doña Clara que su partido está haciendo lo mismo apropiándose del Congreso? Y si no es así, ¿por qué acusa a I.U. en esta ciudad? ¿Cuál es la diferencia? ¿Haber perdido el municipio? Por favor, doña Clara, sin acritud, no fastidie, no sea tan intensamente simple.

             El Chester viajero produce vértigos. Como las líneas regulares acumula hijuelas en un escandaloso frenesí. Zamora, Valladolid y… ¿el Senado? ¡Qué tendrá Madrid que tanto seduce! Dice la letra de una canción de Asfalto de hace ya muchos años: “vueltas y más vueltas da el síndrome de la espiral, aunque cambies de dirección solo por el este sale el sol”, pues eso mismo, puerta giratoria tan de moda en política, que con los hilos invisibles mueve a sus particulares polichinelas.

viernes, 16 de octubre de 2015

VUELVO A GRANADA

Fue allá por octubre de 2010 cuando comencé el blog “La noche del Alquimista”, blog nacido de la voluntad de poner por escrito aquellas ideas u opiniones que se iban formando en mi cabeza al albur de cualquier motivo que hiciera saltar el resorte de la manifestación voluntaria e individual, hasta alcanzar algunos de ellos la forma de relatos cortos. No había ningún afán de trascender sino la simple aspiración de poder volver sobre esas narraciones más tarde, releerlas y observar como el paso del tiempo va evolucionando el pensamiento, la forma, la imagen, el conjunto de coordenadas que estructuran un yo, acaso demasiado atormentado. A veces he pensado que, realmente, hace las veces de psicoanalista, lo cual no deja de ser una ventaja, por lo menos en el dinero que me ahorro.

En aquel tiempo, un grupo de amigos habíamos decidido realizar un viaje celebrativo de fin de temporada folclórica, todos éramos en aquel tiempo miembros de la Asociación Etnográfica “Bajo Duero”, de Zamora, y decidimos ir a Granada. Así que así lo hicimos y nos plantamos en la ciudad del Darro y del Genil dispuestos a pasar un gran fin de semana. Todo el relato de lo acontecido en aquella ciudad quedó plasmado en la primera entrada de este blog, la cual titulé: “La pena de ser timado en Granada”, remedando, lo cual no dice mucho en mi favor, la cita de Francisco de Icaza: “Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada”. Un fin de semana pasado por la batidora del cabreo más absoluto ante la falta de respuestas de un ente como el Patronato de la Alhambra y sus trabajadores, los cuales no supieron solucionar el atropello que sufrimos. Pero como digo, acudir a aquella primera entrada y leerla y ella os dará la pauta para entender el porqué de ésta.

Personalmente salí muy defraudado de aquella visita a La Alhambra. Tuve la impresión todo el día de que aquel símbolo del Al Andalus era en la actualidad un simple cajero automático, un facilitador de dinero fresco a una ciudad y a una administración que más parecían unos recaudadores de impuestos. Abarrotado de gente, descuidado en el aspecto cultural, olvidado de la espiritualidad que emana, a pesar de todo, de aquellas paredes y edificios. Todo tan aséptico, tan banal. Simplemente una gran estructura donde lo que menos importa es el visitante, el cual no es más que un número de entrada, un donador del metálico dinero, que hará que haya interés por conservarla mientras vaya siendo rentable. Me temo que en otro caso ya habría allí una gran superficie, eso sí, con sus trabajadores vistiendo a la moda nazarí.

Arribar a la meseta donde se encuentra enclavada La Alhambra es todo un espectáculo…bochornoso. Cual playa de Benidorm en agosto, aquello está abarrotado de una muchedumbre deambulando por la plaza de entrada, unos esperando a entrar, otros en las interminables colas, otros sin saber que hacer. En torno a esta colectividad, se intercalan ciertos personajes, con algunos de los cuales nos topamos nosotros, que viven del monumento, en un ejercicio más propio de la novela picaresca. Bufones, pícaros, videntes, brujas, encantadores, trileros, echadores de cartas, rateros, escribas, clérigos, nobles, caballeros y rufianes, todos viven a costa del atractivo edificio, todos se conocen, pero no se molestan entre ellos: hay para todos.

Pero el motivo de todo esto es que, después de cinco años del viaje, cinco años de La Noche del Alquimista, cinco años de la primera entrada en el blog hablando del desencanto de la visita, aparece en la revista Interviú de la semana pasada un artículo anunciando la imputación de diversos cargos del Patronato de la Alhambra por administración desleal, corrupción en la concesión de contratos a las diversas empresas que allí operan, desvío de fondos, venta masiva y desproporcionada de entradas, etc. Algo que ya barruntamos en aquel viaje, por fin, sale a la luz. Simplemente había que ver aquello con algo de espíritu crítico y no con la conciencia anulada como cuando vamos coleccionando visitas, culturales o no, en nuestros viajes, sin enterarnos de nada de lo ocurre a nuestro alrededor.

         Espero que la justicia funcione de forma correcta y caiga con todo el peso sobre estos siniestros personajes que han sido capaces de llevar a la más extrema vulgaridad un complejo que fue paradigma del refinamiento y el buen gusto en un tiempo escaso de estos atributos, hasta que las huestes del norte, empapadas del fervor religioso de la reconquista, lo avasallaron.

lunes, 12 de octubre de 2015

EL OTOÑO ROBADO

El otoño en Zamora es corto, demasiado corto. El otoño en esta ciudad de extremos se presenta en los colores verdes y amarillos de los trajes que visten los brigadistas, componentes de la fuerza de choque contra la que se topará la incipiente estación. El otoño se presenta con las formas asesinas de motosierras y hachas que, como el acelerante en un incendio, reducen el contenido otoñal a la forma simple de la nada. Aberrante coalición que ejecuta de forma grosera y artificial, en días o, apenas, semanas, lo que la naturaleza ejecuta cual danza multicolor en toda su dimensión trimestral, acomodándonos así, de forma suave y dócil  al crudo invierno venidero como el alpinista se aclimata poco a poco a la dura ascensión que posteriormente realizará. En esta ciudad, en Zamora, no.

Las hojas, cansadas y avejentadas del fulgor primaveral y veraniego, van cambiando su estado, su color, ofreciéndonos su último regalo en forma de paleta pictórica cargada de ocres, de tierras, de naranjas, de amarillos, en una postrera naturaleza que devendrá, en muy poco tiempo, en muerta. Pero a los moradores de esta ciudad al oeste del oeste se nos niega el placer de la melancolía, de la espiritualidad del paseo evocador, del recuerdo alegre o amargo del pasado más reciente o lejano, esa añoranza por la levedad crítica del verano, o simplemente por la nostalgia desatada por ese raro clima que se crea y evapora al andar sin destino entre la lluvia de hojas soliviantadas por la leve brisa que las incomoda en su último suspiro, removiendo a nuestro paso su estancia terrenal con el sosiego y el reposo  de la delicada tranquilidad.

Sin embargo, aquí el otoño está condenado de antemano. Como si su nacimiento estuviera marcado por la desgracia, como si cada año un decreto superior de los hombres pusiera en evidencia su infortunio, es arrasado por la maquinaria infernal del progreso. Ya avanza la atalaya con su infernal ejército desmochando la vida que se niega a perecer. Sin solución, va desvistiendo de su natural ropaje a los que hace escaso tiempo portaban orgullosos su verdosa frondosidad en sus múltiples formatos, dejándolos desvalidos, a la intemperie, exponiendo su esquelética y triste figura a los ojos escrutadores de todos nosotros. Su anoréxica figura nos recuerda nuestro propio desamparo ante la barbaridad artificial de un progreso desbocado que anula toda conciencia natural, que anula toda la belleza que protesta ante el inmenso error que supone ignorar nuestro propio origen.

Poco a poco, la ciudad va quedando despejada de vida, aunque sea una vida otoñal y caduca, como las hojas mortecinas que caen irremisiblemente contra el asfalto avasallador, caja mortuoria que certifica la muerte vital. La ciudad muestra el agrio cemento, el hormigón lacerante que, con su color gris, parece querer decir que no tenemos escapatoria, que ya estamos absorbidos por una forma de vivir de espaldas a la naturaleza y su contemplación. Ahora ya el viento puede ir y venir a su antojo entre las calles desnudas, vacías, solamente ocupadas por figuras que van y vienen sin reparar en el camino, en el viaje, sin dedicar un minuto a contemplar su circunstancia ante tanto vacío. ¿Por qué negarnos la fantasía de imaginar las hojas cayendo como copos de nieve de colores? Aquí, en esta ciudad donde el mismo apestoso invierno nos niega, siquiera, la posibilidad de gozar del espectáculo níveo. Y jugar, sí, como si nos lanzáramos bolas de nieve aventando las hojas amontonadas por el viento en los distintos rincones. ¿Por qué no? ¿Acaso la adustez y la aspereza, tan propias de esta tierra, nos han robado las ganas de ser niños, de disfrutar de la normalidad?

Pero sigue avanzando el brazo ejecutor del otoño por el callejero. Una vez finalizada su tarea la ciudad estará preparada para su servil destino. Sin ninguna protección, nada impedirá que sobre nosotros se instale de nuevo el hongo nuclear de la niebla. Esa cúpula que nos aísla del mundo, que nos vuelve invisibles ante el resto de la humanidad, que, a pesar de que nosotros pensemos que nos protege, simplemente nos anula, nos difumina como territorio. En Zamora se dice que el invierno dura ocho meses, pero no es verdad, simplemente nos negamos a vivir una estación, el otoño, borrando sus señales, como si ellas nos recordaran algo que no debemos recordar. Las pocas hojas que consiguen llegar al suelo son barridas con prontitud acelerada, como si la brigada estuviera siempre vigilante. ¿Por qué pretender que en otoño los jardines luzcan la pulcritud aséptica, esterilizada, más propios de esas urbanizaciones burguesas de extrarradio, “de las casitas del barrio alto, todas hechas con recipol”?

           El otoño en Zamora es corto, demasiado corto. Aquí no caen las hojas, sino que suicidan las ramas mismas.