miércoles, 28 de septiembre de 2011

TRILOGIA INFANTIL: LA ROCA INCLINADA

Dentro del constante deambular que nuestra infancia nos marcaba, llegamos a la roca inclinada. Fue el resultado lógico de nuestra afición a los descubrimientos. Una vez asentados en la isla, necesitábamos nuevos retos que conseguir y decidimos ir más allá en el territorio. Esta vez deseábamos alcanzar las cumbres que desde la isla veíamos en lo alto y que cierran el bosque de Valorio por sus laterales. Así que allí nos encaminamos.
            La roca inclinada no es más que lo que su propio nombre indica, un peñasco enorme, como un rectángulo puesto de pie, plano en su cumbre, inclinado peligrosamente sobre la ladera que da a la zona de la alamedilla, pero independiente del resto. Se ve desde todos los rincones y, más que un refugio, era como una atalaya desde la cual divisar todo el horizonte y el ir y venir de la gente. Además no era preciso escalar para encaramarse en lo alto porque desde uno de los laterales del terraplén contiguo, con un simple saltito, se podía llegar. Eso sí, con un pequeño tropiezo, tenías muchas posibilidades de caer por el otro lado. Y ahí sí que había metros de sobra para hacerse uno bastante daño.
Aunque descubríamos los nuevos territorios como verdaderos exploradores, la toma de posesión de esta roca, más se asemejó en este caso a la toma de un castillo por un ejército armado de ilusiones. Nos convertimos en los nuevos señores y, desde nuestro feudo, extendíamos nuestro poder sobre las nuevas tierras bajo su dominio. Habíamos llegado más lejos y nos convertimos en los defensores de la nueva frontera. Tierra, que en nuestra imaginación desbocada, estaba llena de escaramuzas y en permanente vigilancia ante posibles conquistadores.
Como los castillos importantes, nosotros también teníamos nuestro pueblo al que defender de los invasores de más allá. (Siempre de más allá, como nos enseñaban en la escuela. Educación de tintes épicos y falsa realidad histórica de aquel tiempo). En el fondo del valle, pasado el puente de la vía férrea, está un antiguo restaurante, hoy sin funcionamiento y en ruinas, pero que en aquel tiempo era muy frecuentado. Desde nuestra posición vigilábamos su devenir cotidiano, sin saber ellos que más arriba sus defensores estaban alertas para que nada interrumpiera su quehacer.     
 Tenía en sus instalaciones un circuito de motocrós en el cual se disputaban carreras los domingos, y que en su parte cimera lindaba con nuestra roca. Era el único momento en el que dejábamos profanar nuestra casa. A fin de cuentas, nadie sabría interpretar lo que suponía aquella especie de monolito.
 Tardes de verano encaramados a la roca hablando de nuestras cosas y comiendo el bocadillo, siempre más pan que chocolate, como ya sabéis, haciendo alguna incursión hasta el arroyo para proveernos de agua. Como la isla, aquella roca no tendría más de dos por dos, y allí tres o cuatro personas son muchas. Así que imaginaros la escena de tres o cuatro muchachos moviéndose a cámara lenta, por miedo a caer. Así nos veía la gente desde la carretera que va al Cristo de Valderrey preguntándose qué demonios hacían allí esos niños. A diferencia de la isla, a la que íbamos por los senderos del bosque, a la roca inclinada también se podía ir por el camino que salía a la derecha de los antiguos gallineros. Así teníamos dos caminos de llegada, pero también, por si acaso, de salida (seguíamos teniendo de postre melón o sandía prestados por nuestros súbditos).
Ahora todo ha cambiado. La gran invasora, que es la construcción incivilizada, ha cercado nuestro dominio por su lado norte, construyendo sus nuevos castillos de poder y dejándolo sin su aurea de dominador del entorno, convirtiéndose en los nuevos señores. Todo se ha vulgarizado con la vida cotidiana de los nuevos amos, incapaces de dotar a su entorno de la magia y la ilusión con la que nuestras mentes infantiles llenaron ese rincón. Incapaces de ver más allá de la inmediatez de los objetos y sin saber que hubo un tiempo en que una roca no fue una roca, sino un castillo. Que una lagartija no fue una lagartija, sino un dragón. Y que unos niños no fueron simplemente unos niños, sino guardianes de la imaginación y la fantasía, que los convirtió por un tiempo en caballeros andantes.      

miércoles, 21 de septiembre de 2011

RECUERDOS INFANTILES: LA ISLA

Ahora que ya peinamos algunas canas y que contamos batallitas como abuelos. Ahora que los jóvenes, a diferencia de nosotros, están pegados al ordenador viviendo, en cierto modo, una realidad virtual, sin el cara a cara con el otro, lo que obliga a dialogar y ceder para llegar al compromiso final. Ahora que los años empiezan a pesar más que los kilos. Es ahora cuando me vienen a la memoria recuerdos de una infancia feliz, llena de juegos y aventuras, en la misma y a la vez tan distinta ciudad que habitamos. En otro tiempo que parece ya tan lejano y en una sociedad que parece que nunca hubiéramos vivido.
Nuestro lugar era la calle. Éramos niños de calle. No había ordenadores en las casas y en la mayoría ni siquiera había televisión. La ciudad era nuestro campo de experimentación y los que vivíamos en la periferia de la misma, gozábamos de la posibilidad de realizar viajes inimaginables hacia los campos y horizontes puestos a nuestra disposición. En aquellos veranos secos, amarillos y bajo un sol abrasador, salíamos en expedición, desde el barrio de San José Obrero hacia el Bosque de Valorio, cuando éste aun hacía honor a su nombre. No como en la actualidad, que es algo cotidiano y cercano, como un parque urbano más. En aquel tiempo llegar hasta él era todo un viaje y más para chavales de pocos años. Como los grandes exploradores que habíamos visto en los libros que, de vez en cuando nos regalaban, íbamos descubriendo nuevos territorios y tomando posesión de los mismos como pequeños Pizarros u Orellanas.
Fue así, derribando las fronteras imaginarias de nuestra corta edad, con las ganas de ir cada vez más allá, como descubrimos nuestra isla. En realidad no era una isla pero para nosotros, en nuestro mundo de fantasía viajera, lo era. Un pedazo de tierra entre dos bifurcaciones del arroyo, pegada a uno de los pilares del puente de la vía del ferrocarril que va a Galicia. Todavía existe, pero nadie que pasee por sus inmediaciones puede imaginar lo que aquel pedazo de tierra significó para nosotros.
Allí pasábamos las tardes de verano y discutíamos nuevos planes de exploración. Merendábamos el bocadillo de más pan que chocolate, porque de jamón nada, el cual aderezábamos, cuando había, con moras como postre. O con alguna sandía o melón que cogíamos “prestados” de las huertas que había por la carretera de La Hiniesta. No llevábamos agua porque, en nuestra inocencia infantil, bebíamos del arroyo que creíamos limpio. Realizábamos incursiones por los territorios adyacentes y como principiantes del ecologismo, haciendo honor a Félix Rodríguez de la Fuente, intentábamos descubrir nuevas plantas y animales, a los que les poníamos nombres que nos inventábamos. Bien es verdad que muchas veces más que conservar  lo que hacíamos era destruir, pero este pequeño pecado no creo que tuviera mucha influencia en el devenir histórico del bosque. Al mismo tiempo, en la aventura, nos probábamos, no conocíamos a nosotros mismos y eso nos hacía ir creciendo.
Y así, como pequeños robinsones, organizábamos nuestro tiempo en aquel pequeño territorio de dos por dos. De vez en cuando, algunos despistados paseantes osaban llegar hasta nuestro refugio y con mirada benevolente creían ver nuestros juegos sin darse cuenta que éramos nosotros los que de verdad los veíamos a ellos y su realidad, sin que ellos fueran conscientes de lo que de verdad había en la nuestra. Pero a pesar de todo, nos las ingeniábamos para que los matorrales y zarzas que crecían en la ribera fueran tapando poco a poco los laterales de la isla y al final la tuviéramos prácticamente fortificada y a salvo de invasores no invitados.
Al final de la tarde, ya oscureciendo, le decíamos adiós al sol y la luna, como nueva compañera, protegía nuestro camino de vuelta hacia la ciudad cansados, algo sucios, pero satisfechos. Teníamos un lugar en el mundo y era nuestro. Un lugar en el que no nos hubieran hecho falta ni consolas ni videojuegos, sino solamente con nuestra imaginación sin límites, creábamos cualquier mundo y lo vivíamos. Por la noche caíamos en la cama exhaustos y con el sueño entrando por la puerta soñábamos adónde nos llevarían las nuevas aventuras que, sin duda, nos esperaban al día siguiente en nuestro pequeño mundo: nuestra isla.  

miércoles, 14 de septiembre de 2011

LOS MERCADOS COMO TERRORISMO FINANCIERO

Mercado de divisas. Mercado de valores bursátiles. Mercado de futuros. No existen mercados de sonrisas, de caricias, de emociones. Supongo que con este tipo de cosas no se gana dinero y por tanto la gran estructura financiera mundial no lo considera necesario para sus intereses.
Es curioso, pero para cada actividad financiera que se nos pueda ocurrir, existe un lugar donde mercadear con ella. En el sistema económico capitalista en el cual estamos inmersos, siempre hemos oído decir que hay que dejar a los mercados que se regulen solos. Esto quiere decir que el estado no ponga límites a su funcionamiento.  Normalmente este tipo de comentarios viene siempre de la parte favorecida por los mismos, es decir los empresarios, o por la parte política que los sustenta, y por tanto el grueso de la población sufre los vaivenes de dichos mercados sin ni tan siquiera con el derecho a participar con su opinión.
Siempre me ha producido cierta inquietud el mercado de futuros. Ya no se conforman con mercadear con lo suyo y, casi siempre, con lo de los demás, sino que, además, mercadean con posibilidades a largo plazo, que en un futuro pueden estar muy lejos de su confirmación. Este tipo de mercados es una de las mayores perversiones financieras que el mundo económico ha creado. Si compro trigo a largo plazo pensando que el precio va a subir previendo un desabastecimiento y luego los indicadores van mostrando que no se va a producir dicha situación, ¿no estaré tentado a influir para que los parámetros me sean favorables? Una acumulación en años anteriores para que la escasez de trigo se produzca e incluso una guerra local puede hacer que los bolsillos de los mangantes, perdón magnates, se llenen como tenían previsto. Pero, ¿quién lo sufre? La población que tendrá que pagar más por el precio del pan. Y esto se está consintiendo por parte de los gobiernos de los países englobados dentro del gran sistema capitalista.
Otro caso es el de las Bolsas. Un lugar idóneo para hacer las prácticas de psiquiatría aplicada. Se quema en Australia la empresa de maderas McDonald, y bajan las acciones de Perfumerías San Telmo en España. Nadie entiende la ligazón, pero no os preocupéis, cuando suban al día siguiente estas últimas, alguien, que no seremos nosotros, habrá ganado mucho dinero.    
Pero, ¿quién está, realmente, detrás de los mercados? Porque solos no se mueven. Si lo que prima es el beneficio, alguien los debe de mover para poder llevárselo. Ahora estamos asistiendo a una especia de guerra entre los países y los mercados. Estos últimos atacan a los primeros poniendo en peligro sus economías y su crecimiento futuro. Se da la paradoja de que los mercados atacan un día, haciendo bajar las Bolsas y subiendo las primas de riesgos, y al día siguiente los periódicos nos dicen que los mercados aflojan su presión y que la situación se normaliza. ¿Cómo puede ser que los mercados varíen su actuación tan radicalmente, cuando va en función de la situación financiera de un país, que de un día a otro no cambia?
Asistimos perplejos a la impotencia de las autoridades políticas para revertir la situación, cuando han sido ellos quienes han creado el sistema financiero que ha favorecido el crecimiento incontrolado de este tipo de terrorismo económico en contra de la población. En vez de favorecer medidas para la recuperación económica, se adoptan medidas de austeridad para complacer a los mercados, dando así carta de naturaleza a la actuación desestabilizadora de los especuladores financieros. Si el hombre y la mujer son los únicos animales que tropiezan dos veces en la misma piedra, los que componen los gobiernos de turno deben ser los más tontos entre los escogidos y van tropezando una y otra vez con los grandes peñascos que el libertinaje de los mercados van poniendo en el camino económico del mundo occidental.
Se impone un control riguroso de estos mercados, que tan dañinos están siendo para la gente común. Los gobiernos tienen el deber de controlar estas actividades financieras y exigir responsabilidades, civiles y penales, a los autores de esta debacle financiera que solamente hace que obtengan más beneficios, cargando todo el peso del sacrificio en los trabajadores y llevando a los países a ruina económica.   

miércoles, 7 de septiembre de 2011

NUNCA EL TIEMPO ES PERDIDO


Todo llega en esta vida y, por suerte, las vacaciones también. Así que aquí me veis aclimatándome al nuevo escenario. Cosa nada difícil de hacer, por cierto. He entrado en un estado de laxitud que me impide hacer las cosas rutinarias que venía haciendo a lo largo del año. Y entre estas se encuentra el blog. ¿De qué hablar? Todo ha quedado como en suspenso y a las cosas importantes, que lo siguen siendo, y que merecerían un comentario, les he puesto la etiqueta de “más adelante”. Ahora que el tiempo se me ralentiza sin proponérmelo, o al menos es la sensación que tengo, podríamos hablar de él. En esta situación uno se hace espectador de la vida cotidiana de los demás. Asiste perplejo a sus prisas, a su ir de acá para allá en sus quehaceres cotidianos en lucha contrarreloj con el día que se escapa y teniendo siempre la sensación de que, precisamente falta tiempo. Como cantaba Asfalto, el tiempo es el gran verdugo de la humanidad. Su cruel enemigo. O acaso no, y simplemente no lo gestionamos bien.

Paseando por la ciudad, uno se da cuenta de hasta qué punto el tiempo es una obsesión. Y sobre todo los tiempos de espera. Solamente hace falta pararse cerca de un semáforo para comprobarlo. ¿Cuánto tarda un semáforo en ponerse en verde? No lo he medido pero no creo que sea mucho tiempo. Pero para algunas personas, da la impresión de que ese tiempo es vital. Personas que vienen paseando a ritmo lento, hablando con sus acompañantes, van alterando sus biorritmos según se acercan al cruce semafórico. En ese momento pueden tomar dos actitudes: si el semáforo tiene contador de segundos y le quedan pocos, se lanzan en una carrera frenética a cruzar la calle, aunque no les dé tiempo a llegar a la otra acera antes de que cambie a rojo. La otra actitud es más audaz. Independiente de cómo este el color del semáforo, cruzan la calle entre el paso de coches con preferencia, dando a entender que la prohibición de pasar en ese momento solamente está puesta para obstaculizar su quehacer diario y retrasar su ritmo. En el primer caso, además, se observa algo peculiar: el que viene paseando y cruza a destiempo y corriendo, como si llevara prisa, al llegar a la otra acera sigue paseando a paso lento. Ya no importa el tiempo. Importaba el que se supone iba a perder esperando a cruzar. Pero en los dos casos, ¿cuánto tiempo han ganado? ¿Su vida así se alarga? Creo que así lo que podrán conseguir es acortarla cuando se los lleve un coche por delante. Pero…

Otro de los lugares donde se aprecia esta circunstancia es en los ascensores. Hay algunas personas para las que el ascensor es un enemigo con el que siempre se está en permanente conflicto y al que hay que superar como sea. En el edificio donde trabajo, he llegado a ver cómo, si la persona que entra por la puerta principal cree que el ascensor está con las puertas abiertas en la planta baja, se lanza en carrera infernal dando avisos a voz en grito a la persona que ellos creen que ya está  dentro, para que pare las puertas y pueda llegar a cogerlo. En algunos casos al llegar al ascensor, éste ha llegado a pillar entre las puertas al/la velocista provocando situaciones, cuando menos curiosas. Teniendo en cuenta que hay cuatro ascensores, ¿qué tiempo ha ganado al tiempo? Otras veces, cuando llegan a la planta baja, presionan los botones de los cuatro ascensores, aún cuando saben de sobra que dos de ellos van a las plantas impares y los otros dos a las plantas pares. En este caso dos de los ascensores no le sirven y tendrán que subir o bajar un piso para llegar a su lugar de trabajo. Lo comido por lo servido.

Parece que nuestra forma de vida es ir corriendo a todos los sitios. Intentando un irreal que es ganarle tiempo al mismo tiempo. No se dan cuenta que el tiempo nunca se pierde, siempre se puede aprovechar en otro quehacer que aquel para el que lo teníamos destinado. Mientras esperas en un semáforo o esperas a un ascensor siempre podrás conversar con el de al lado. Pero puede que este sea el problema. Corremos para no tenernos que parar con nadie, convirtiéndonos en seres verdaderamente asociales, sin salirnos de nuestro gueto.

En fin, como estáis viendo, al que le sobra tiempo es a mí. Lo dejo fluir con lentitud y elegancia, ya que lo más bonito del mundo es regalar tiempo o perderlo conscientemente. Nada tiene más valor por finito. Vivan las vacaciones.