jueves, 19 de junio de 2014

EL HOMBRE QUE NO QUISO DOS HORAS Y MEDIA PERO ABURRIÓ EN UNA

Cabalgan a menudo a lomos de un caballo desbocado llamado tiempo desprovisto de toda mesura y cordura, botando y rebrincando de forma estrepitosa y solamente asidos por apenas unas bridas de intención mal disimulada. Cual rodeo de mesiánicas apariencias, son expulsados de su seno una y otra vez y una y otra vez vuelven a subirse sobre su grupa magullados sobre llovido y encallecida su piel de tanto contratiempo. Bareman su duración en función de sus expectativas y añaden sin querer, o queriendo, nuevos postulados a las leyes que lo sustentan, convirtiéndose de facto en físicos de mesetaria condición. Aquí, en esta tierra de ostracismo, donde dicho tiempo se ralentiza y desaparece en el agujero negro del endogámico olvido en el que pretenden reinar.

Pero, acaso, no entienden que la duración real del tiempo no es más que un espejismo. Es el interlocutor, o los interlocutores, quienes dan la medida del tiempo que se les presenta, de la eventual representación de lo propio y su proyección ante los receptores de su interlocución. Porque nada es demasiado largo o demasiado corto en función de la supuesta temporalidad lineal que lo cobija, de la supuesta catalogación inicial por su parte, sino sobre la capacidad de provocar en los demás la emocionalidad que dicho tiempo conlleva, de su carga de contenidos, de su densidad, capaz de sustituir la medida rígida del devenir circular de su proyecto en un caleidoscopio de sensaciones que amasen y rompan las reglas establecidas de la durabilidad.

Es ahí, en ese momento, cuando el espectador se convierte en el único juez legitimado para decidir la duración sensorial de lo mostrado. Porque nada ni nadie, a priori, es concreto. Porque cinco horas no son largas cuando hubiéramos pasado el doble con Mario. Porque nueve semanas y media no son largas cuando hubiéramos pasado el doble con esas interminables piernas de sedosa provocación. Porque no se entiende la esencia en frascos pequeños, sino la tenencia de esa esencia ya que el continente, por pequeño que sea, no hace elixir a lo que en esencia es vulgar por definición. Y porque el verdadero valor está en el flujo simétrico, en la ida y en la vuelta entre la proposición y la reacción, en la interacción entre los dos tiempos: el que proponemos a los demás y el que sienten los demás ante nuestra proyección temporal.

Porque esa muestra temporal que, tú en concreto, visualizas ante el espectador, y que consideras nueva, puede envejecer alarmantemente ante la inocuidad de lo que acontece. Porque esa muestra temporal, sin el ropaje adecuado, sin la representación envolvente que lo enriquece, puede ser tan directa que, como el bullir intenso de la efervescencia fugaz que comienza y termina en si misma, desaparezca sin dejar el menor rastro de recuerdo en los destinatarios de tu intención; quizás porque su arterioesclerotizada rutina como espectadores impida cualquier otra proposición, nutriéndoos mutuamente en la rigidez decadente del inmovilismo ancestral.

Por eso es necesaria, casi exigible, la aceptación de cualquier tiempo como medida, como ajustado envoltorio de la creación y presentación ante los demás. Porque al igual que en un cuerpo esférico a veces la línea recta no es el camino más recto cuando iniciamos el viaje, es preferible curvar el camino, la propuesta,  para llegar antes y con mayor poso posicionando nuevos conceptos ante algo ya evidente y anciano.

           Porque dos horas y media pueden ser mucho, quizás, pero un hora puede serlo también, sobre todo cuando no se tiene mucho que decir. O lo que se dice es lo mismo de siempre.