miércoles, 29 de febrero de 2012

CUATRO COLORES: ROJO


¿Por qué, color rojo, me haces creer, en mi locura febril por ti, que eres el portavoz que de manera insistente y unidireccional, relata el hilo argumental que cose y da sentido a todos mis deseos, cuando es ya imposible remendar este desgastado corazón? ¿Por qué desde hace ya tanto tiempo, quizás demasiado, formas de manera fantasmagórica un triángulo emocional con todos mis anhelos, vértice notarial de todos mis fracasos?
En mis sueños imposibles, te imagino todas las mañanas, reina roja, venir por las colinas y los valles, montada a caballo, cual limusina, a despertarme y por fin afirmar que te quedas a mi lado. Que ya nunca serás un sueño. Si quieres llévame a encontrar, de nuevo y para siempre, el color rojo que vistes y representas, ese color que solamente he visto y ha sido mío mientras duermo y sueño, también despierto. En este universo de deseo en el que duelen las pérdidas continuas, ayúdame a apagar, con tu amor, los rescoldos todavía encendidos que llagan la piel interior del amor. Pues lo perdido y olvidado se convierte en luminoso y cruel ante la inminencia de su desaparición representado en tu dulce rechazo, sumando final de todas las ausencias, incluso la tuya.
Ahora no veo más forma de tenerte que en escrito. Te convierto en hoja y tinta, y sobre todo en el significado de todas las palabras puestas al servicio de mi deseo. Ahora ya no eres ni cuerpo ni medidas, dejas de ser para vivir en el papel que tengo ante mis ojos. En un párrafo, en una línea, en una palabra con nombre de mujer que mis labios sellados no osarán pronunciar. Porque puse mis manos en tu rostro y quedaron llenas de amor, que yo creí para siempre. Sin embargo ahora es el olvido quien las acaricia.
Desde esta tierra llana, implacable e infinita, simplemente soy un castillete con todos sus hierros oxidados, demolido y desvencijado, único testigo de una vida convertida en mina con todas sus vetas agotadas y allí, inmóvil, alcanzo a ver en las sombras el crepúsculo convertido en llamaradas rojas que se van ocultando buscando nuevos yacimientos más prósperos y productivos. Ya solo las alimañas del campo visitan la oquedad que ha quedado en la tierra como único testigo de lo que fue y ya no es. Se cierran los ojos sobre la noche oscura del tiempo y los alambres y espinos que cercan la vida se hacen más tupidos e impenetrables.
Quizá tuviera razón aquella joven aprendiz de bruja, que en tiempos remotos, antes de que conociera lo que era el amor, vaticinó sobre mí la soledad como compañera permanente, que solamente se quedaría al margen para volver más pronto que tarde, en los cortos periodos en que el amor me diera una tregua. Vaticinio surgido del odio por el rechazo pero que se ha convertido en certero presagio. Aunque nunca lo sepa arrojó sobre mí, sin yo saberlo, el halo negro de la desesperanza cubriendo mi cuerpo con el ropaje del predicador condenado a buscar en el desierto extremo de la desesperanza, lugar donde se entrecruzan tormentas de residuos de amores incumplidos y amores no nacidos.
¿Por qué no te atreves a que tú y yo, nazcamos para el amor? Surgir de nuevo de la gran vagina sentimental del deseo y ser ungidos con la sangre roja del recién nacido y que tu color nos acompañe y proteja durante toda la vida. Durante el resto de lo que nos queda de vida. Demasiadas veces alguien ha muerto en mí, yo mismo en cada fracaso, y por eso es hora de alejar la muerte del jardín del amor, sin óbitos programados de antemano en la sala de máquinas que rige el destino de nuestras vidas, que yo creí tan cercanas un día. De esta manera la soledad quedaría por fin habitada y dejaría de ser y los eclipses en rojo serían en adelante testigos del cambio de mi suerte y fortuna al encontrar en ti un tesoro de turmalinas y espinelas.
Hagamos caso al poeta Kavafis y si el futuro ha de ser un pasado repetido, merecería la pena, por vivido, vivirlo junto a ti.
A ti, que empezaste a teñir de rojo el amarillo antes de que yo lo supiera e hiciste, sin saberlo, que nunca dejara de creer.              

miércoles, 22 de febrero de 2012

CUATRO COLORES: AMARILLO


            ¿Por dónde empezar? Recordar es volver a vivir y yo no sé si quiero hacerlo. Sí, quiero hacerlo. Tengo que continuar el recorrido trazado por este arco iris amputado, aunque me asalte esa nostalgia tan abrumadora que solamente ofrece respuestas que traen más preguntas. Constante de una fórmula magistral que no vislumbra resultado, tendiendo siempre al infinito. No han pasado muchos años, pero ya amarillean en la memoria los recuerdos compartidos. Se agostan como los campos de esta tierra en verano, convirtiéndose en infinito secarral de emociones y sentimientos, a la que, desde los orígenes atávicos de tu pueblo, acudiste siguiendo la estela de un amor incierto. Nunca sabré si fuimos como los protagonistas de “Fuego en el cuerpo” o los protagonistas de “A contrarreloj”. Quizás solamente fuimos secundarios.
            Apareciste en una vida que tenía treinta y tres años ya pasados y en Semana Santa. Cruel coincidencia. En vez de dedicarte a divertirte con el ambiente que esta ciudad acoge durante esas fechas, tomaste para ti el papel de María Magdalena y uniste tu destino al mío, inconsciente de que, en ese momento, aquel encuentro tenía fecha de caducidad, destino de una crucifixión cronológica. Aún así lo hiciste y, como en un plagio de la gran obra del mundo, conseguimos resucitar a tiempo de prolongar nuestra pequeña historia y hacerla continuar a través del horizonte que apenas se vislumbraba. Y volví a sentir sobre mis labios el sabor salobre del mar. Un mar reconocible, por cuanto era el mismo de mis años de juventud, pero con otro paisaje y otra mirada, ya que yo ya no era el mismo.
            Vivimos deprisa. Loca carrera de idas y venidas luchando contra la distancia y tomando decisiones por el camino. Puente aéreo siempre abierto para un inesperado viaje de encuentro. Tiempo de descubrimientos compartidos y enseñanzas mutuas de lo desconocido. Nos fuimos haciendo durante el trayecto, que no deja de ser una forma de crecer juntos, y a cada paso en falso oponíamos la fuerza de la voluntad más férrea, sumandos de dos voluntades empeñadas en hacer valer la decisión tomada. Hicimos desaparecer el escalón físico y mental que existe entre la meseta, esta tierra que quiero pero que me mata, y tu tierra de montañas junto al mar. Fusión de amores que encaran la madurez y aportan conjuntamente aromas y texturas consolidadas al plato de una vida en común.
            Pero de que me puedo extrañar. Después de tanto tiempo en la vía apartadero de la estación del tiempo, llegaste a mí como una legendaria diosa de la mitología escandinava con tu figura rotunda, tus cabellos rubios y tus ojos azules. Sumiendo en el caos mi, hasta entonces, cosmogónica visión cristiana, de valle de lágrimas, en la que en esta tierra central y conservadora, fuimos educados. Torrente de fortaleza y vitalidad inacabable en el que me dejaba llevar con la seguridad de que aunque las aguas fueran turbulentas, siempre estaríamos a flote. Me enseñaste a conocer el mundo, aquel que existe más allá de uno mismo, tanto física como mentalmente, y a no rehuir ningún destino.
            Para nosotros todos los días por venir estaban intactos. Cada mañana nos levantábamos con la intención de descubrir y experimentar algo nuevo. Melodía en rápido allegretto sostenido, que a cada paso iba in crescendo sin darnos cuenta de que la altura podía hacer más amarga la caída. Pero ¿quién podía pensar en eso? Al final nos fuimos convirtiendo en compañeros relacionales participativos, pero escépticos sobre su futuro. Sin darnos cuenta nos fuimos cayendo por las simas del desencuentro agarrados de la mano. Y para mí eso es importante. Hasta el final fuimos compartiendo quehaceres, y en vez de amor, desamor, que es otra forma de amar al contrario. Solamente sé que fui feliz y ahora, en el descenso vertiginoso hacia el ocaso, me siento como Gloria Swanson, en la película de Billy Wilder “El crespúsculo de los dioses”, quien, incapaz de aceptar que sus días de gloria pasaron, sueña con un retorno triunfante a la gran pantalla. Aunque en este caso recordando, no añorando, aquellas películas, llámalo vidas o amores, en las que tuve un papel principal, repasando escenas y diálogos. Sin embargo, la conclusión siempre es la misma: fue la mejor película que entre los dos pudimos representar. Y por supuesto, siempre nos quedará El Iruña.
A I.

miércoles, 15 de febrero de 2012

CUATRO COLORES: AZUL


Neutral, así te recuerdo. No dejando traslucir ninguna emoción hacia el exterior. Con ese aura, para mí siempre azul, pura y primaria, pero algo fría, que me empeñé en suavizar y convertir en calor. Choque de dos culturas o dos maneras de entender la vida, tú tan centroeuropea, racional y cartesiana, acaso la educación de tus primeros años allá lejos, y yo tan mediterráneo y lúdico, intentando exprimir la juventud que se me iba retirando de la vida, viviéndola intensamente y anteponiendo el valor emocional que todos los actos tienen, hasta los más mundanos. Y así fue nuestro encuentro.
En ese bar que era como nuestra segunda casa. Nada de arrebatos de amor, que tú no te los permitirías nunca, sino poco a poco, dejándome acercar al ritmo que tú marcabas y valorando en cada paso lo acertado de tus acciones. Caleidoscopio de miradas cruzadas a través de los espejos, que en realidad se convertían en segundas y terceras miradas, como si cada una de ellas se reflejara por mil en los ojos del otro. Y así fui venciendo tu sensatez y razón, ya que no eras libre. Pero, ya en ese momento, yo tampoco lo era. Mi vida se había encadenado a ti y a través de los espejos, como Lewis Carroll, había descubierto un mundo de vida y color al que no estaba dispuesto a renunciar.
Y por fin nos amamos, dejando de ser unos modernos Abelardo y Eloísa con su amor secreto y eterno. Un tiempo de vida recorrido a gran velocidad. Tú agua y yo aceite en continúa batalla fundente. Nuestra relación se convirtió en una gran batidora donde cada día nos mezclábamos en movimiento continuo circular, intentando contrarrestar la natural fuerza centrífuga, que a cada paso nos ponía a prueba, con un ilusionante deseo de convivencia en común. Como dos grandes alquimistas, conseguimos fundir en una las moléculas de nuestras distintas densidades. Tiempo de complementación en el que las palabras de uno de los dos llenaban los silencios del otro. Tú me enseñaste a definir mis colores y aprendí a ser más metódico y reflexivo contigo, dejando atrás parte del país de nunca jamás. A cambio, tú te fuiste haciendo un poco más sureña. Aunque, es verdad, solamente cuando estabas a mi lado. Nadie nos podrá negar que este amor fuera trabajado, de principio a fin, con el corazón.
Y así fuimos recorriendo la Ruta 66 de nuestra relación. Carretera de dos carriles de una única dirección, separados por una línea discontinúa que nos permitía traspasarla en cualquier sentido, pero que nunca desapareció. Siempre con el miedo a que, en cualquier momento, se nos presentara un cartel con la señal de desvío y que uno de nosotros, oyendo la llamada telúrica de su original forma de ser, dirigiera su carril por otros cuerpos y mundos sentimentales. Pero fuimos felices, o eso espero, en esa lucha constante, batalla incruenta sin vencedores y vencidos, por intentar llegar lo más lejos posible. Nunca pensamos, en eso estábamos de acuerdo, que, a priori, los amores fueran para siempre. Ese amor está sobrevalorado. Y por eso nunca nos sentimos distintos de los demás, al contrario, los distintos para nosotros eran ellos.
Y ahora es cuando me asaltan los recuerdos de cómo nuestra historia empezó y cómo llegó a su fin. Supongo que la obsolescencia programada de nuestro amor acabó con él. Quizás tengan razón los que dicen que los amores que duran son los que sus corazones son semejantes. Pero se pierden la lucha de hacer posible lo improbable. El hecho de sentirse vivo, como nos sentimos nosotros, mientras intensamente lo intentábamos. Nadie nos podrá quitar lo vivido y amado. Aunque no salió bien, estuvo bien. Y eso es lo que en el fondo importa. Y por supuesto, siempre nos quedará El Cambalache.
A M.             

miércoles, 8 de febrero de 2012

CUATRO COLORES: VERDE



           Ha pasado mucho tiempo. Aunque quiera, las facciones de tu rostro se han ido desvaneciendo poco a poco, al igual que tu figura camino de la espesa niebla del tiempo. Solamente queda tu nombre, que no es poco. Ah! y tu melena rizada de color dorado que, como el sol creciente de la primavera, se convirtió en mi faro. Se encontraron nuestros caminos, hasta entonces desconocidos el uno para el otro, en el momento exacto en que empezaba a subir las empinadas veredas de las verdes montañas de tu tierra, en cuyas cimas pretendía declarar al mundo mi juvenil llegada. Y decidiste escalarlas a mi lado. Éramos jóvenes, acaso muy jóvenes para eso que llaman amor. Sin preocupaciones, vivimos nuestra particular primavera llenos del vigor extremo de nuestros pocos años. Viviendo un mundo de adultos para el que nos creíamos preparados. Y durante esos escasos años fuimos felices.
            Consumíamos a besos las escasas horas de nuestros encuentros y el ardor febril de nuestros cuerpos regaba la tierra de nuestros dominios, más tuyos que míos, haciéndonos partícipes del futuro que, ingenuamente, declarábamos compartido de por vida. Cuanta sincera ingenuidad en los deseos. Fuimos ensañándonos mutuamente a crecer y en ese proceso nos fuimos intercambiando pequeñas experiencias que fueron construyendo nuestro edificio personal compartido y que, en mi caso, me han ido acompañando a lo largo de esta vida. Así fuimos ampliando horizontes en un lugar donde el horizonte esta tan cerca que prácticamente se puede tocar con las manos, ayudados siempre por el mar impetuoso, como nuestros anhelos.
            Hecho de menos el mar, tú mar. O a ti. No, no debo engañarme. Puede que sea la nostalgia de los pocos años entonces, ahora que la nieve empieza a colorear los muchos de ahora. Un mar al que he vuelto recorriendo los mismos senderos de entonces en un ejercicio de revisión vital y de recopilación de recuerdos que deben ser revisitados en un ejercicio sistemático, recuperándolos de la tela de araña en que se quedan envueltos con los años. Ningún recuerdo se debe perder pues forma parte siempre de uno. Ese mar rompiente y salvaje que me enseñaste a querer, pues formaba parte de ti. En el fondo eras, ¿aún eres?, la línea acantilada donde chocan  la tierra con sabor a carbón extraída de la profundidad oscura y la marejada salina del mar de fondo, mezclándose a partes iguales. Sólida y líquida a la vez.
            De pronto vuelvo a recordar esa alegría contagiosa que equilibraba ese punto taciturno que a veces me embargaba. Y vuelvo a ver nítidamente ese cuerpo pequeño y que a todas horas deseaba, moverse a mi alrededor y declinando en “u”, característico de tu tierra, las palabras que tapaban mis silencios. Nunca silencios de tristeza, sino de satisfacción infinita por haberte encontrado. Tu vida llenó de apuntes y notas al margen la mía y dio consistencia al cuerpo de texto en que me he convertido en la actualidad, enriqueciéndolo. Un libro que empezó contigo y que, ahora que te recuerda, está escribiendo sus últimas páginas.
            En fin, recuerdos impregnados con el olor a sidra de los llagares que íbamos visitando de romería en romería. Bebedizo de amor que libábamos al calor de un sol al que, en los atardeceres de nuestros días, le íbamos diciendo adiós, al mismo tiempo que empezaba a juguetear con las cimas de las montañas hasta esconderse detrás de ellas. Juntos bajamos a la planta catorce del pozo y subimos a Cuna y Cenera y, poco a poco, acompasados, fuimos recorriendo años. Y lo que era para siempre, terminó, como terminan los amores primigenios, de muerte natural. Habíamos crecido y éramos conscientes de que el mundo tenía numerosos horizontes que descubrir, muchas primaveras que disfrutar  y muchos licores que libar. Pero fueron unos años hermosos los vividos junto a ti. Dos seres jóvenes y libres agarrando la vida con fuerza. Y por supuesto, siempre nos quedará El Ñeru.
A M.                  

miércoles, 1 de febrero de 2012

CARTA ABIERTA A LA ALCALDESA DE ZAMORA


           No se me ha olvidado. Después de una semana lejos de esta ciudad que tú dices gobernar, resuenan en mis oídos tus palabras para justificar el incremento de jornada laboral para los funcionarios del Ayuntamiento de Zamora, asumiendo las directrices de la Junta de Castilla y León en ese tema. Dijiste algo así como que antes de protestar, los funcionarios deberían mirar a los ojos de los millones de parados que existen en la actualidad. Y de nuevo los pusiste en la diana de la opinión pública. Como sacos de boxeo del juego del pim, pam, pum político. ¿Por qué deben mirar a los ojos de los parados? ¿Son acaso los culpables de la crisis económica que azota este país? Creo sinceramente que quienes deberían mirar, si es que tienen valor, son los políticos como usted, que en su mediocridad, no han sabido gestionar la rex pública, despilfarrando el dinero de los contribuyentes en época de vacas gordas y ahora buscan culpables en los que menos defensa tienen, dando carta de naturaleza al perfil paupérrimo con el que acceden a sus puestos dirigentes. Cosas de las listas cerradas. ¿No deberían ser los dirigentes de los grandes bancos, los dirigentes de los fondos de inversión, los políticos despilfarradores, los empresarios defraudadores, las grandes fortunas que evaden su capital, etc., quienes lo deberían hacer? Pero como parece que el mundo está al revés, a ellos, “sus representantes políticos”, como usted, les hacen el juego criminalizando a los trabajadores, y en especial a los funcionarios, haciendo recaer sobre ellos el grueso de las medidas de ajuste. Lo que está claro es que de esta crisis sacaremos una conclusión definitiva: vosotros, los políticos, habéis conseguido elevar a rango de Decreto la estupidez humana. Así nos va.   
            No me voy a extender más. Le contestaré con el artículo del catedrático de Derecho Constitucional D. Francisco J. Bastida “El desprecio político al funcionariado”. Un funcionario de carrera por oposición, al contrario que ustedes que, aunque salgan por los votos de los ciudadanos, concurren a las elecciones en listas cerradas, por miedo a la elección libre del votante. Y así está claro que si en la lista fuera primero una vaca, saldría la vaca, tal es el grado de crítica y reflexión que algunas veces nos gastamos los votantes. De nada, señora alcaldesa.

El desprecio político al funcionariado
Contra la bajada salarial y el incremento de jornada en la función pública


El desprecio político al funcionariado  
FRANCISCO J. BASTIDA CATEDRÁTICO DE DERECHO CONSTITUCIONAL
Con el funcionariado está sucediendo lo mismo que con la crisis económica. Las víctimas son presentadas como culpables y los auténticos culpables se valen de su poder para desviar responsabilidades, metiéndoles mano al bolsillo y al horario laboral de quienes inútilmente proclaman su inocencia. Aquí, con el agravante de que al ser unas víctimas selectivas, personas que trabajan para la Administración pública, el resto de la sociedad también las pone en el punto de mira, como parte de la deuda que se le ha venido encima y no como una parte más de quienes sufren la crisis. La bajada salarial y el incremento de jornada de los funcionarios se aplauden de manera inmisericorde, con la satisfecha sonrisa de los gobernantes por ver ratificada su decisión.
 Detrás de todo ello hay una ignorancia supina del origen del funcionariado. Se envidia de su status -y por eso se critica- la estabilidad que ofrece en el empleo, lo cual en tiempos de paro y de precariedad laboral es comprensible; pero esta permanencia tiene su razón de ser en la garantía de independencia de la Administración respecto de quien gobierne en cada momento; una garantía que es clave en el Estado de derecho. En coherencia, se establece constitucionalmente la igualdad de acceso a la función pública, conforme al mérito y a la capacidad de los concursantes. La expresión de ganar una plaza «en propiedad» responde a la idea de que al funcionario no se le puede «expropiar» o privar de su empleo público, sino en los casos legalmente previstos y nunca por capricho del político de turno. Cierto que no pocos funcionarios consideran esa «propiedad» en términos patrimoniales y no funcionales y se apoyan en ella para un escaso rendimiento laboral, a veces con el beneplácito sindical; pero esto es corregible mediante la inspección, sin tener que alterar aquella garantía del Estado de derecho.
Los que más contribuyen al desprecio de la profesionalidad del funcionariado son los políticos cuando acceden al poder. Están tan acostumbrados a medrar en el partido a base de lealtades y sumisiones personales, que cuando llegan a gobernar no se fían de los funcionarios que se encuentran. Con frecuencia los ven como un obstáculo a sus decisiones, como burócratas que ponen objeciones y controles legales a quienes piensan que no deberían tener límites por ser representantes de la soberanía popular. En caso de conflicto, la lealtad del funcionario a la ley y a su función pública llega a interpretarse por el gobernante como una deslealtad personal hacia él e incluso como una oculta estrategia al servicio de la oposición. Para evitar tal escollo han surgido, cada vez en mayor número, los cargos de confianza al margen de la Administración y de sus tablas salariales; también se ha provocado una hipertrofia de cargos de libre designación entre funcionarios, lo que ha suscitado entre éstos un interés en alinearse políticamente para acceder a puestos relevantes, que luego tendrán como premio una consolidación del complemento salarial de alto cargo. El deseo de crear un funcionariado afín ha conducido a la intromisión directa o indirecta de los gobernantes en procesos de selección de funcionarios, influyendo en la convocatoria de plazas, la definición de sus perfiles y temarios e incluso en la composición de los tribunales. Este modo clientelar de entender la Administración, en sí mismo una corrupción, tiene mucho que ver con la corrupción económico-política conocida y con el fallo en los controles para atajarla.
Estos gobernantes de todos los colores políticos, pero sobre todo los que se tildan de liberales, son los que, tras la perversión causada por ellos mismos en la función pública, arremeten contra la tropa funcionarial, sea personal sanitario, docente o puramente administrativo. Si la crisis es general, no es comprensible que se rebaje el sueldo sólo a los funcionarios y, si lo que se quiere es gravar a los que tienen un empleo, debería ser una medida general para todos los que perciben rentas por el trabajo sean de fuente pública o privada. Con todo, lo más sangrante no es el recorte económico en el salario del funcionario, sino el insulto personal a su dignidad. Pretender que trabaje media hora más al día no resuelve ningún problema básico ni ahorra puestos de trabajo, pero sirve para señalarle como persona poco productiva. Reducir los llamados «moscosos» o días de libre disposición -que nacieron en parte como un complemento salarial en especie ante la pérdida de poder adquisitivo- no alivia en nada a la Administración, ya que jamás se ha contratado a una persona para sustituir a quien disfruta de esos días, pues se reparte el trabajo entre los compañeros. La medida sólo sirve para crispar y desmotivar a un personal que, además de ver cómo se le rebaja su sueldo, tiene que soportar que los gobernantes lo estigmaticen como una carga para salir de la crisis. Pura demagogia para dividir a los paganos. En contraste, los políticos en el poder no renuncian a sus asesores ni a ninguno de sus generosos y múltiples emolumentos y prebendas, que en la mayoría de los casos jamás tendrían ni en la Administración ni en la empresa privada si sólo se valorasen su mérito y capacidad. Y lo grave es que no hay propósito de enmienda. No se engañen, la crisis no ha corregido los malos hábitos; todo lo más, los ha frenado por falta de financiación o, simplemente, ha forzado a practicarlos de manera más discreta.