De pronto dejaron de
existir. Dejaron de constar, no como seres humanos físicos, químicos,
espirituales, sino como acusación colectiva sobre nuestras conciencias
sociales, sobre nuestra presunta condición humana. Su visibilidad permaneció
mientras sirvió como escusa a la sociedad occidental para purgar sus más
íntimos pecados, creyendo que con dos golpes de pecho, un padrenuestro y dos
avemarías, todos ateos, faltaría más, seríamos absueltos de nuestra falta de
solidaridad, apoyo y defensa con los inmigrantes. Grandes muestras de
confraternización, adhesiones inquebrantables a la causa que, como brindis al
sol, se fueron por el desagüe de la cloaca política europea en el momento justo
en que esta cayó en la cuenta de que esa misma solidaridad podía poner en
entredicho, amenazar, el aparente y fraudulento estado del bienestar alcanzado.
No hizo falta mucho. Esta misma
sociedad de la información, atragantada de noticias y siempre a punto de
vomitar sucesos, se encargó de suplantar el desastre humanitario que se
desarrollaba en nuestras mismas narices con la celeridad acostumbrada, reemplazándolo
por nuevas y más frescas informaciones. Curiosamente, cuanto más informados se
supone que estamos, menos procesamos los acontecimientos, menos razonamos sobre
ellos y su repercusión en nuestras vidas, o menos tiempo tenemos o menos le
dedicamos. Es este un mundo de titulares informativos, de letra gorda, como se
decía antiguamente. Como si la evolución de los mecanismos informativos,
capaces de producir y llevar noticias en el momento a cualquier rincón del
mundo, tuviera como contrapartida la incapacidad de nuestro cerebro para
procesar toda este amontonamiento noticiable, de separar el grano de la paja,
como si cada paso tecnológico hacia el futuro supusiera, por el contrario, un
paso atrás en nuestra evolución como especie, en nuestra capacidad de reflexión
y crítica, involucionando del homo sapiens al australopiteco simplón,
merodeador poligonero en ciento cuarenta caracteres.
Tal cantidad de paquetes
informativos se almacenan, inservibles ya, uno sobre otros en estratos
geológicos-informativos, trazando en el tiempo el perfil de los acontecimientos
históricos que vamos relegando sin ningún tipo de “mea culpa” por nuestra parte,
proscritos para hacer sitio a nuevos sucesos que serán arrinconados con la
misma rapidez que aquellos que, ellos mismos, ayudaron a arrinconar. No nos
interesa ni lo más mínimo observarnos en el espejo. Quizás descubramos que la
imagen que nos devuelve no es la nuestra sino la de aquellos a los que hemos
enterrado, informativamente hablando, en este momento tan crítico y
determinante de nuestra historia. Con rebosante frivolidad hemos cambiado de
nacionalidad en multitud de ocasiones: hemos sido franceses y hemos sido belgas
con gran aflicción, hemos sido sirios, eso sí, a tiempo parcial con gran
naturalidad, y, desgraciadamente, no hemos sido pakistanís porque, parece ser,
que no vestía tanto dentro del backstage de los ambientes del undeground
social. Un gran aquelarre de nacionalidades en pos de una fútil bacanal de
solidaridad bizarra de red social.
Y así, con tanta mudanza de
nacionalidad intencionada de cliché solidario, no caímos en la cuenta, tan
ocupados estábamos, de la cruel y criminal decisión, que gracias a nuestro
innato aborregamiento, tomaba la vieja y decrépita Europa. Buscó en los
estantes de su historia, en su estratigrafía sentimental, el papel a desempeñar
después de su traidor paso atrás con el pueblo sirio, pero, ignorando de nuevo
su pasado más aborrecible, ha errado de nuevo en su decisión, desenterrando su
lado más oscuro: campos de concentración simulados en diferido como campos de
refugiados donde esconder su vergüenza. Guetos cercados y vigilados
policialmente por el estado mamporrero contratado al efecto y que se cobrará,
antes o después, su servilismo. Expulsiones, detenciones…todo un ignominioso
catálogo, un Guantánamo a la europea. ¿Cuántos muertos? ¿Cuántos desaparecidos?
¿A alguien le importa?
Ya nadie se acuerda. Como único indicio solamente
quedarán en los pasaportes virtuales de los profesionales de la solidaridad los
sellos aduaneros de aquellos países de los cuales, por unas horas, fueron
ciudadanos de salón.
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