lunes, 8 de junio de 2015

EL GRAN EYACULADOR

         Reconozco que todavía me sorprendo ante la aparición espontanea de emoticonos, simbolitos o como puñetas se llamen, a la hora de ponerme a escribir un texto en cualquier sistema de comunicación, tipo whatsapp. En una nueva pirueta lingüística, los creadores de este tipo de lenguajes han decidido, por su cuenta y riesgo, que cuando el sistema reconozca una palabra escrita, a ésta la acompañe de forma unilateral el simbolito dichoso almacenado, como debe de estar, en la librería correspondiente. De tal suerte que si pones la palabra “mierda”, ya no hace falta ir a buscar su ideograma, sino que esta acude a ti, como las moscas a la misma, para resaltar o reforzar, se supone, tu intención. Es verdad que uno puede elegir entre la palabra o el símbolo, pero si se elige la palabra tiene que borrar el símbolo y, de lo contrario, al revés. Todo eso, como digo, cuando nadie ha pedido que apareciera la ínclita caricatura.

            Y además, en muchas de las ocasiones, ¿qué quiere decir el ideograma en cuestión? A veces, si el texto aledaño no es lo suficientemente claro, puede dar lugar a diversas interpretaciones. Si pongo una mierda con ojos, ¿qué quiero decir? ¿Qué estoy hecho o soy una mierda?, ¿qué mi interlocutor es una mierda, y por tanto lo estoy insultando de forma grosera?, ¿qué tengo conjuntivitis?, ¿qué tengo un parecido razonable con Marty Feldman en el jovencito frankenstein? Igualmente, en otro caso, si me sale el simbolito de una cerveza, ¿es qué me estoy tomando una cerveza?, ¿quiero ir a tomarme una cerveza?, ¿estoy involucrando a mi interlocutor para que me invite a una cerveza?

Y así, se sigue con una lista interminable de ideogramas que uno no sabe muy bien para que sirven. Por que acaso ¿alguien me puede decir que coños significan, o en qué contexto se puede utilizar, el símbolo de dos japoneses en kimono y agarrados de la mano? ¿Qué voy a ir a un chino? Lo que parece claro es que si no existe, en la mayoría de los casos un texto adyacente, los emoticonos o símbolos no sirven para nada o resultan redundantes. Por encontrarle una cierta utilidad, podrían servir para quienes tienen menos vocabulario que caracteres posee twitter o podría servir como elemento comunicativo elemental, nada complicado, para quienes su mayor acto de rebeldía es forma parte de la plantilla de Mujeres, Hombres y Viceversa.

Otro caso particular es el de facebook. Este sistema incorpora una serie de emoticonos en el chat privado más propio de los dibujos realizados por los infantes de cualquier guardería española. ¿En qué metafísica rudimentaria estarían pensando los analistas de dicha empresa para pensar, ni siquiera por un momento, que mujeres y hombres hechos y derechos iban a utilizar semejantes disparates coloreados? De hecho son tan infantiloides, que parecen salidos de la neurona vaga de Calamarro, el amigo tonto de Bob Esponja. Pero aparte de todo esto, este sistema posee una novedad más, “el estado” o “como te sientes”, que, esta vez sí, acompaña al emoticono un breve texto. Sin embargo, lo curioso de estas frases es que pretenden resumir un supuesto estado emocional, aceptando “emocional” como animal de compañía, en frases más propias de los proverbios chinos de la buena suerte con las que te endulzan el cólico digestivo provocado cuando visitas uno de sus restaurantes.

De esta guisa asistimos a revelaciones antropológicas tales como: “me siento avergonzado/a”, “me siento cabreado/a”, “siento sorprendido/a”, “me siento alegre”, etc. Una ristra de “me sientos”, todo ello aliñado con su correspondiente carita, que al cabo de unos días uno tiende a pensar que hay quien tiene más desequilibrios emocionales que los que se dan por norma en la consulta de un siquiatra. Por otra parte, si mi estado “emocional” no se encuentra en facebook, ¿desaparece el mal padecido? ¿Se puede proponer a facebook que recoja esta nueva sintomatología en su cartera de servicios? ¿En el caso de ser recurrente, se puede solicitar a la Seguridad Social que la recoja en la suya?

        En fin, que después los pictogramas de las cuevas rupestres, de la escritura cuneiforme, egipcia, maya o china, en la actualidad caminamos, de forma vintage, hacia una nueva forma de comunicación ideográfica, eso sí, más expuesta, más simple, más escueta. En definitiva, más vaga y con una cierta propensión a la eyaculación precoz.

lunes, 1 de junio de 2015

LAS CONDESITAS DE BELFLOR

              Reafirmar una aparente madurez con arrebatos de un supuesto criterio imparcial, no consigue disimular el hedor a chantaje que el pretendido raciocinio asambleario provoca. Condicionar las decisiones a los gustos e intereses de todos es una quimera difícil de satisfacer, más cuando éstos solamente afloran en las situaciones que se nos vuelven desfavorables, nos pillan a contrapelo y ponen en entredicho el ejercicio de compromiso que, sutilmente, hicimos creer a los demás que existía. Los continuados y arbitrarios vuelcos en los comportamientos provocan la insatisfacción general, aparte de impedir el correcto funcionamiento grupal y la consecución de sus objetivos sistemáticos.

            El verdadero equilibrio entre exigencias, la que se pretende de los demás en sus distintas formas: individual y colectiva, para con nosotros y la que se está dispuesto a soportar en virtud del débito aceptado de forma inherente cuando dijimos sí al ofrecimiento, no puede vencerse de forma sistemática hacía el lado del antojo, con la extraña pretensión de imponer formas y valores de regulación que no se demandan cuando los posibles resultados no nos son favorables. Cabría preguntarse en ese caso si de verdad se actúa de forma similar cuando se suceden situaciones equivalentes, si la responsabilidad personal es la misma, si nos conducimos con la misma “dignidad” ante el oprobio.

            Todo este tipo de situaciones tensan las relaciones personales y grupales y enturbian y debilitan los hilos que, de forma difusa y apenas perceptible, engarzan y mantienen unidas a las colectividades. Ofrecer para que te ofrezcan debería ser una premisa fundamental en el comportamiento de los diversos elementos de un conjunto. La arbitrariedad como fórmula de decisión nunca puede ser el eje sobre el que pivote la jerarquía y el respeto que se pretende conseguir. Y más, cuando el único contrato existente es la voluntad personal de estar, ya que nadie fue obligado a incluirse y nadie está obligado a permanecer. Si es así, es que no se ha entendido nada.

            Porque, queda claro de antemano, nadie es imprescindible. Y si alguien parte de dicha premisa, es que su crecimiento personal va por el camino equivocado. Sentirse continuamente agraviado es síntoma de debilidad y formula, con exquisita presentación gráfica, el grado de puerilidad que todavía vetea el proyecto, mínimo todavía, de crecimiento íntimo. Establecerse en el escalón superior exige aceptar las reglas del juego del mismo, y por esa máxima, no se puede jugar en esa liga con las reglas más condescendientes del escalón inferior que se pretende dejar atrás.

            Una forma de iniciarse en esa andadura sería fijarse en los comportamientos de los demás ante análogas circunstancias. Sus resultados, sus razones, su ponderación de los múltiples contextos a tener en cuenta. La experiencia es un grado y no una rémora, como algún ímpetu juvenil cree. Y sobre todo, el grado de compromiso adquirido con los años y su proyección al exterior. Sus esfuerzos y sacrificios, bastante mayores que los que supuestamente hacen los oligarcas de la insatisfacción, pueden ser un buen reinicio. Colocar en último lugar, de relleno, la responsabilidad a la que nos comprometimos de forma voluntaria, “siempre que no haya otra cosa mejor que hacer”, proyecta una visión tóxica de la actitud, de la aptitud no hablamos.

            La continúa insatisfacción por cualquier formulación teórica o práctica que se presente y el excesivo vedetismo conceptual declarado de forma pretenciosa pueden suponer que la velocidad no sea igual al espacio partido por el tiempo o que el cansancio en los demás sí sea igual a la masa por la aceleración.