jueves, 26 de febrero de 2015

HOY NO

            Hay días en los que uno no está. Días en los que uno cogería al arco iris, al buen rollo, al optimismo y al unicornio y les pegaría una patada en los cojones con el ansiado deseo de que el primer bote lo peguen en Plutón. Ya sé que no son formas de colonizar el espacio exterior, pero a alguien tenemos que mandar en primer lugar y esto me parece una buena idea, equilibrando, de paso, las moñeces que lleva la Pioneer desde hace años en su interior en forma de mensajes criptográficos a ver si suena la flauta y encuentran destinatarios postales alienígenas. Que ya veo al pobrecillo alienígena ancestral descifrando los códigos y sufriendo una subida de azúcar, o lo que tengan a bien tener, y muriendo en el acto. Lo cual traería consigo la paradoja de que, en vez de establecer lazos fraternales con los posibles habitantes de esos mundos de Dios, nos declararían, la guerra, con razón, por agredirles con armas de destrucción masiva sicológica.

            Y digo los de esos mundos de Dios porque el Boletín Oficial del Estado (Español, para más señas) ha oficializado vía Decreto su existencia, existencia confirmada en la sesuda frase: “las cosas, los animales y el ser humano no se dan el ser a sí mismos, otro los hace ser, los llama a la vida y se la mantiene”. ¡Si San Agustín levantara la cabeza y viera a los nuevos filósofos de la Conferencia Episcopal! Vamos a ver, cavernícolas: claro que otro los hace ser, se llaman papa y mama y los llaman a la vida cuando follan, yacen, copulan… En definitiva, cuando se divierten. Y mantener, mantener, lo que se dice mantener…todavía no he visto yo que Dios se preocupe por las necesidades básicas de los hombres, así como maná caído del cielo en forma de bocadillos de chóped, ropa, trabajo, sanidad, educación, etc, aunque estoy de acuerdo en que a ellos si hay otro que los mantiene: se llama Estado y les transfiere parte de nuestros impuestos para su dolce farniente. Lo cual me lleva a pensar, equivocado o no, que son hijos de muchos padres y madres, nosotros, los sujetos pasivos del I.R.P.F., todo sea dicho con el mayor de los respetos y siempre dentro de la ilógica metafísica.

            Pero a lo que voy, que hoy no, de verdad. Viene uno atronando desde hace días esta insatisfacción, no sabe bien porque, será el tiempo. Se levanta de la cama y se pregunta ¿para qué demonios la voy a hacer si esta noche la voy a deshacer igual? Hay días que no son los más propicios para esos rituales domésticos, algunas veces inútiles, teniendo en cuenta que vivo en un piso y no en un escaparte de cara al público. Luego vas a trabajar y te parece que la gente se ha puesto de acuerdo para conducir al libre albedrío, que el dueño del bar donde todos los días tomas ese brebaje que te vende por café, se ha levantado con ganas de fastidiar y te cuenta, aunque tú no se los has pedido, el debate sobre el estado de la Nación, que malditas ganas tienes tú de escucharlo, a él y al debate. ¿Dónde quedan esos camareros discretos, siempre es su puesto, comprensivos, que saben interpretar los gestos de su clientela y si ésta tiene ganas de hablar o no? Pues ha perdido un cliente, por pesado, por turras, y que vaya a darle el próximo mitin a su padre, ¡coño!

            Y es que hay días en que todo parece ponerse en tu contra, aunque solamente sea una percepción rayana en la locura. Cualquier cosas es interpretada como una agresión o una traición. Una puerta abierta, un texto a destiempo, una ausencia incomunicada. Uno lo va metiendo en su túrmix mental y acaba por deconstruir, como hizo Ferrán Adrià con su tortilla de patata, toda interpretación lógica. Al final, uno termina por abrir el Facebook y es como si la humanidad entera si hubiera confabulado para llevarle hasta su intimidad toda la información intrascendente del mundo mundial, ¡qué digo!, universal. Y me dan ganas de asesinar mensajes guays más propios de espectadores de partidos de baloncesto colegial en cualquier película americana de sobremesa ambientada en el profundo medio-oeste, masacrar vídeos de Youtube a cada cual más incompresible, el vídeo y el razonamiento para ponerlo ante tus narices, romperle la cara a esos enlaces que te llevan a cualquier página extraña que versa sobre cualquier temática que no te interesa aunque siempre pasando por el peaje de un anuncio que se te planta en la pantalla y que es imposible eliminar, maldita sea, te lo tienes que tragar sí o sí. Y, sobre todo, descuartizar los “me gusta”, esa especie de sello o pulsera que acredita tu supuesto buen rollo y que, parece ser, que sin ella o ello no eres nadie. El sello, la pulsera y con el “me gusta” cuestas. ¡Si es que gusta todo! Siempre hay un roto para un descosido, ya lo decía mi abuela. Se disparan los “me gusta” con la misma sencillez y naturalidad con la que se disparan balas en las películas de Tarantino y a veces con el mismo resultado siniestro.

            Y es que hay días en los que uno no está, pero tiene todo el derecho a estarlo, joder.

jueves, 19 de febrero de 2015

HABLO DE LA EDAD DEL VIENTO QUE NUNCA CONOCÍ (FINAL)

         Acariciado sutilmente tras los cristales tamizados de polvo de la venta por los primeros rayos que asomaban entre las montañas, protegido del frío que en oleadas estrellaba su furia gélida en aquella cristalera sucia, en ese momento en el que el día y la noche se confunden y se entregan a la disputa incruenta por el triunfo, en el que los olores son limpios y puros y uno no sabe todavía que dirección tomar, la del día que aclara poco a poco o la de la noche que se bate en retirada, estaba seguro que todos los allí reunidos exhalaban todas las miserias y falsedades que les atenazaban al estar, como el tiempo, en ese momento en que solamente un hilo separa el mundo de la luz del mundo de la oscuridad, ese limbo vital que moviliza y mezcla nuestros instintos más animales.

            Y allí, inmerso en sus pensamientos, atrapado por la ensoñación onírica de un tiempo imperfecto, ese tiempo que nunca ofrece una realidad cierta sino una inexistencia en forma de quimera, constató que uno nunca conoce la verdad de las cosas, la verdad de cada una de las situaciones que le toca vivir, de las vidas de los que le rodean, por mucho que uno se esfuerce por satisfacer ese derecho ético y aquéllos que le rodean sea íntimos o cercanos. Uno solamente conoce la verdad mentirosa que no se esconde tras las apariencias, que no se oculta tras las máscaras carnavalescas del artificio y de la simulación, la verdad imaginaria de las distintas situaciones de la vida.

            Se dio cuenta que su vida, al igual que las vidas de los demás, se parecen en gran medida, incluso parecen estar contenidas, en esos libros móviles o desplegables, con ilustraciones sorpresa, que nos acercan distintos escenarios donde completar nuestro discurrir cotidiano. Pasamos páginas y páginas teniendo y viviendo la obscena sensación de tener marcado el guión. Leemos en la hoja de la izquierda lo que vamos a representar en ese escenario que se abre ante nuestros ojos en la hoja de la derecha, o al revés. Actuamos como autómatas que responden, cual Siris de voz metálica, a unos parámetros introducidos de antemano, elaborados a partir de la estadística que nos ha medido antes, de la cabalística manipulación social del buen simio.

            ¿Pero qué hacer cuando ya se ha interpretado más de la mitad de las escenas visuales del cuento…chino? ¿Qué hacer cuando al pasar la página descubrimos que el artefacto que despliega nuestra siguiente escena se ha quebrado? ¿Olvidar? ¿Desechar ese trozo de vida aún cuando quedemos amputados a falta de un pedazo de nosotros mismos?

            Allí estaba él intentando desplegar los libros de la sustantividad de quienes le había acompañado tantos años sin más conocimiento que la casualidad que allí los había reunido. Pero se daba cuenta que necesitaba encajar en aquella larga escena de coleccionables de biblioteca temática, abrir su página y vivir, morir, cerrar ese capítulo y avanzar hacia otra página, quizás distinta, quizás mejor, o pero ¡quién sabe! Siempre se había preguntado si al desplegar un fragmento propio de su escena no se cerraría sin querer cualquier fragmento que, perteneciendo a otro, posea otros personajes distintos del principal hasta ese momento: él. Representamos de pronto otra escena cerrando una vida y un spin off se nos pierde en la memoria adquiriendo su propia voluntad  y pasamos a ser en ese nuevo artificio que no nos pertenece como el actor secundario Bob. De una obra salen infinitas posibilidades, infinitas secuelas. Algunas fracasarán, pero de lo que no cabe duda es que su recorrido borrará la memoria y el recuerdo del origen. Un origen que pasará de puntillas en cualquier conversación o situación, terminando por quedar olvidado, presa del ostracismo, en los estantes de un recuerdo lejano, confuso y perdido.

            Uno a uno fue cerrando cada uno de los libros abiertos en su memoria selectiva, reminiscencia de un pasado muchas veces releído. El tibio sol de media mañana incitaba a un nuevo proyecto. La obra coral celebrada hasta ese momento llegaba a su fin y cada uno de los personajes que hasta ese instante la habían sustentado sobre el escenario de una vida, estaban dando lugar a nuevas secuelas, cada uno la propia, en la que se convertirían en personajes principales. Unas cercanas, otras lejanas, tanto físicamente como emocionalmente, donde solamente el hilo conductor del recuerdo del espectador tenía la clave que pudiera evocar que una vez pisaron el mismo escenario.

            Era un buen momento para deslizarse ladera abajo y vivir al completo su nueva narración. Era la verdad que estaba buscando desde hacia tiempo, no la realidad, sino su verdad.

jueves, 12 de febrero de 2015

HABLO DE LA EDAD DEL VIENTO QUE NUNCA CONOCÍ (PARTE II)

           Cuando por fin llegó a su destino tuvo la sensación de no pertenecer a ningún sitio. En aquel remoto lugar se podía estar en dos divisiones territoriales diferentes, esas divisiones absurdas que pretenden separar modos de vivir similares, pensamientos cercanos, parentescos directos. Simplemente bastaba con trazar sobre el papel la línea divisoria, consensuada en largas reuniones de tahúres jugándose el destino de los otros, colocarle un trapo de colores a cada división y declarar con pompa y circunstancia la diferencia. Sin embargo, para él, la verdadera diferencia está en el interior de cada uno, ese interior que conforma nuestra actitud y respuesta ante la vida y ante los demás. Pretenden encajonarla, cuantificarla y clasificarla en modos de manual y escaletas de producción, aborregando a la masa, otra vez Ortega, y confundiéndola hasta convertirla en un rebaño amorfo, sin identidad, que se va creyendo paso a paso su fatal destino. Allí mismo necesitaba imperiosamente colocarse en esa línea divisoria e imaginaria y no pertenecerse, ni siquiera a él mismo, para poder ser de todos y tomar conciencia de nuevo de su individualidad tan olvidada y recuperar su destino y la dirección que lo acerca, que se lo acerca.

            En alguna ocasión había pasado por aquel mismo lugar durante algún estío anterior. Y siendo el mismo lugar era diferente. Ahora, cargado de invierno, tamizado y revestido con el manto blanco repleto de humedad y frescor, con la limpieza y nitidez propias de los días en los que el sol despunta con vigor entre gélidas mañanas y se adueña del cielo, nadie podía imaginarse la radicalidad con la que en su efecto contrario se mostraba en los meses centrales del año. En esos momentos, el verano se mostraba en toda su colérica magnitud, quemando y resecando toda la naturaleza que encontraba a su paso, levantando espirales de polvo sediento, actuado más como un pirómano incendiario que como proveedor y facilitador de vida, de una vida, la suya, que quería desangrar hasta conocer la verdad.

            Y era el mismo lugar, sin duda, lo conocía bien, pero era capaz de comprender que los lugares son distintos según los ojos que los miran, aunque quien los observe sea la misma persona. Cada realidad, mejor dicho, cada verdad, siempre es distinta, está veteada de matices a lo largo del espacio y se muestra troquelada de un tiempo inyectado de experiencias, las mismas que hacen que la interpretación de lo observado, los sentimientos que provoca, sean siempre diferentes y, a veces, contradictorios. En aquel paraje extremo, con edificios diseminados arbitrariamente, como si un concejal de urbanismo loco hubiera jugado a la ruleta rusa, se sentía la codicia humana, capaz de exprimir hasta la última gota la decadencia que se manifestaba de forma ostensible por todo el contorno.

            Todo era diferente pero conocido. Aquí y allá algunos edificios le habían acompañado a lo largo de todos estos años. Habían envejecido con él y eso le hacía sentir que no estaba perdido del todo, que se podía reconocer en ellos. Bien es verdad que algunos faltaban, pero en conjunto todo estaba como siempre. Todos en su lugar a la hora convenida, como actores en espera de que los espectadores hagan su entrada en aquel patio de butacas imaginario y todo comience a tener sentido: su vida, su obra. El también era un actor, un actor de su obra y de la obra de los que allí le esperaban año tras año. Por tanto, no quiso salirse del guión eterno establecido y condujo sus pasos, nada más llegar, hacia la venta, comenzando el ritual tantas veces aprendido. Pidió un café y se quedó, como siempre, observando el ir y venir de unas vidas que daban, sin que ellas lo supieran, continuidad a la suya. Movimientos, que por sabidos y conocidos, le resultaban ya mecanizados pero que, suponía él, escondían, creía él, las mismas preguntas que él silenciaba. Normalidad frente a la angustia, rutina frente a la emoción y la nostalgia que todos albergamos dentro, opacidad frente a la transparencia de la sorpresa. Todos allí reunidos sin haber sido llamados, cada uno en su quehacer, sin el cual la vida de ese eterno y viejo lugar quedaría amputada, dando como resultado que la representación nunca terminara del todo, por tanto, inconclusa.

              Continuará...

jueves, 5 de febrero de 2015

HABLO DE LA EDAD DEL VIENTO QUE NUNCA CONOCÍ (PARTE I)

             Hacía un frío desgarrador, un frío que se le iba introduciendo entre las capas de ropa en las que se había envuelto esa mañana de enero, fría y húmeda, y su piel ya apergaminada por el tiempo usado para llegar hasta este momento de su vida. Un viento que subía belicoso serpenteando desde la base de la montaña hasta la cima, zigzagueando entre las revueltas caprichosas de un terreno atormentado en un no se sabe que de telúricos cataclismos pasados, como si a él, el viento, también le costara desplazarse, contraponiéndose a sí mismo.

            Allí, en aquel espacio desgastado, carente, escaso, reinaba el viento, reinaba en todo su esplendor eólico, como si en todas las mañanas de invierno, de todos los inviernos que él había conocido, ejecutara el mismo ritual hasta alcanzar su trono desde el cual fustigar sin indulgencia a los que se atreven a desafiar su presencia, su orden, intentando civilizar a su antojo lo que no les es propio. La cumbre natural nunca ha sido valle, nunca ha sido pusilánime, al contrario, solamente concede su perdón a quienes osan perseverar en su voluntad de conquista, de permanencia. Allí estaba él, sin querer enfrentarse al viento, su guerra interior era otra, su desasosiego más profundo. El viento fue su aliado hace ya muchos años y ahora, de nuevo, volvía a sentir su compromiso y su fuerza, o así le parecía a él, como si enterado de su intención quisiera acompañarlo de la misma forma como le acompañó entonces, cuando todo sucedió, solidario, compañero y, sobre todo, confesor.

            Esa mañana se había levantado temprano luchando contra una pereza que hubiera ganado la batalla contra su escaso ánimo de no ser por la promesa incierta de un posible desenlace. Algo en su interior removía el pasado y lo recordaba, lo traía a la memoria en pasajes borrosos de interpretación incierta. Estaba convencido de que debía subir a la montaña, personarse en aquel lugar totémico y cerrar el paréntesis, cerrar el pasado y las viejas heridas y doblegar el tiempo a su favor.

            Se vistió despacio, ritualizando cada movimiento, con un orden que se diría ancestral. Uno a uno, los distintos ropajes fueron superponiéndose en su cuerpo hasta dibujar en el espejo de su habitación la figura tantas veces vista en el mismo tiempo, en el mismo espacio, como si las dos magnitudes se repitieran en ciclos continuos hasta alcanzarle siempre. Desayunó frugalmente, como de costumbre, y una vez asegurado de que llevaba todo lo que necesitaba para el viaje, salió en busca del tribunal natural que esta vez, por fin, esperaba que le absolviera. Tanto tiempo esperando este momento, chocando a veces, otras bordeando los obstáculos de la vida, dejando aparte, en espera, una resolución de la verdad. Viviendo, aguardando, manteniendo la disposición, la correlación de los sucesos cotidianos. Cada cosa en su lugar representando cada día un rito pagano de pulcritud y aseo, material y emocional, para no echar a correr, para no huir de todo.

            El camino que separaba su casa de su destino no era muy largo, apenas media hora en coche. Un coche, que como él, ya no era el mismo, pero que realizaba su papel como lo hizo siempre, quien le acompañó tantas veces en el mismo recorrido. Sintonizó la emisora habitual en sus viajes y partió entre músicas imposibles y comentarios banales de un tiempo político sospechoso en el cual, los periodistas de verdad, deben esconder en el cajón de la integridad los principios, la verdad, por temor a represalias. Un tiempo no tan diferente del de antaño, como si sus descendientes bastardos hubieran tomado las riendas para regresar al pasado. Un pasado que ellos conocían bien, educados como estaban en la perpetuación de su verdad, una verdad que consideraban única, verdadera y libre en sus privilegios de sacristía y posición social. Una verdad dominante y rígida, intolerante e insolidaria, que hace recaer en los demás las consecuencias de su rango, de sus prebendas, abocando a la pobreza y la exclusión a todos los que no son de su cohorte en un sortilegio de privilegiada exclusión social de estatus superior. Hacía tiempo que él ya se había bajado de las barricadas, exhausto y cansado de luchar. No comprendía la resignación y la apatía de la mayoría silente ante las agresiones del poder. Ya no creía en nada ni en nadie y el final de la historia le parecía el lógico resultado. Ahora intentaba comprenderse a sí mismo y a su realidad, a su circunstancia, como leyó, hace ya mucho tiempo, a Ortega. 

Continuará...