En este circo de tres
pistas en que se ha convertido España, la política, la económica y la judicial,
hemos asistido en la pista número tres, la judicial, al bochornoso espectáculo
proporcionado por el Presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos
Dívar, y su enconada negativa a dar explicaciones sobre los gastos originados
en sucesivos desplazamientos durante varios fines de semana a la localidad
andaluza de Marbella, después de la denuncia presentada por uno de los vocales
del propio Consejo, acusándole de la utilización de fondos públicos para la
realización de dichos viajes, según él, de carácter privado.
En lugar de dar las
explicaciones pertinentes, aun con la reserva legal, de ser cierto que fueron
viajes oficiales, como correspondería a un país democrático, en el que los
poderes públicos estarían obligados a justificar hasta el último céntimo de sus
presupuestos, el señor Carlos Dívar se ha encastillado en el puesto que ocupa,
y aduciendo razones de índole reservada, responde con silencio a las
pertinentes preguntas que se hacen los ciudadanos. Un silencio respaldado por
parte del propio Consejo que, una de dos, saben que la causa de dichos viajes
es privada y respaldan de forma pretoriana a su jefe, aunque eso sea pervertir
el mandato salido de la soberanía popular, sobre la que ni siquiera el poder
judicial debería de estar, o simplemente es una postura sectaria surgida de la
propia endogamia de este tipo de organismos, endogamia que, como todos sabemos,
solamente proporciona a la larga tontuna sin remedio.
Y tontuna sin remedio es
tener que aceptar que un cargo público puede negarse a dar explicaciones sobre
las acciones inherentes al mismo, exigiendo aceptación completa por mor de ser
quién es. Todo esto nos llevaría a considerar a la judicatura como una nueva
forma de religión legal, donde en acto de fe, tendríamos que dar por válidas
todas sus acciones, esperando como premio que exista otra vida, donde este
señor, como el mesías del derecho, daría todo tipo de explicaciones a las
buenas gentes que, con su sumisión, hubieran aceptado de pleno y sin preguntas
todos sus actos en esta miserable vida terrenal, ganándose el cielo legal. El
resto iríamos al infierno de los exigentes por nuestra manía de saber que se
hace con nuestro dinero.
Pero una de las cosas
más graves de todo esto es la actitud chulesca de sus manifestaciones. Una
actitud que denota que algunos, en este caso el señor Carlos Dívar, pueden llegar
a los puestos que ocupan sin que dé la impresión de que por su trayectoria
profesional haya pasado la transición democrática treinta y tantos años después
de producida, impregnado el órgano que preside del tufillo paternalista de
corte orgánico propio del tiempo anterior a dicha transición. Y esto en un
órgano judicial es bastante peligroso por lo que puede suponer de regresión
legal, de actitud y de aptitud. Sin hablar de la poca credibilidad que a los
ojos de los ciudadanos pueden tener a partir de ahora el Consejo y su
presidente, y por ende, la justicia en sí.
Sin embargo, todo esto
no es nuevo. Hace ya unos cuantos años se produjo la misma historia con el caso
de los fondos reservados, célebres por el caso de los GAL. Fondos que escapaban
a la más mínima fiscalización y que por tanto podían, como de hecho fueron, ser
utilizados para acciones ilegales y de guerra sucia y, lo que es más doloroso, por
un estado democrático y de derecho. La férrea negativa del gobierno socialista
de Felipe González a dar las justificaciones más elementales sobre el destino
de dichos fondos cuando estalló el escándalo, fue quebrada por la voluntad de
los ciudadanos y supuso la condena de altos cargos de su gobierno. Fue un
triunfo de la sociedad sobre este tipo de actitudes autoritarias de los órganos
de gobierno.
Por tanto, es inasumible
desde cualquier punto de vista que, de nuevo, casi treinta años después,
vuelvan a producirse este tipo de hechos. Debe exigirse desde todos los ámbitos
sociales y de comunicación las explicaciones pertinentes y de manera continuada
para que el caso no caiga en el olvido. Y en caso de seguir con su contumaz
silencio, pedir la dimisión inmediata de este señor y su cohorte de aduladores,
que prefieren vivir en la ignorancia, y del fiscal que ha tenido a bien aceptar
la postura oscurantista de este señor, degradando su puesto al de mero
sirviente del poder en lugar de ser la avanzadilla de los derechos de los
ciudadanos que le pagan. Porque al final va tener razón el ex alcalde de Jerez
de la Frontera, Pedro Pacheco, cuando declaró, allá por el año ochenta y cinco:
“la justicia en España es un cachondeo”. Grave y triste cachondeo, diría yo.
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