¿Deberíamos sentir
miedo? ¿Preocupación? Sinceramente no creo que debamos sentir miedo. Tengo
claro que somos mayoría los que creemos en la tolerancia, los que creemos en el
valor de las distintas opiniones, en el mestizaje, en la contaminación positiva
y ósmosis intelectual, en la suma de todos más que en la resta o división de
las diferentes personalidades que conforman eso que se llama humanidad. Sin
embargo, sí que creo que deberíamos sentir preocupación ante los distintos
movimientos en auge de la ultraderecha, tanto española como europea, a la vista
del incremento de votantes reflejado en las últimas elecciones celebradas en
Francia y Grecia.
En España, el hecho de
que el Partido Popular abarque todo al arco de la derecha política, difumina
las distintas corrientes de ultraderecha, que quedan absorbidas dentro de su
espectro electoral. No existe un partido político de ultraderecha con
proyección en los medios, pero si un partido que representa a esos sectores de
intolerancia y exclusión. Lo que hasta ahora les ha dado un nicho de votos
fieles a su política, puede en el futuro rasgar el traje de demócratas que
visten desde finales de los setenta, que siempre ha tenido las costuras a punto
de reventar, rehenes de un discurso político que con el tiempo de ha ido
impregnando de la filosofía de esos sectores inequívocamente reaccionarios.
El parón de la economía
y la crisis consecuente ha llevado al poder político a partidos de corte
autoritario y ha suscitado la búsqueda de culpables entre las capas más débiles
de la sociedad. Inmigrantes y colectivos marginales son señalados con el dedo
como parásitos del sistema capitalista y causantes de la debacle económica en
la que se encuentra sumida Europa. Como en un círculo vicioso, los ciudadanos
sacan lo peor de sí mismos encumbrando en el poder a dirigentes excluyentes y
éstos, en reciprocidad, les dan lo que quieren oír: que los culpables son los
otros, no ellos. Instalan en el consciente colectivo esta máxima, la cual es
absorbida sin ningún tipo de filtro, crítica o reflexión.
Así se produce una pinza
ideológica entre una clase dirigente de corte dictatorial y una base extraída
de los miembros más ignorantes y de menos capacidad intelectual de la sociedad.
Es triste oír, como he oído en un bar, que los médicos de atención primaria
atienden primero a los inmigrantes y sin papeles que a los demás ciudadanos,
españoles, por supuesto. Este razonamiento arbitrario y falso no es más que una
parte del discurso racista programado, por una parte se induce a la gente a
pensar de esta manera y por otra parte se les ofrece la solución: como son los
culpables, expulsémoslos. Es una vuelta a la Edad Media y a la división entre
cristianos viejos y nuevos.
Las expulsiones de
gitanos rumanos llevadas a cabo en Francia por el gobierno de Sarkozy, después
de reunirlos en zonas de exclusión, que recordaban a los guetos de los judíos
en la segunda guerra mundial, las exclusiones legales sobre los homosexuales
llevadas a cabo por el gobierno polaco, las políticas de expulsión de Italia y
España sin un mínimo amparo legal, la intolerancia hacia las distintas
religiones y confesiones venidas de fuera, chocan con la historia de esta vieja
Europa, la cual ha sido siempre un crisol de razas y civilizaciones que la han
conformado tal y como es y la han enriquecido nutriéndola con diferentes
corrientes filosóficas y de pensamiento, que han sido los faros intelectuales
para el resto del mundo. Se intenta con ello excluir cualquier aspecto que
incomode a la supuesta base cristiana europea e intentar imponer de nuevo dicho
calificativo en su construcción, tal y como intentó el gobierno de Aznar,
siguiendo las directrices de la FAES, en la redacción de la Constitución
Europea.
Incluso las supuestas
medidas económicas encaminadas a reducir el déficit público de los distintos
países, en el fondo no son más que medidas racistas, fascistas y
discriminatorias contra una parte de la sociedad, aquella que vino buscando un
futuro mejor, dejando atrás sus países expoliados de sus fuentes de riqueza
para mantener nuestro estado del bienestar. Ante todo este discurso, no es de
extrañar que se produzcan hechos como los de la isla de Utoya, Noruega, con la
matanza de jóvenes de izquierda a manos de un criminal imbuido de ideas
fascistas de limpieza étnica. O los asaltos a asentamientos de ambulantes en
Italia y Francia, con la muerte de varias personas, linchamientos al margen de
toda ley.
Y contra esto, sin
miedo, hay que rebelarse. Porque por este camino acabaremos en una gran
dictadura europea, recluidos en nuestra fortaleza y empobrecidos económica e
intelectualmente ante la falta de contacto con el resto del mundo. Salvo que
sean ricos, que esos sí que podrían entrar.
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