Suso Monterrosa se
consideraba un tipo feliz. Como todas las mañanas, se había levantado a las
siete, inmediatamente después de sonar el despertador. No le costaba ningún
esfuerzo, ya que era su rutina habitual desde que entró a trabajar en la empresa.
Casado con una mujer a la que quería y le quería y dos hijos, se podría decir
que la vida le había sonreído moderadamente, a pesar de los últimos avatares
económicos por los que estaba pasando el país y, que de alguna manera, también
le habían afectado. Pero nunca se había rodeado de cosas superfluas y, por
tanto, la apretura de cinturón a la que estaba sometiendo el gobierno a los
ciudadanos la había asumido sin grandes sacrificios. Lo más importante para él
era su familia y sus amigos.
Sin ni siquiera tener
consciencia del día que era, salió de casa rumbo a su trabajo con la conciencia
tranquila y el ánimo alto. Ya se barruntaba el fin de semana y la posibilidad
de disfrutar de nuevo de la compañía de los suyos. Sin embargo, no había ni
recorrido cincuenta metros en dirección a la parada del autobús, cuando un
vehículo de color negro sin distintivos y con los cristales tintados de oscuro
se interpuso en su camino. Sorprendido, vio bajar del automóvil a dos tipos,
también vestidos de negro, que sin preguntarle, lo cogieron cada uno de un brazo,
tapándole la cara y subiéndole inmediatamente a la parte trasera del coche.
Éste emprendió la marcha a gran velocidad, perdiéndose entre el denso tráfico
tan habitual a esas horas de la mañana.
Cuando recuperó el aliento
y la visión, se encontró aislado en una habitación, pobremente iluminada por
una bombilla de luz macilenta, y una puerta por la que, de pronto, entraron las
dos personas que le habían introducido en el coche que le había traído hasta
donde se encontraba. Se sentaron frente a él y, sin darle tiempo a formular
ninguna queja ni pregunta, comenzó el interrogatorio, formulándole los cargos
por los que había sido separado, momentáneamente, de la sociedad. Su delito era
ser feliz, precisamente de lo que más orgulloso se sentía. Sin dar crédito a lo
que estaba oyendo, protestó tímidamente exigiendo explicaciones ante el abuso
del que estaba siendo objeto.
Le explicaron que había
sido llevado hasta allí por miembros del nuevo cuerpo policial creado por el
gobierno para controlar la felicidad y la satisfacción personal de los
ciudadanos, una nueva sección fiscalizadora del Ministerio de Hacienda. Después
de las medidas económicas tomadas para penalizar el estado del bienestar, se
habían tomado medidas correctoras para penalizar anímicamente a los ciudadanos,
aquellos que de manera irreductible se posicionaban en barricadas emocionales
al grito de “no pasarán por nuestra felicidad”, en contra del gobierno obscenamente
constituido. Su caso había sido estudiado como ejemplo de la protesta emocional
ciudadana y de la dignidad que todas las medidas constrictoras no habían
conseguido socavar.
El hecho de que hubiera
salido de casa sin el menor atisbo de tristeza así lo corroboraba y
culpabilizaba. El había sido el elegido para ser la medida cuantificada sobre
la que se mediría la presión fiscal del nuevo impuesto sobre la felicidad que
había implantado el gobierno. Así que, una vez cuantificado y calificado el
grado de felicidad de su unidad familiar, fue dejado en libertad frente a la
fachada siniestra del edificio donde se tomaban las decisiones económicas que
en los últimos tiempos habían caído como losas sobra una ciudadanía inocente de
los delitos económicos cometidos por otros. Como en una pirueta circense, la ponderación
de la tasa sobre la felicidad se aplicaría sobre los tramos establecidos en el
impuesto sobre la renta de las personas físicas de manera inversamente
proporcional al grado de ingresos de los declarantes. A menor renta, mayor
tasa. El razonamiento de los gobernantes era claro: si el dinero no da la
felicidad, no era rentable penalizar a los que más dinero tenían ya que no
serían poseedores de grandes tramos de felicidad.
Pérdida la mañana,
decidió ir caminando hasta casa. Observó como en un bar cercano se había
arremolinado un gran gentío alrededor de la televisión, la cual en ese momento
daba en pantalla las nuevas medidas tomadas por el gobierno para sacar de la
crisis a los poderes financieros. Intentando pasar desapercibido, llegó a
tiempo de escuchar como una de ellas era la que él había ayudado, sin querer, a
conformar. Era viernes y lo comprendió todo. Día de la lotería de medidas
financieras, donde una mujer, sucedáneo de Carmen Sevilla, pero más sabor añejo
si cabe, dirigía con sonrisa de verdugo el nuevo juego de azar implantado por
el gobierno: la lottoajuste. El único juego de azar dirigido estrictamente a la
clase trabajadora y para el que no era necesario comprar ninguna papeleta, ya
que todos los viernes tocaba. El único juego, por fin, que aunque quisiera,
nunca le tocaría a Carlos Fabra, expresidente de la Diputación de Castellón.
Muy bueno, Carlos. Pero no des ideas, no des ideas...
ResponderEliminarPor cierto, el Servicio de control de felicidad y satisfacción personal ciudadana, con tramos de fiscalización inversos en proporción a la renta, podía ciertamente haber sido ideado por los Huxley-Orwell del momento...