El runrún es
constante durante las horas conscientes, las inconscientes son otro
cantar, tal y como corresponde a un
síndrome de abstinencia respetable y que se precie. Un “como dios manda” que
dirían los católicos, apostólicos y romanos, que ellos bien deberían saber de
abstinencias varias y de su ¿cumplimiento? El tiempo cósmico se alarga, se
ondula, se deforma y se percibe como si la condenada sensación de abstemia nos empujara e hiciera caminar
con funambulesca pose por el borde del horizonte de sucesos y fuéramos
absorbidos por la implacable condena abstémica. Sentir y sufrir viendo pasar
los días de veinticinco horas, las horas de setenta minutos y los minutos de
setentas segundos.
El reloj, con marcada impronta de
bolero, parece no querer marcar las horas, no hace falta que se lo demandemos,
aunque, a diferencia de la estrofa de la exitosa canción, en este caso uno
quiere que se vaya para siempre y si puede ser antes, mejor. La abstinencia no
es compañera deseable. La mariposa aletea en continuo movimiento y provoca la
persistencia del deseo de lo prohibido, de lo auto-prohibido, con esa certeza
de que, al alcance de la mano, se encuentra la solución a la fatiga, el remedio
al agotamiento, tanto físico como mental, por la alerta permanente. Sucumbir
definitivamente y no presentar excusas, no pedir perdón por nuestra debilidad.
Porque… ¿es necesario sufrir sin fin hasta una previsible curación?
Encender un cigarrillo con
premeditada proposición, llenar de humo la estancia y conversar de nuevo con la
secreta convicción del placer más infinito. No es sensato admitir que todo lo
que provoca placer, gozo y deleite tiene que ser malo para el ser humano. En
cualquier caso, es malo desde la óptica implantada como correcta, desde la
visión estructural de la ortodoxia más inmovilista. Si la opinión es la
contraria, ¿por qué poner trabas a este libre albedrío de gozo y sombra? ¡Ah!, adoro
Roma y su predisposición absoluta a la fruición como forma de pensamiento, obra
y destino como civilización. Si terminó por implosionar, no fue aquella la
forma más bella de rendir tributo al vicio, a todos los vicios, como entes
supremos y ejes vertebradores que dan sentido, o deberían darlo, a nuestra
estrambótica aparición en la tierra.
Por el camino que vamos recorriendo
como seres vivos se llega al escenario en el que se representa la obra que
marca el colapso del planeta. Y si es así, no merece la pena llegar al mismo
lavado y duchado sino, creo yo, atiborrado de vicios y costumbres libidinosas y
libérrimas. Es lo que nos llevaremos por delante porque, de lo contrario, nos
daríamos golpes de pecho para preservar nuestra rectitud mientras los otros,
aquellos que nos dirigen como marionetas, beben y comen en la mesa del capricho
universal. Para eso, yo también, tú también todos. Al final, es una cuestión
económica: si fuera rico tendría todos los vicios, gozaría cada minuto como si
fuera el último y dejaría un bonito cadáver, pero, como no es así, planifico mi
pobreza desde la credulidad de que la abstinencia viciosa es buena para mí y
mis allegados. Una bonita mentira.
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