¿Pudiera ser que una
hipotética Asociación de Amigos de la Hombrera Ochentera denunciara por injurias
a todos aquellos que se han mofado de tan estrafalario elemento textil? Y,
¿pudiera ser que un juez, educado en tan jotesca forma de vestir, la admitiera
a trámite? Pues así estamos en este país nuestro de cada día, dánosle hoy. Ora
imputo un cantante, ora imputo un actor, ora imputo un político, ora pronobis.
Curiosamente, nunca hay un juez de guardia para imputar a tanto pederasta
sacerdotal ni, siquiera, cuando el verbo venenoso de algún obispo ofende a la
libertad de expresión, a la democracia misma, con su moralina de sacristía
perfumada de incienso.
Si hay algo cierto en el catolicismo
es su visión de sí mismo como verdad absoluta. Todo lo demás es herético y
equivocado y, con ese ansia por determinar el juicio de la historia, ha
infiltrado su discurso jerarquizado, subordinado y militante en el poder
público democrático gangrenando la toma de decisiones en igualdad y produciendo
una profunda metástasis en las libertades públicas. Que un país supuestamente
democrático como España todavía mantenga en su legislación figuras obsoletas,
decimonónicas y rancias provenientes de un concepto de sociedad civil anclada
en el paternalismo político y el servilismo religioso, hace pensar que la
figura de nuestra Constitución referente a la aconfesionalidad del Estado fue,
es y será pura demagogia de políticos de confesionario.
No se ha sabido exigir al estamento eclesiástico
su retirada al mundo individual del que nunca debió salir. Como ciudadanos
podemos, si así lo elegimos, seguir la creencia que nos dé la gana pero,
cuidado, querer imponer a los demás credos, manuales, decálogos y demás misales
como conducta vital no deja de ser una manifiesta agresión a la libertad del
resto que siempre debería ser respondida de forma contundente. Pero aquí, en
España, parece ser que todavía reserva espiritual de occidente, se condena a
quienes se oponen a que dichas creencias puedan determinar, ni un poco, la vida
pública como si la religión fuera una de las vigas sobre las que se asienta
nuestro supuestamente edificio democrático.
El delito de blasfemia huele a rancio,
a añejo, a oscuridad, a tristeza, a desesperanza, a cerrazón, a imposición, a
humillación, a clasismo, a tenebrismo, a sabañones, a castigos corporales, a
crucifijos, a dictadores, a catecismos, a cilicios, a palios y flores a María.
Lo mismo a lo que huele el juez inquisidor y los abogados incitadores de la
denuncia. ¿Se puede ejercer la abogacía cuando tu conducta procesal está
trufada de condicionantes personales que nada tienen que ver con la
objetividad, la ecuanimidad y la justicia? No creo. Si su Dios expulsó a los
mercaderes del templo urge que todo este sectarismo religioso sea expulsado del
edificio democrático. Que se deje de subvencionar cualquier tipo de religión y
que su coste pase a manos de sus feligreses pues, en este caso, los impuestos
pagados por parte de los ciudadanos libres de religión están sirviendo para que
sean atacados por parte de aquellos a quienes va parte de su dinero que,
curiosamente, son aquellos que ven en los países dominados por otras
religiones, estructuras feudales de otro tiempo. Antes pasará un camello por el
ojo de una aguja que un católico español acepte que su posición es semejante.
En fin, como siempre, vendrá un estamento superior que
pondrá, eso espero, cada cosa en su sitio y volveremos a ser el hazmerreir de
Europa, la normal, se entiende, de la otra ni hablamos: nos parecemos tanto.
Será un bocachanclas pero al mismo nivel del obispo de Alcalá de Henares. Aquél
insulta, según los católicos, a su religión y el segundo a la razón. El
problema es que la religión está fundada en preceptos no demostrables y la razón
es básica para el progreso social. Creo que está claro: benditos blasfemos
porque de ellos será el reino de los cielos de agujeros negros.
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