Hemos recorrido
multitud de sendas y veredas. Hemos ascendido alcores escrutando el vasto
dominio secular de esta tierra abierta y desangrada. Heredad plana, y larga, y ancha,
como un lienzo extendido compuesto de cuadrículas humanas vacías, desamparadas.
Radiografía en negativo de una prosperidad huida.
Hambrientos,
transitamos sin descanso la vereda que camina cogida de la mano del río
acompañante. No son dos sino uno paralelos. No se entiende el uno sin el otro
porque no puede haber arterias contrapuestas. Si uno es corriente líquida y
sonora, la otra es vía terrenal y silenciosa que lo complementa. Líneas rectas
perdidas en el horizonte que parecen no tener fin.
A
veces, entre los claros del follaje, se distinguen formas simiescas, metálicas,
incongruentes. Castilletes herrumbrosos del imaginario posibilista de lo que
pudo ser y no fue. Son el recordatorio de la futilidad de lo natural, de la
efímera, pero sutil magnificencia del ecosistema. Camino societario y
transversal de la decadencia mercantilista.
El
continúo deambular en busca de la esencia substancial de pertenencia, elemento vertebral
de cordura más allá de esa globalidad pomposa y circunstancial con la que
pretenden embaucarnos, reconducirnos en la quimérica y laberíntica necesidad de
ser global.
Pueden
que el río y el camino caigan pesadamente en la catarata del fin terrestre y no
haya nada más. O puede que sí. Que, al final, lleguemos a considerar como meta
cualquier recodo que formen entre los dos y nos abriguen como nos abrigamos
nosotros en las noches de invierno.
Que
la silenciosa soledad, la quietud del destierro, sean el consecuente efecto del
alejamiento consensuado frente a esa sociedad claustrofóbica y toxica
malvivida. No existirán atenuantes que nos salven si no nos rebelamos.
Al
final, allá donde el camino y el río se juntan, por fin, quebrando su paralela
existencia, deben existir la plenitud, la vida, los elementos
multidisciplinares que apuntalen la estructura de nuestra existencia más allá
de la coerción existencial del entorno atávico y primigenio.
Allí,
sentados frente a la inmensidad de lo inabarcable, compilaremos nuestra vida en
forma epistolar para los que vengan luego. Aquellos que siguieron el mismo camino
que nosotros recorrimos hacia la libertad mental.
Hacia una emancipación
natural que nos despoje de cualquier atadura, cualquier atisbo de melancolía
coercitiva. No nos faltará la memoria, pero nunca nos invadirá la tristeza de
recordarla.
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