Martino Borbón nunca
había ejercido con libertad el hecho de desear o no cualquier cosa por nimia
que fuera. Nunca pudo elegir desde el supremo albedrío, aquel que concede la
independencia para sucumbir de forma irrevocable al ansia más profunda o al
rechazo más sublime. Martino Borbón es, perdón, era, un ser sin voluntad propia
al albur de un cosmos repleto de ideas, órdenes, de sugerencias entrecruzadas,
lo que le suponía estar todo el tiempo en la cuerda floja del yerro, pifia o
incorrección. Nunca intuyó esta fatalidad vital, esta carencia en la formación
de su carácter e intentar anteponer su individualidad, y las consecuencias,
aciertos o errores, que dicha individualidad podrían acarrearle. No sabía,
ignoraba, en definitiva, decir no y eso supuso que su subsistencia fuera una
realidad virtual construida por otros de la que él, solamente, fue un actor
coincidente.
Martino Borbón lo descubrió tarde.
No tuvo oportunidad de reconducir ese famélico perfil descendente hacia un yo
imperativo, dominante y exigente, en el cual poder ejercer la potestad
unipersonal de su propia autoridad. Cual yincana social, se enfrentó, sin
saberlo, a la exigencia máxima de autocontrol sin dar una respuesta adecuada y
contundente a la oferta desmesurada, al abanico enorme de ofrecimientos que le
fueron saliendo al paso y que, como garras con uñas afiladas de sortilegio y
perfidia, le fueron atrayendo hacia el abismo miope de su debilidad. Todo
comenzó sorpresivamente, como casi todas las cosas que luego terminan en fuegos
artificiales, pasmos mayúsculos o el más castizo: ¿quién me mandó a mí?, con la
realización un viaje a la ciudad de Madrid desde su pequeña ciudad de
provincias con el fin de pasar un fin de semana y sin medir las consecuencias
que podrían acarrearle una ciudad repleta de tentaciones y estímulos envueltos
en el papel de plata de la persuasión más lasciva, excitante y carnal.
Sin embargo, su desdicha no provino
del mundo subterráneo de lo genital, Martino Borbón tenía ese aspecto
arrinconado en el estante de la despensa al cual se relegan los alimentos
consumidos esporádicamente, como si fueran una lata de conserva, sino de otro
pecado capital: la gula. Una gula, claro está, adherida a su desafecto, a su atonía
por decir no, a su repulsa a contrariar el deseo ajeno y anteponer éste al suyo
propio. Por todo ello, con este menú degustación de alelos recesivos, su suerte
estaba echada y la terrible tragedia que ocurrió después no fue sino el acto
final de una fatalidad sobrevenida con su nacimiento. Martino Borbón ya está en
Madrid. Martino Borbón está en Gran Vía. Martino Borbón está a punto de
comenzar, sin saberlo, una carrera sin retorno hacía una voluptuosidad que,
solamente, se paga con la muerte.
En ese atardecer, en ese punto del
tiempo en el que se confunden las sombras con lo real, Martino enfila esa calle
que, saliendo de Gran Vía, desciende hacía la Puerta del Sol entre púberes
tentaciones de aromas interraciales del comercio carnal: la calle Montera. Una
vez allí, se encamina, una sugerencia del recepcionista del hotel en el que se
hospeda, en dirección al barrio de Lavapiés, lugar de cancaneo y solaz de una
parte importante del devenir más moderno y cultureta de la ciudad. Alcanza su
propósito rápidamente y allí, en la cima de la calle del mismo nombre, en ese
pedestal desde el cual descenderá de forma abrupta, se deja deslizar suavemente
por esa senda repleta de atenciones hindúes en forma de curris y tandooris.
Martino Borbón era religioso, católico concretamente, y conocía el Vía Crucis,
esas etapas que llevan a su redentor desde su prendimiento hasta su
crucifixión. Pues bien, a semejanza de su maestro, él también realizó su Vía
Crucis particular, pero a diferencia de las etapas religiosas, sus catorce
estaciones llevaban nombres como: Anarkoli, Shapla, Calcuta, Baishaki, Bombay
Palace, Raja Mahal, Moharaj Real, Taj Mahal, Sonali, Delhi Darber, Dhaka,
Safran, Preity Raj y Raj Puth, cuyos amables dueños le salían al paso de forma
insistente para que pasara a su comedor con la promesa de degustar la comida
original de aquel país.
Así,
desprovisto de toda voluntad, no pudo decir no, no pudo esquivar los
ofrecimientos con una amable sonrisa y seguir hacia adelante sino que fue
entrando en cada uno de ellos como si su consentimiento anulara la ofensa de un
posible rechazo. Entre Vindaloos, Phaal curry, Laal Mass, Piro Aloo y Masalas Dosa
fue saliendo y entrando de cada una de sus catorce estaciones. Su consciencia
iba menguando tras el final de cada etapa y así, en la cuarta y la quinta tuvo
que ser ayudado por una mujer a secarse el sudor que ya le empapaba la camisa
que llevaba y por un hombre que lo sostuvo cuando ya estaba a punto de caer.
Por fin, exhausto, llegó a la Plaza que dibuja la calle en su final y se sentó
en un banco. El calor ambiental apretaba y se conjugaba con el que iba
prendiendo en su interior. Su mirada, perdida en algún lugar lejano de la
memoria inconsciente, le presentaba coreografías y cantos llenos de colores y
olores, de texturas de allende los mares, de sabores exóticos. Visiones que
emanaban desde lo más profundo de su cerebro y, sobre todo, de su estómago. En
esta tesitura estuvo como un hora, impertérrito, imperturbable, ajeno a
cualquier cosa que no fuera el nuevo universo del que ya no podría salir.
En
ese instante, sintió una punzada en el estómago y, rápidamente, se desabrochó
la camisa. Observó como una luz iba creciendo en intensidad iluminando su
cuerpo como se ilumina la oscuridad cuando crece la llama de una hoguera. Su
cuerpo, agotado y exprimido, había entrado en combustión espontánea tras tanto
curry y picantes varios amenazando su vida. Las llamas fueron creciendo en su
interior hasta extenderse por todo su cuerpo y tras un pequeño fulgor, apenas
una chispa, prendió del todo convirtiendo a Martino Borbón en una tea humana.
Como si fuera el centro de un nuevo Big Bang hindú, expandió sobre toda la
plaza los aromas y esencias de todo lo deglutido en su aventura gastronómica.
La plaza se llenó de alegría y sus habitantes se pusieron a bailar y cantar
extrañas melodías hipnóticas. Los edificios fueron recubiertos por un color
entre amarillo y naranja proveniente del todo el curry comido, dando a las
fachadas un encanto multicolor. Martino Borbón, ese ser sin voluntad propia,
era, por fin, el causante del momento más mágico, extraordinario y sorprendente
que se había vivido en aquel lugar en muchos año.
Pero nada dura para
siempre. Martíno Borbón, mejor dicho, sus ascuas, se fueron consumiendo y
apagando hasta no quedar nada de él salvo un polvo amarillento en el lugar que
él había ocupado. Desapareció físicamente pero no su memoria. Hoy, allí mismo,
en el lugar de su asombroso óbito, luce una estatua en posición sedente con un
plato de curry en la mano que cada cierto tiempo esparce aromas y perfumes hindúes
por toda la plaza en su recuerdo y memoria.
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