Los cuerpos
amontonados tras el tiro descerrajado a quemarropa van preparando el terreno y
abonándolo. Brotan de sus cuerpos extensiones, raíces capaces de construir un
nuevo entramado de dignidad en el subsuelo frío y oscuro y extenderse hasta
donde cualquier atisbo de posibilidad pueda de nuevo favorecer la surgencia de
su grito. Da igual la distancia que haya que recorrer, el camino que haya que
andar, poco a poco, aireando el terreno seco por la quemadura de ese sol
cegador que agosta campos como vidas al mirarlo de frente, de cara, parte del
lugar común en múltiples direcciones, tantas como cuerpos acopiados tras la
barbarie, para señalar la tragedia, la herida no cerrada, la hipocresía
instalada en el olvido.
Nunca la soledad de su destino y el
mutismo hermético de su entorno pudieron esconder su presencia. Siempre hubo
quien los recordó para que no murieran del todo. Para que sirvieran de prueba
inequívoca de la gran mentira instalada en el imaginario colectivo, más
proclive a difuminar el pasado que a enfrentarse a él. Muertes vividas y
sostenidas a duras penas en las últimas hojas del libro de la historia pero
que, ahora, conocemos al reparar que siempre leímos al revés, de que había que
comenzar desde atrás para superar su falta, para rellenar esos relatos que
hacen que el texto adquiera la verdad real y no la que nos contaron.
Desde los páramos, las cunetas, los
descampados, irradian sus tentáculos hacia la gran ciudad en la que habita el
olvido, incluso aquel que debieran conocer de cerca a pesar de haber sido
engullidos sus descampados por el desarrollismo urbano que enlosó los campos de
la vergüenza. Buscan la vida que les arrebataron en la memoria de los
descendientes de aquellos episodios. Como raíces profundas y fuertes, procuran
dar luz a sus relatos sin que nada se les pueda oponer. Sepultados bajo un
manto de tierra rápida, van buscando una losa, una lápida que apartar para
renacer y explicar al mundo su tragedia ocultada bajo el velo infame de la
mentira creada para justificar la transición a una nueva realidad. Más nueva
pero más vil.
No busques con tanto ahínco en la
profundidad de los socavones, en la oscuridad de las depresiones, en el vacío
de los hundimientos. No señales con tanto ardor la ocasión. Puede que no sean
simples desperfectos urbanos, deterioros temporales por el uso, roturas efímeras
de una mala construcción, sino la puerta abierta a la verdad que te niegas a
reconocer, la verdad que llega hasta ti atravesando el olvido confortable de la
historia oficial. La verdad que supera cualquier conato de reinterpretación
partidista a favor. La verdad que, como ser humano, deberías haber hecho tuya
aunque el imaginario de tu vida dijera lo contrario. Salir de la zona de confort
aprendida en el triunfo criminal y asumir la realidad que aumenta con el tiempo
y no termina, sino que crece y se multiplica, señala y acusa.
No es ahí donde debes mirar, es detrás de las tapias, en
las cunetas, en las solitarias vaguadas. Es allí en donde te puedes reconocer y
plasmar, no siendo que la mano de la memoria te aferre y descomponga la frágil
cosmogonía de lo aprendido tan fútilmente.
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