Sin duda, pensé en
que no tendría que volver a verle tan pronto, doctor Felton. Una cierta
ambigüedad existencial, mezcla de estabilidad y riesgo a partes iguales,
pronunciaban un tramo menos consultivo y crecidamente libre, más propicio al autónomo
conductismo original y su consecuente cuota de responsabilidad oportuna. Pero
los últimos acontecimientos deben ser auscultados con la perspectiva adecuada
para no caer en una deriva creciente e inquietante hacia un amplio abanico de
violencia verbal, incluso, porqué no, física. Y eso es lo que me da miedo,
doctor, ese impulso animal como respuesta al flagrante asedio, al premeditado
bloqueo con el que la nomenclatura de este país pretende imposibilitar la
ventilación de sus focos de podredumbre heredada.
Sin duda conoce la sentencia. Un
ejercicio de ingeniería legalísima basado en una compilación de normas cargada
con la testosterona típica de sus escribas. El sistema ha hecho caso omiso al
alud de protestas de una sociedad harta de ese lumpen judicial más preocupado
en generar doctrina vacía, finita en sí misma, retroeyaculada y circulante,
difícilmente concordante con el sentido común general, para evadir
responsabilidades aferrándose al salvoconducto del imperio del la ley que ellos
mismos se otorgaron. Como conoce, incluso las llamadas de atención de
organismos internacionales han sido ignoradas por estos gurús del derecho, por
estos charlatanes de feria leguleya, vendedores de un amparo legal basado en su
supremacista concepto legal.
Y, sin embargo, no es todo. La
respuesta, como no podía ser menos, ha ido en consonancia con el carácter
sectario de este cuerpo: en una nueva sentencia por violación se rebaja la pena
al procesado porque iba borracho. Sí, no ponga esa cara, tan cierto es como que
necesito tratamiento, cosa que, además, usted ya sabe. Por otra parte, el eco
mediático que ha tenido el asunto que le he descrito en primer lugar, ha dado
pie a que se intente modificar el caduco muestrario legal que le es de
aplicación a este tipo de procesos, le confieso que mi confianza es nula, o
casi, dado que quienes tienen que modificarlo son los mismo que han viajado con
semejante argumentario a lo largo de estos años sin dar visos de estar a
disgusto con él.
Déjeme que le muestre un ejemplo:
uno de los vocales de la comisión de codificación para la reforma de los
delitos sexuales ha dimitido porque ve inadmisible que la reacción de la
opinión pública lleve a reformas legales. Obvia, por tanto, que la soberanía
reside, en teoría, en el pueblo y que cualquier ley debe tener la capacidad de
poder incardinarse en el acerbo social sin que suponga rechazo y recelo. Es
más, créame, que lo que viene a continuación debería tener respuesta en forma
de cese de cualquier puesto que ocupe este sátrapa: la convocatoria de la
comisión le recuerda al sano sentimiento del pueblo introducido en el Código
Penal alemán en los años del nazismo. Como quien no quiere la cosa, ha
asimilado el descontento popular ante unas leyes caducas con la legislación
nazi, fascista y criminal. ¡Y nadie le ha partido la cara a este sujeto!
Es este hedonismo, esta cultura de
casta, esta vanidad clasista la que hace arder los cerebros, el mío también.
Nada puede ser modificado, rehecho, ajustado, conceptualizado o actualizado en
las cloacas judiciales si no es a instancias de su decreto y parido en sus
entrañas más profundas, en sus reuniones intelectuales masturbatorias, en sus
eyaculaciones protolegales. Cuando nada ha cambiado en años, ¿podemos esperar a
que sean ellos los iniciadores de algo que les pone en entredicho por inacción?
Eso sería como esperar a que los zares rusos hubieran abolido el sistema social
de clases, que Hitler hubiera abolido el sistema supremacista racial o que la jerarquía
eclesiástica católica decidiera seguir los pasos, por fin, de su fundador.
No se prive, doctor, extienda recetas que el pastillero
se ha quedado vacío. Ya sé que debo pensar en otras cosas, en reflexiones que
me lleven a la paz y la tranquilidad de espíritu pero la cosa no amaina. El
gran reidor lleva adelante su aquelarre bufonesco con el que somos humillados.
Y eso, usted entenderá, me enerva.
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