jueves, 5 de abril de 2018

DESMONTANDO A ORTEGA

         Hora: 7:30 A.M. Entro en la cafetería de costumbre con el objetivo de tomarme el primer café de la mañana. Ante mí, el solar del bar se expande vacío e inerte en su actividad, solamente el perezoso y errático trajinar del camarero enturbia el silencio  nada habitual del lugar, normalmente ruidoso y alborotado. Miro a izquierda y derecha con el fin de ubicarme aunque el poso dubitativo de mi actitud no casara con lo observado, como he dicho la barra estaba huérfana total de parroquianos, sorteando mentalmente, como si mi cabeza se hubiera convertido en un bombo de bingo y estuviera a punto de vomitar la bolita, cuál sería el lado al que recurrir. Finalmente elijo la izquierda, cosas de la querencia, y allí me dirijo saludando, casi mentalmente por no quebrar el silencia, al barman.

            Pido la consumición de costumbre aún sabiendo que, posiblemente, haya que poner en marcha el aparato infame que lo muele hasta convertirlo en polvo con un nivel sónico inexplicable. Durante la espera elijo entre el muestrario de prensa a mi alcance. Tomo el más adecuado para esa hora de la mañana y mi estado de ánimo, o sea, el menos denso, el más ligero, simple, inicuo para la mente que se tiene que poner a cien en unos minutos. Opto por el deportivo. Ya llega el café humeante. Estoy en posición de disfrutar de unos minutos de lejana conciencia, de íntima soledad, de un poco de aislamiento. O eso esperaba yo, eso creía yo. Nada dura para siempre, todo es temporalidad. No es un bar un lugar para el lento tiempo.

            Voy dando el primer sorbo al café madrugador, quemándome como es costumbre en esos bares en los cuales prefieren la quemadura de tercer grado del cliente antes que la degustación placentera del brebaje en su punto justo de calentura, y oigo la puerta del local abrirse. Temo lo peor. El nuevo parroquiano, como hice yo unos minutos antes, mira a derecha e izquierda, el orden de factores no alterará el producto, y duda. Yo no tengo ninguna. Sé lo que va a pasar. Estoy seguro. Una vez convencido de su decisión gira a la izquierda y se encamina con paso firme hacia mi posición. Le observo de reojo, su cara sonriente, su gregarismo marcado a fuego en su sociópata sociabilidad y sus claras intenciones. Nada lo parará, me temo.

            Y me pregunto el por qué. ¿Qué mecanismos neuronales se disparan para que en un bar prácticamente vacío, la persona que entra en el mismo vaya a aposentar su culo al ladito mismo del único cliente presente? Y por fin se desarrolla la trama, la sucesión de actos que definen esta actitud. Arrastra un banco al lado del mío, con el consiguiente ruido extemporáneo que interrumpe mi silencio interior. Se sienta y puedo percibir su halo vital. Demasiado cerca, está demasiado cerca. ¡No sé da cuenta! Espero que no quiera entablar conversación, no me conoce y no tengo ganas de sociabilizar. Me importa una mierda lo que él piense. Para cualquier observador, parecería que somos amigos o conocidos, dada nuestras posiciones, pero no es así. Mi cabreo va en aumento.

            Voy acercando a mí la taza de café ya que temo que con tanta proximidad termine por bebérsela. Debo encoger el periódico pues su vitalidad ha ido esponjando en su actitud hasta ir ocupando cada vez más espacio. Al final, acabo arrinconado por una masa corporal insensible al espacio vital ajeno. Todo espacio es de su propiedad si esa propiedad está en manos de otro. Y lo reclama con ese parsimonioso abordaje que despliega como el pitu caleya en su cortejo. Ya está bien. Mi última reflexión es para Ortega. Su pensamiento ha sido superado. En esta sociedad ya nadie es él y su circunstancia sino que somos nosotros y las circunstancias de otros. Esa circunstancia que invade nuestra vida, nuestro espacio vital, aunque sea solamente en un bar una solitaria mañana de marzo.

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