Hora: 7:30 A.M. Entro
en la cafetería de costumbre con el objetivo de tomarme el primer café de la
mañana. Ante mí, el solar del bar se expande vacío e inerte en su actividad,
solamente el perezoso y errático trajinar del camarero enturbia el silencio nada habitual del lugar, normalmente ruidoso
y alborotado. Miro a izquierda y derecha con el fin de ubicarme aunque el poso
dubitativo de mi actitud no casara con lo observado, como he dicho la barra
estaba huérfana total de parroquianos, sorteando mentalmente, como si mi cabeza
se hubiera convertido en un bombo de bingo y estuviera a punto de vomitar la
bolita, cuál sería el lado al que recurrir. Finalmente elijo la izquierda,
cosas de la querencia, y allí me dirijo saludando, casi mentalmente por no
quebrar el silencia, al barman.
Pido la consumición de costumbre aún
sabiendo que, posiblemente, haya que poner en marcha el aparato infame que lo
muele hasta convertirlo en polvo con un nivel sónico inexplicable. Durante la
espera elijo entre el muestrario de prensa a mi alcance. Tomo el más adecuado
para esa hora de la mañana y mi estado de ánimo, o sea, el menos denso, el más
ligero, simple, inicuo para la mente que se tiene que poner a cien en unos
minutos. Opto por el deportivo. Ya llega el café humeante. Estoy en posición de
disfrutar de unos minutos de lejana conciencia, de íntima soledad, de un poco
de aislamiento. O eso esperaba yo, eso creía yo. Nada dura para siempre, todo
es temporalidad. No es un bar un lugar para el lento tiempo.
Voy dando el primer sorbo al café
madrugador, quemándome como es costumbre en esos bares en los cuales prefieren
la quemadura de tercer grado del cliente antes que la degustación placentera
del brebaje en su punto justo de calentura, y oigo la puerta del local abrirse.
Temo lo peor. El nuevo parroquiano, como hice yo unos minutos antes, mira a
derecha e izquierda, el orden de factores no alterará el producto, y duda. Yo
no tengo ninguna. Sé lo que va a pasar. Estoy seguro. Una vez convencido de su
decisión gira a la izquierda y se encamina con paso firme hacia mi posición. Le
observo de reojo, su cara sonriente, su gregarismo marcado a fuego en su sociópata
sociabilidad y sus claras intenciones. Nada lo parará, me temo.
Y me pregunto el por qué. ¿Qué
mecanismos neuronales se disparan para que en un bar prácticamente vacío, la
persona que entra en el mismo vaya a aposentar su culo al ladito mismo del
único cliente presente? Y por fin se desarrolla la trama, la sucesión de actos
que definen esta actitud. Arrastra un banco al lado del mío, con el
consiguiente ruido extemporáneo que interrumpe mi silencio interior. Se sienta
y puedo percibir su halo vital. Demasiado cerca, está demasiado cerca. ¡No sé
da cuenta! Espero que no quiera entablar conversación, no me conoce y no tengo ganas
de sociabilizar. Me importa una mierda lo que él piense. Para cualquier
observador, parecería que somos amigos o conocidos, dada nuestras posiciones,
pero no es así. Mi cabreo va en aumento.
Voy acercando a mí la taza de café ya que temo que con tanta
proximidad termine por bebérsela. Debo encoger el periódico pues su vitalidad
ha ido esponjando en su actitud hasta ir ocupando cada vez más espacio. Al
final, acabo arrinconado por una masa corporal insensible al espacio vital
ajeno. Todo espacio es de su propiedad si esa propiedad está en manos de otro.
Y lo reclama con ese parsimonioso abordaje que despliega como el pitu caleya en
su cortejo. Ya está bien. Mi última reflexión es para Ortega. Su pensamiento ha
sido superado. En esta sociedad ya nadie es él y su circunstancia sino que
somos nosotros y las circunstancias de otros. Esa circunstancia que invade
nuestra vida, nuestro espacio vital, aunque sea solamente en un bar una
solitaria mañana de marzo.
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