Vamos viajando con
velocidad constante a través de un tiempo, para todos nosotros, finito.
Detraemos instantes espaciales que, una vez vividos, se pierden en ese tiempo
como lágrimas en la lluvia. Es este paso del tiempo, metódico, sistemático,
graduado en unidades lineales de formato anual el que nos invita de forma
insistente a asomarnos al abismo consecuente con la muerte más allá de toda
creencia religiosa. La nada, al fondo, nos dice, desde la penumbra, que a su
lado hay siempre sitio. La vida, todas las vidas, transitan a lomos de una
primavera, que nunca es eterna, hacia ese otoño vital que nos espera de forma
premeditada, deliberada, desde que nacemos, a fuerza de cumplir años.
¿Maduramos así, de forma
estructural, con el paso de los años? Mis años ya son muchos para el estándar
temporal vigente pero me niego a madurar si eso significa la obligatoriedad de
ralentizar mi vida, de hacerme a un lado para dejar paso al siguiente por el
mero hecho postural de la edad. No asumo ni acato actitudes “acordes con la
edad” que solamente me sugieren tristeza, abatimiento, desánimo. No respeto esa
interpretación con sumisión del estándar vital, ese conjunto de normas
decretadas de forma reglamentaria para que, conforme a la edad, ejecutemos la
ciudadanía conforme a lo que se espera de unos ciudadanos de bien: ordenados,
pulcros de actitud, bastantes conservadores, sin crítica ni protesta.
Prefiero el verbo macerar. Macerar
emocionalmente extrayendo a cada paso todo lo que de excitante puede uno
poseer. Y repetir continuamente, hasta la propia extenuación, sin importar el
tramo existencial en el que uno se encuentre. Solamente así puede uno sentirse
satisfecho con lo realizado. Si ha exprimido el jugo de forma casi irracional
para considerar que el tránsito ha merecido la pena, que no se ha dejado nada por
experimentar por el que dirán, por las normas, por ser un ciudadano de bien
conforme a derecho. Pero, no nos confundamos, nada de todo lo dicho está reñido
con la responsabilidad, con la capacidad intelectual, con el acervo social que
se le supone, intrínsecamente, a la madurez en la terminología bienpensante.
Pero macerar con todos esos ingredientes le da un plus de verdad, de autenticidad, de propiedad
intelectual de uno mismo para dejar de ser uno más de esa masa amorfa, y ciertamente
peligrosa, que camina pastoreada por el mayoral florido del consentimiento.
Hace unos días cumplí 54 años y, de forma impía, he
venido macerando en el tiempo con ese adobito justo de orégano, de pimentón, de
perejil, de vinagre…Frito en harina de garbanzos, como la buena fritura
andaluza. Estoy bueno, ¡y lo sabes!
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