El edificio amenazaba
ruina, eso saltaba a la vista. Los cimientos, mal asentados sobre arterias por
las cuales, durante muchos años, muchos, se desangró parte de la conciencia
colectiva que podría haber supuesto su regeneración, derivaban de la
horizontalidad y parecían hacer flotar la estructura como si esta navegara
sobre la líquida vergüenza que hizo posible su edificación. La nomenclatura,
atrincherada en la azotea del mismo, hacía tiempo que había perdido toda
conexión con la realidad que habitaba un poco más abajo, en los pisos inferiores,
en donde la vida luchaba diariamente por sobrevivir, por no morir de inanición.
Abandonados a su suerte, o su mala
suerte, cada rellano se había organizado por sí mismo en células soberanas en
las cuales cada piso, el A y el B, izquierda y derecha, o bajo, se procuraban
su propia realidad inmediata, su metamorfosis en unidades de combate a la caza
de una supremacía que hiciera más llevadera su cotidianeidad. La insolidaridad
se había apoderado de sus almas provocando el recelo del otro, la duda intencionada
y una desconfianza general que melló los engarces que mantuvieron precariamente
la fábrica hasta ese momento. Nadie pensaba, intuía o razonaba en que la
quiebra inesperada del inmueble común sumiría a todo sus inquilinos en la más
absoluta oscuridad vital, o sea, la muerte.
Hacía tiempo que los servicios
básicos habían dejado de funcionar. No se recogía la basura, el correo dejó de
recibirse ante la selvática e inidentificable situación y, porque no decirlo,
ante la muere de varios carteros atacados por huestes que deambulaban al albur
de la inseguridad manifiesta. No se realizaba el mantenimiento diario, las
humedades originadas por las babas rabiosas de unos y otros provocaban en el
ambiente ese hedor nauseabundo de cloaca, el ascensor quedó atrapado en los
bajos fondos por falta de piezas…El poder omnímodo del búnker había ido
suprimiendo todo derecho vecinal como forma de control, de chantaje, de
coacción ante las exigencias de libertad.
Si la centralidad exponía se
decadencia sin sonrojo, el perímetro, la periferia del aquel monolito
crepuscular no presentaba mejor aspecto. Al vaivén de las corrientes, de las
mareas o de la oferta del día que supusiera un reconocimiento efímero, no se
habían percatado de que su fachada, aquello que le separaba del abismo,
presentaba inquietantes grietas. Grietas de un grosor tal que una mano podía
penetrar por ellas. De hecho, como si de una película de terror se tratara,
había noches en la que se podía adivinar, si se era un observador perspicaz,
decenas, centenares de manos introduciéndose por aquellas grietas y, como
serpientes, recorrer las estancias sigilosamente. Sus huellas, aún húmedas a la
mañana siguiente, dibujaban el mapa arterial de su asalto. Demasiadas manos
para tan poco pecunio. Por otra parte, el desconchado del revoco medianero
dejaba al descubierto el mal armado cemento utilizado en la construcción de
aquellos años. Una suerte de aluminosis colectiva se adueñó de los
perpetradores de semejante aberración y una suerte de olvido de los elementos
básicos del constructivismo hizo aflorar esos edificios que, en este momento,
se van agrietando por unas juntas poco fiables y un mantenimiento escaso.
Con el tiempo, una sociedad de
capital-riesgo radicada en un paraíso fiscal ofreció una solución ante el
derrumbamiento anunciado: instalar raíles entre el bunker y el resto del
edificio y entre los diversos rellanos de este último. Así, ante cualquier
eventualidad, las diversas unidades estructurales podrían cambiar su ubicación
moviéndose por los mismos y conformar un dibujo constructivo más acorde con su sensibilidad.
Una deconstrucción constructiva de amplio espectro con la posibilidad, si se
contrataba en la póliza, de llegar hasta el dibujo definitivo: urbanización de viviendas
unifamiliares con parcela.
Nada de esto llegó a suceder. Las
banderías se unos y otros, dedicadas a entorpecer el normal devenir vecinal y
los grupos de saqueo verticales, consagrados al desvalijamiento del común,
hicieron que aquel desgraciado paraje quedara olvidado. Las muertes ocurrieron,
la sangre siguió manando sin que nadie hiciera nada, sin que nadie levantara la
voz de la razón y del diálogo. Nadie hizo caso a aquellos ruidos nocturnos cada
noche más audibles y un buen día el mecano cedió, pero para pasmo de los
observadores internacionales que acudieron a la tragedia, el bunker, que había
sido reforzado en su estructura con total alevosía y objetivo doloso, se había
desplazado de arriba hacia abajo como llevado por una polea que lo equilibraba,
de tal suerte que había ido aplastando al resto del edificio sin sufrir daño
alguno.
Nada
quedó salvo la ominosa realidad del fracaso, del fracaso de la generalidad
aprisionada en esas 155 escaleras de interior. El poder se salvó, siempre se
salva. La empresa de capital-riesgo había asegurado su futuro con la compra de
productos financieros tóxicos luego diseminados entre confiados pequeños
inversionistas, habitantes de tantos y tantos edificios en ruinas.
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