El resultado del
Congreso del P¿S?¿O?E, en el que se elegía el nuevo Secretario General, puesto
vacante después del golpe de estado político que descabalgó a Pedro Sánchez del
mismo en octubre pasado, no deja de ser una gran hostia a mano abierta a la nomenclatura
histórica de este partido anclada en el determinismo capitalista y alejada de
forma vergonzosa de sus militantes y simpatizantes. Unos militantes que han
visto a lo largo de estos años como sus representantes políticos han ido
derivando hacia el conservadurismo más añejo, convirtiéndose en una suerte de
oligarquía de izquierdas capaz de pactar y mantener en el gobierno de la nación
a los hijos y nietos de los sátrapas del anterior régimen, fascista y
autoritario, aquel que persiguió, encarceló y expatrió a los familiares de
aquellos y a ellos mismos.
Desde el abandono del marxismo en el
Congreso de Suresnes, la deriva ideológica del P¿S?¿O?E ha mostrado el grado de
fariseísmo que motivaba a sus líderes, llegando a estar más preocupados de su posicionamiento
jerárquico en el entramado partidista y su posicionamiento social en el
entramado público que de posicionar de nuevo en la izquierda ideológica a un
partido cuyas actitudes se alineaban sospechosamente con los mandatos y
recomendaciones de los mercados y poderes financieros; los mismos poderes que
fueron dando cobijo a muchos de sus dirigentes más conocidos. Todo este tiempo
perdido en luchas internas y canibalismo absurdo ha ido minando la confianza de
su electorado sociológico con la consiguiente pérdida de presencia
representativa en los foros democráticos de poder, a lo que se ha sumado sus
pactos con fuerzas de derechas que suponen la definitiva perversión de su
ideario y que se revuelvan en sus tumbas los que cayeron por defenderlo.
La nomenclatura, representada por el
“susanismo” rampante, por el felipismo y guerrismo rancio y por las puertas
giratorias hacia la seguridad económica, esa “beautiful people” socialista de
salón de té, erró en sus conclusiones a la hora de medir el grado de afección
de la militancia, una militancia cansada de que hicieran oídos sordos a sus
mandatos, los únicos que debería ser válidos para el político que,
supuestamente, los representa, y, por eso, con ganas de pasar factura a tanta
tontería y gilipollez, a tanta palabrería sin mensaje, a tanta decisión sin
resultados, en definitiva, a tanto mirar por encima del hombro a la base y a la
ciudadanía que sustenta todo el edificio democrático. ¿Se puede ser tan imbécil
como para no sospechar de esto último y creerse más importantes que los
auténticos socialistas de verdad, los militantes, y que éstos seguirían, por
ignorancia, su juego? Se puede ser. Y quedarse tonto, como Carmona.
Uno de los ejemplos que ponen al
descubierto la lejanía entre la militancia socialista y sus representantes ciertamente
marcianos, y que ha traído, entre otros, este resultado, es el caso de
Zaragoza, en donde el gobierno municipal intenta remunicipalizar los servicios
privatizados por el Partido Popular entre sus correligionarios ideológicos y
amigos empresarios con la oposición de los representantes socialistas,
alineados todos con el Susana Díaz en el Congreso celebrado y cuya corriente y
líder ha sido derrotada por los militantes seguidores de Pedro Sánchez.
¿Dimitir? ¿Aceptar la opinión de la militancia? Para eso hay que tener
vergüenza política y no sé yo si hay de eso en la mochila de tanto bilioso…Lo
mismo se podría decir de todos esos barones regionales “susanistas” que
menospreciaron al candidato Pedro Sánchez, llegando incluso al insulto personal,
y que han sido derrotados en sus feudos por este último. ¿Ahora qué?
Y por último, ¿limpiar la mierda o
unir fuerzas? Para el candidato vencedor decantarse por esto último puede ser
una espada de Damocles sobre su cabeza, ya le cayó en octubre, puesto que el
resentimiento de la derrota anida entre tanto dirigente podrido de bilis y con
ganas de venganza ante lo que consideran un atropello de los militantes, sin
aceptar la legitimidad que nace de la propia militancia. La primera opción,
deseable. Separar las manzanas podridas de conservadurismo del partido y a
quien no crea en los postulados de Pablo Iglesias, su fundador. Proceso lento y
duro, pero exigible a un partido que ha ido perdiendo el significado de las
palabras socialista y obrero.
Patada en la boca del socialismo ochentero que, como la
movida madrileña, han sido uno de los mayores pufos que ha sufrido este país en
democracia. Ahora: patada a seguir.
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