La doña está sola.
Nadie comprende su hastío ante el escenario imprevisto que nunca cupo en sus
planes ni sueños. La doña está desolada. Pasan los días y ni un contexto
problemático que llevarse a la boca. Apenas una baldosa suelta aquí, alguna
valla sin pintar allá, algún desbroce sin hacer acullá. La doña está vacía. Van
cayendo las piedras de esta Jericó escondida de sí misma y, al unísono, va
desapareciendo el remoto castillo de naipes de su propaganda personal. La doña
está desnuda. Nada ni nadie puede vestir lo que nunca ha sido ni nunca será.
Nada ni nadie puede enmendar su error de perseguir el continente en lugar del
contenido como fórmula de victoria. Nada ni nadie puede llenar el bagaje
personal de las experiencias verdaderas que dan impulso a los proyectos
políticos cuando nunca se ha pasado por el tránsito laboral.
La doña está desierta. De su
interior hace tiempo que desaparecieron las personas, los lugares, las ideas,
los proyectos, la sociedad. Es lo que tiene vivir siempre en política, de la
política, como profesión unilateral, que termina uno desierto de sí mismo y de
los demás por el abandono, por el desaliento, por el desánimo de quienes acaban
por descubrir el vacío interior de la esfinge, el desocupado féretro sin muerto
del sepelio. La doña está desesperada. Apenas un festival juvenil con banderas tricolores,
una memoria que ella desconoce y proscribe, una calle sin nombre. Como los
orates, recorre las rúas, los callejones, en busca del gulag que debería
existir así como existe ese gulag en el imaginario de su verdad, esa verdad que
le adoctrinaron muy derechosamente. En su lugar encuentra sonrisas y
tranquilidad, el correcto movimiento de la simplicidad aplicada al devenir
público.
La doña está abandonada. Ella que
siempre se imaginó como la derecha guiando al pueblo, con su pecho descubierto,
símbolo del nuevo matriarcado político. Como una cazadora torpe de tesoros, se
deja deslumbrar por el brillo engañoso de cualquier baratija con la que poder
deslumbrar al populacho. Pero desconoce los entresijos, la maquinaria, el hilo
conductor de su supuesta actividad. Desde su observatorio de marfil acolchado
de sueldos es incapaz de desentrañar el juego. La doña está aislada. Ha sido
entoñada por tanto tufo de capacidades desmedidas cuchicheadas a su oído en los
momentos precisos dejándose querer. Su ejército es escaso. Acaso dos peones más
preocupados de sí mismos y de su
permanencia, de su disponibilidad servil para la ocasión, que el sueldo lo
pintan calvo. La doña está bloqueada. Ese desapego diario no le deja entender
los tramposos conatos de oposición de su situación, de las batallas perdidas de
su tesitura política, de las balas de respuesta con las que arma a los otros.
Como el coronel de la novela de
García Márquez espera en vano su pensión, la doña espera el triunfo que no
llega mostrando mientras tanto el desasosiego ante tanta espera, a veces de
forma extemporánea, a veces de perfil altanero, las muchas en vano por su
fatuidad. Pompa y circunstancia carente de mensaje, pues el mensaje no importa
a esta clase de políticos, sino el poder intrínseco, la victoria soberbia, el trabajo
posterior escaso, acaso, la representación notarial de su estatus. Y mucho de
desprecio al otro, al que vive la ciudad, al que la sufre. Si es preciso se
enfanga el argumento, se impugna la decisión, se recurre ruidosamente. ¿Le
preocupa, acaso, las consecuencias sociales y económicas? No. Solamente
desprestigiar tramposamente al contrario.
La doña está triste. No es alcaldesa como sí lo fue su
querida Botella. Si por eso está sufriendo, tenemos un césped nuevo para mirar
las estrellas.
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