jueves, 5 de febrero de 2015

HABLO DE LA EDAD DEL VIENTO QUE NUNCA CONOCÍ (PARTE I)

             Hacía un frío desgarrador, un frío que se le iba introduciendo entre las capas de ropa en las que se había envuelto esa mañana de enero, fría y húmeda, y su piel ya apergaminada por el tiempo usado para llegar hasta este momento de su vida. Un viento que subía belicoso serpenteando desde la base de la montaña hasta la cima, zigzagueando entre las revueltas caprichosas de un terreno atormentado en un no se sabe que de telúricos cataclismos pasados, como si a él, el viento, también le costara desplazarse, contraponiéndose a sí mismo.

            Allí, en aquel espacio desgastado, carente, escaso, reinaba el viento, reinaba en todo su esplendor eólico, como si en todas las mañanas de invierno, de todos los inviernos que él había conocido, ejecutara el mismo ritual hasta alcanzar su trono desde el cual fustigar sin indulgencia a los que se atreven a desafiar su presencia, su orden, intentando civilizar a su antojo lo que no les es propio. La cumbre natural nunca ha sido valle, nunca ha sido pusilánime, al contrario, solamente concede su perdón a quienes osan perseverar en su voluntad de conquista, de permanencia. Allí estaba él, sin querer enfrentarse al viento, su guerra interior era otra, su desasosiego más profundo. El viento fue su aliado hace ya muchos años y ahora, de nuevo, volvía a sentir su compromiso y su fuerza, o así le parecía a él, como si enterado de su intención quisiera acompañarlo de la misma forma como le acompañó entonces, cuando todo sucedió, solidario, compañero y, sobre todo, confesor.

            Esa mañana se había levantado temprano luchando contra una pereza que hubiera ganado la batalla contra su escaso ánimo de no ser por la promesa incierta de un posible desenlace. Algo en su interior removía el pasado y lo recordaba, lo traía a la memoria en pasajes borrosos de interpretación incierta. Estaba convencido de que debía subir a la montaña, personarse en aquel lugar totémico y cerrar el paréntesis, cerrar el pasado y las viejas heridas y doblegar el tiempo a su favor.

            Se vistió despacio, ritualizando cada movimiento, con un orden que se diría ancestral. Uno a uno, los distintos ropajes fueron superponiéndose en su cuerpo hasta dibujar en el espejo de su habitación la figura tantas veces vista en el mismo tiempo, en el mismo espacio, como si las dos magnitudes se repitieran en ciclos continuos hasta alcanzarle siempre. Desayunó frugalmente, como de costumbre, y una vez asegurado de que llevaba todo lo que necesitaba para el viaje, salió en busca del tribunal natural que esta vez, por fin, esperaba que le absolviera. Tanto tiempo esperando este momento, chocando a veces, otras bordeando los obstáculos de la vida, dejando aparte, en espera, una resolución de la verdad. Viviendo, aguardando, manteniendo la disposición, la correlación de los sucesos cotidianos. Cada cosa en su lugar representando cada día un rito pagano de pulcritud y aseo, material y emocional, para no echar a correr, para no huir de todo.

            El camino que separaba su casa de su destino no era muy largo, apenas media hora en coche. Un coche, que como él, ya no era el mismo, pero que realizaba su papel como lo hizo siempre, quien le acompañó tantas veces en el mismo recorrido. Sintonizó la emisora habitual en sus viajes y partió entre músicas imposibles y comentarios banales de un tiempo político sospechoso en el cual, los periodistas de verdad, deben esconder en el cajón de la integridad los principios, la verdad, por temor a represalias. Un tiempo no tan diferente del de antaño, como si sus descendientes bastardos hubieran tomado las riendas para regresar al pasado. Un pasado que ellos conocían bien, educados como estaban en la perpetuación de su verdad, una verdad que consideraban única, verdadera y libre en sus privilegios de sacristía y posición social. Una verdad dominante y rígida, intolerante e insolidaria, que hace recaer en los demás las consecuencias de su rango, de sus prebendas, abocando a la pobreza y la exclusión a todos los que no son de su cohorte en un sortilegio de privilegiada exclusión social de estatus superior. Hacía tiempo que él ya se había bajado de las barricadas, exhausto y cansado de luchar. No comprendía la resignación y la apatía de la mayoría silente ante las agresiones del poder. Ya no creía en nada ni en nadie y el final de la historia le parecía el lógico resultado. Ahora intentaba comprenderse a sí mismo y a su realidad, a su circunstancia, como leyó, hace ya mucho tiempo, a Ortega. 

Continuará...

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