Acariciado sutilmente
tras los cristales tamizados de polvo de la venta por los primeros rayos que
asomaban entre las montañas, protegido del frío que en oleadas estrellaba su
furia gélida en aquella cristalera sucia, en ese momento en el que el día y la
noche se confunden y se entregan a la disputa incruenta por el triunfo, en el
que los olores son limpios y puros y uno no sabe todavía que dirección tomar,
la del día que aclara poco a poco o la de la noche que se bate en retirada, estaba
seguro que todos los allí reunidos exhalaban todas las miserias y falsedades
que les atenazaban al estar, como el tiempo, en ese momento en que solamente un
hilo separa el mundo de la luz del mundo de la oscuridad, ese limbo vital que
moviliza y mezcla nuestros instintos más animales.
Y allí, inmerso en sus pensamientos,
atrapado por la ensoñación onírica de un tiempo imperfecto, ese tiempo que
nunca ofrece una realidad cierta sino una inexistencia en forma de quimera,
constató que uno nunca conoce la verdad de las cosas, la verdad de cada una de
las situaciones que le toca vivir, de las vidas de los que le rodean, por mucho
que uno se esfuerce por satisfacer ese derecho ético y aquéllos que le rodean
sea íntimos o cercanos. Uno solamente conoce la verdad mentirosa que no se
esconde tras las apariencias, que no se oculta tras las máscaras carnavalescas
del artificio y de la simulación, la verdad imaginaria de las distintas
situaciones de la vida.
Se dio cuenta que su vida, al igual
que las vidas de los demás, se parecen en gran medida, incluso parecen estar
contenidas, en esos libros móviles o desplegables, con ilustraciones sorpresa,
que nos acercan distintos escenarios donde completar nuestro discurrir
cotidiano. Pasamos páginas y páginas teniendo y viviendo la obscena sensación
de tener marcado el guión. Leemos en la hoja de la izquierda lo que vamos a
representar en ese escenario que se abre ante nuestros ojos en la hoja de la
derecha, o al revés. Actuamos como autómatas que responden, cual Siris de voz
metálica, a unos parámetros introducidos de antemano, elaborados a partir de la
estadística que nos ha medido antes, de la cabalística manipulación social del
buen simio.
¿Pero qué hacer cuando ya se ha
interpretado más de la mitad de las escenas visuales del cuento…chino? ¿Qué
hacer cuando al pasar la página descubrimos que el artefacto que despliega
nuestra siguiente escena se ha quebrado? ¿Olvidar? ¿Desechar ese trozo de vida
aún cuando quedemos amputados a falta de un pedazo de nosotros mismos?
Allí estaba él intentando desplegar
los libros de la sustantividad de quienes le había acompañado tantos años sin
más conocimiento que la casualidad que allí los había reunido. Pero se daba
cuenta que necesitaba encajar en aquella larga escena de coleccionables de
biblioteca temática, abrir su página y vivir, morir, cerrar ese capítulo y
avanzar hacia otra página, quizás distinta, quizás mejor, o pero ¡quién sabe!
Siempre se había preguntado si al desplegar un fragmento propio de su escena no
se cerraría sin querer cualquier fragmento que, perteneciendo a otro, posea
otros personajes distintos del principal hasta ese momento: él. Representamos
de pronto otra escena cerrando una vida y un spin off se nos pierde en la
memoria adquiriendo su propia voluntad y
pasamos a ser en ese nuevo artificio que no nos pertenece como el actor
secundario Bob. De una obra salen infinitas posibilidades, infinitas secuelas.
Algunas fracasarán, pero de lo que no cabe duda es que su recorrido borrará la
memoria y el recuerdo del origen. Un origen que pasará de puntillas en
cualquier conversación o situación, terminando por quedar olvidado, presa del
ostracismo, en los estantes de un recuerdo lejano, confuso y perdido.
Uno a uno fue cerrando cada uno de
los libros abiertos en su memoria selectiva, reminiscencia de un pasado muchas
veces releído. El tibio sol de media mañana incitaba a un nuevo proyecto. La obra
coral celebrada hasta ese momento llegaba a su fin y cada uno de los personajes
que hasta ese instante la habían sustentado sobre el escenario de una vida,
estaban dando lugar a nuevas secuelas, cada uno la propia, en la que se convertirían
en personajes principales. Unas cercanas, otras lejanas, tanto físicamente como
emocionalmente, donde solamente el hilo conductor del recuerdo del espectador
tenía la clave que pudiera evocar que una vez pisaron el mismo escenario.
Era un buen momento para deslizarse ladera abajo y vivir
al completo su nueva narración. Era la verdad que estaba buscando desde hacia
tiempo, no la realidad, sino su verdad.
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