Cuando por fin llegó
a su destino tuvo la sensación de no pertenecer a ningún sitio. En aquel remoto
lugar se podía estar en dos divisiones territoriales diferentes, esas
divisiones absurdas que pretenden separar modos de vivir similares,
pensamientos cercanos, parentescos directos. Simplemente bastaba con trazar
sobre el papel la línea divisoria, consensuada en largas reuniones de tahúres
jugándose el destino de los otros, colocarle un trapo de colores a cada
división y declarar con pompa y circunstancia la diferencia. Sin embargo, para
él, la verdadera diferencia está en el interior de cada uno, ese interior que
conforma nuestra actitud y respuesta ante la vida y ante los demás. Pretenden
encajonarla, cuantificarla y clasificarla en modos de manual y escaletas de
producción, aborregando a la masa, otra vez Ortega, y confundiéndola hasta
convertirla en un rebaño amorfo, sin identidad, que se va creyendo paso a paso
su fatal destino. Allí mismo necesitaba imperiosamente colocarse en esa línea
divisoria e imaginaria y no pertenecerse, ni siquiera a él mismo, para poder
ser de todos y tomar conciencia de nuevo de su individualidad tan olvidada y
recuperar su destino y la dirección que lo acerca, que se lo acerca.
En alguna ocasión había pasado por
aquel mismo lugar durante algún estío anterior. Y siendo el mismo lugar era
diferente. Ahora, cargado de invierno, tamizado y revestido con el manto blanco
repleto de humedad y frescor, con la limpieza y nitidez propias de los días en
los que el sol despunta con vigor entre gélidas mañanas y se adueña del cielo,
nadie podía imaginarse la radicalidad con la que en su efecto contrario se
mostraba en los meses centrales del año. En esos momentos, el verano se
mostraba en toda su colérica magnitud, quemando y resecando toda la naturaleza
que encontraba a su paso, levantando espirales de polvo sediento, actuado más
como un pirómano incendiario que como proveedor y facilitador de vida, de una
vida, la suya, que quería desangrar hasta conocer la verdad.
Y era el mismo lugar, sin duda, lo
conocía bien, pero era capaz de comprender que los lugares son distintos según
los ojos que los miran, aunque quien los observe sea la misma persona. Cada
realidad, mejor dicho, cada verdad, siempre es distinta, está veteada de
matices a lo largo del espacio y se muestra troquelada de un tiempo inyectado
de experiencias, las mismas que hacen que la interpretación de lo observado, los
sentimientos que provoca, sean siempre diferentes y, a veces, contradictorios.
En aquel paraje extremo, con edificios diseminados arbitrariamente, como si un
concejal de urbanismo loco hubiera jugado a la ruleta rusa, se sentía la
codicia humana, capaz de exprimir hasta la última gota la decadencia que se
manifestaba de forma ostensible por todo el contorno.
Todo era diferente pero conocido. Aquí y allá algunos
edificios le habían acompañado a lo largo de todos estos años. Habían
envejecido con él y eso le hacía sentir que no estaba perdido del todo, que se
podía reconocer en ellos. Bien es verdad que algunos faltaban, pero en conjunto
todo estaba como siempre. Todos en su lugar a la hora convenida, como actores
en espera de que los espectadores hagan su entrada en aquel patio de butacas
imaginario y todo comience a tener sentido: su vida, su obra. El también era un
actor, un actor de su obra y de la obra de los que allí le esperaban año tras
año. Por tanto, no quiso salirse del guión eterno establecido y condujo sus
pasos, nada más llegar, hacia la venta, comenzando el ritual tantas veces
aprendido. Pidió un café y se quedó, como siempre, observando el ir y venir de
unas vidas que daban, sin que ellas lo supieran, continuidad a la suya.
Movimientos, que por sabidos y conocidos, le resultaban ya mecanizados pero
que, suponía él, escondían, creía él, las mismas preguntas que él silenciaba.
Normalidad frente a la angustia, rutina frente a la emoción y la nostalgia que
todos albergamos dentro, opacidad frente a la transparencia de la sorpresa.
Todos allí reunidos sin haber sido llamados, cada uno en su quehacer, sin el
cual la vida de ese eterno y viejo lugar quedaría amputada, dando como
resultado que la representación nunca terminara del todo, por tanto,
inconclusa.
Continuará...
Continuará...
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