jueves, 12 de febrero de 2015

HABLO DE LA EDAD DEL VIENTO QUE NUNCA CONOCÍ (PARTE II)

           Cuando por fin llegó a su destino tuvo la sensación de no pertenecer a ningún sitio. En aquel remoto lugar se podía estar en dos divisiones territoriales diferentes, esas divisiones absurdas que pretenden separar modos de vivir similares, pensamientos cercanos, parentescos directos. Simplemente bastaba con trazar sobre el papel la línea divisoria, consensuada en largas reuniones de tahúres jugándose el destino de los otros, colocarle un trapo de colores a cada división y declarar con pompa y circunstancia la diferencia. Sin embargo, para él, la verdadera diferencia está en el interior de cada uno, ese interior que conforma nuestra actitud y respuesta ante la vida y ante los demás. Pretenden encajonarla, cuantificarla y clasificarla en modos de manual y escaletas de producción, aborregando a la masa, otra vez Ortega, y confundiéndola hasta convertirla en un rebaño amorfo, sin identidad, que se va creyendo paso a paso su fatal destino. Allí mismo necesitaba imperiosamente colocarse en esa línea divisoria e imaginaria y no pertenecerse, ni siquiera a él mismo, para poder ser de todos y tomar conciencia de nuevo de su individualidad tan olvidada y recuperar su destino y la dirección que lo acerca, que se lo acerca.

            En alguna ocasión había pasado por aquel mismo lugar durante algún estío anterior. Y siendo el mismo lugar era diferente. Ahora, cargado de invierno, tamizado y revestido con el manto blanco repleto de humedad y frescor, con la limpieza y nitidez propias de los días en los que el sol despunta con vigor entre gélidas mañanas y se adueña del cielo, nadie podía imaginarse la radicalidad con la que en su efecto contrario se mostraba en los meses centrales del año. En esos momentos, el verano se mostraba en toda su colérica magnitud, quemando y resecando toda la naturaleza que encontraba a su paso, levantando espirales de polvo sediento, actuado más como un pirómano incendiario que como proveedor y facilitador de vida, de una vida, la suya, que quería desangrar hasta conocer la verdad.

            Y era el mismo lugar, sin duda, lo conocía bien, pero era capaz de comprender que los lugares son distintos según los ojos que los miran, aunque quien los observe sea la misma persona. Cada realidad, mejor dicho, cada verdad, siempre es distinta, está veteada de matices a lo largo del espacio y se muestra troquelada de un tiempo inyectado de experiencias, las mismas que hacen que la interpretación de lo observado, los sentimientos que provoca, sean siempre diferentes y, a veces, contradictorios. En aquel paraje extremo, con edificios diseminados arbitrariamente, como si un concejal de urbanismo loco hubiera jugado a la ruleta rusa, se sentía la codicia humana, capaz de exprimir hasta la última gota la decadencia que se manifestaba de forma ostensible por todo el contorno.

            Todo era diferente pero conocido. Aquí y allá algunos edificios le habían acompañado a lo largo de todos estos años. Habían envejecido con él y eso le hacía sentir que no estaba perdido del todo, que se podía reconocer en ellos. Bien es verdad que algunos faltaban, pero en conjunto todo estaba como siempre. Todos en su lugar a la hora convenida, como actores en espera de que los espectadores hagan su entrada en aquel patio de butacas imaginario y todo comience a tener sentido: su vida, su obra. El también era un actor, un actor de su obra y de la obra de los que allí le esperaban año tras año. Por tanto, no quiso salirse del guión eterno establecido y condujo sus pasos, nada más llegar, hacia la venta, comenzando el ritual tantas veces aprendido. Pidió un café y se quedó, como siempre, observando el ir y venir de unas vidas que daban, sin que ellas lo supieran, continuidad a la suya. Movimientos, que por sabidos y conocidos, le resultaban ya mecanizados pero que, suponía él, escondían, creía él, las mismas preguntas que él silenciaba. Normalidad frente a la angustia, rutina frente a la emoción y la nostalgia que todos albergamos dentro, opacidad frente a la transparencia de la sorpresa. Todos allí reunidos sin haber sido llamados, cada uno en su quehacer, sin el cual la vida de ese eterno y viejo lugar quedaría amputada, dando como resultado que la representación nunca terminara del todo, por tanto, inconclusa.

              Continuará...

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