jueves, 22 de enero de 2015

El silencio de LOS CORDEROS

        Fin. Se encienden los focos tras los aplausos y la pregunta viene directamente al cerebro, sin demora: ¿qué tal? Ante el aluvión de imágenes, referencias y conceptos que desde el escenario han sido disparados hacia el espectador, no puedo sino pensar que, así como se decantan los grandes vinos, con el objetivo de que respiren y recuperen todo su cuerpo y aroma tras años de envejecimiento y puedan ser degustados en toda su expresión, yo también voy decantando en mi interior el poliédrico espectáculo visual y metafórico al que acabo de enfrentarme, sin prejuicios, sin haber leído la contraetiqueta, a pelo.

            A la salida, en silencio, escuchando los comentarios que entre ellos se superponen y contrarrestan, intento apartar las respuestas ordinarias y evidentes, en este momento a todas luces superfluas, buscando las preguntas al por qué de la creación, del lenguaje visual, del lenguaje sonoro, del lenguaje físico, como contrapartida, sabiendo que dicho análisis encauzará de forma más certera mi resolución y respuesta a la pregunta.

            Encuadrado formalmente en el texto como lenguaje básico de comunicación, me es difícil contextualizar una obra teatral en la cual los lenguajes utilizados son todos menos el texto, o éste tiene una presencia testimonial. La relativa facilidad, recalco lo de relativa, para entender una obra, un mensaje, una proposición, cuando el texto se desarrolla de forma lineal, se torna borrosa, se te diluye entre los dedos cuando es la expresión corporal, los sonidos o la utilización de elementos, en principio, ajenos al formato clásico, las herramientas con las que los actores intentan construir el mensaje y exponerlo al espectador.  Sin embargo son esos nuevos formatos, con los cuales apenas he tenido experiencia, los que te pueden transformar. De alguna forma me siento interpelado, interrogado, y de esta manera, surgen nuevas ideas con las que enfrentarme a un hecho teatral nuevo para mí.

            Esto hace que el espectador, en este caso yo, haga un esfuerzo del que inevitablemente sale beneficiado, empeñado por comprender, entender, sumergirse en definitiva en la propuesta escénica y dejarse llevar por una nueva forma de experimentación teatral. Y es en esta tesitura, con la implicación propia del neófito, cuando van naciendo interpretaciones de la obra y uno comienza a darle sentido al espacio temporal y físico. Interpretaciones como la incomunicación por exceso de información, la decrepitud, la sustitución de dioses religiosos por dioses paganos en nuestra sociedad, la trascendencia, etc, que, seguramente, no tendrán nada que ver con la motivación que dio lugar a la misma, que no estuvieron, ni de cerca, en el imaginario del autor.

Pero es esto, precisamente, lo que hace que uno salga satisfecho, al poder, a la vista de lo experimentado hasta ese momento, darle sentido al bagaje argumental del que se ha ido proveyendo a lo largo de su vida y aplicarlo a las distintos retos culturales a los que asiste, darle significado y memoria, contenido y sentido. Comprende la obra porque al final se comprende a sí mismo.

            Y esto último es precisamente lo que al final supone una barrera para este tipo de manifestación cultural. El rechazo manifiesto por comprendernos a nosotros mismos para poder comprender lo que nos rodea, en un momento en que el arte se caracteriza por la disolución de los límites tanto en los medios empleados como en los conceptos utilizados, hace que sea un arte de supervivencia, lejos de los focos del arte más comercial y publicitado, ante el hecho de que ya no vale con observar sino que hace falta comprender.

Al calor de una copa de vino, ahora sí, ya decantado, vamos desgranando en buena compañía lo que en este momento puede hacer la educación por las generaciones venideras de espectadores. Es el hecho de que debe ofrecernos, de forma individual y colectiva, las herramientas precisas para desarrollar el pensamiento crítico y creativo. Recursos necesarios para que seamos capaces de colocarnos delante de lo desconocido e inesperado y disfrutar de ello precisamente por eso, por ser desconocido e inesperado. Aunque en este momento, por desgracia, las líneas formativas educan para que se busque el cuento conocido, el que no tiene sorpresas, el que no pone en tela de juicio los esquemas correctos, aquellos que nos orientan y nos indican que las cosas son como son y no deben ser de otra manera, amputando el pensamiento crítico y convirtiéndonos en corderos, aniquilando de facto el derecho a pensar.


            De vez en cuando hace falta parar, establecer un dialogo con nuestro propio interior y navegar en la ULTRAINOCENCIA.

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