Fin. Se encienden los
focos tras los aplausos y la pregunta viene directamente al cerebro, sin
demora: ¿qué tal? Ante el aluvión de imágenes, referencias y conceptos que
desde el escenario han sido disparados hacia el espectador, no puedo sino
pensar que, así como se decantan los grandes vinos, con el objetivo de que
respiren y recuperen todo su cuerpo y aroma tras años de envejecimiento y
puedan ser degustados en toda su expresión, yo también voy decantando en mi
interior el poliédrico espectáculo visual y metafórico al que acabo de
enfrentarme, sin prejuicios, sin haber leído la contraetiqueta, a pelo.
A la salida, en
silencio, escuchando los comentarios que entre ellos se superponen y
contrarrestan, intento apartar las respuestas ordinarias y evidentes, en este
momento a todas luces superfluas, buscando las preguntas al por qué de la
creación, del lenguaje visual, del lenguaje sonoro, del lenguaje físico, como
contrapartida, sabiendo que dicho análisis encauzará de forma más certera mi
resolución y respuesta a la pregunta.
Encuadrado formalmente en el texto
como lenguaje básico de comunicación, me es difícil contextualizar una obra
teatral en la cual los lenguajes utilizados son todos menos el texto, o éste
tiene una presencia testimonial. La relativa facilidad, recalco lo de relativa,
para entender una obra, un mensaje, una proposición, cuando el texto se
desarrolla de forma lineal, se torna borrosa, se te diluye entre los dedos
cuando es la expresión corporal, los sonidos o la utilización de elementos, en
principio, ajenos al formato clásico, las herramientas con las que los actores
intentan construir el mensaje y exponerlo al espectador. Sin embargo son esos nuevos formatos, con los
cuales apenas he tenido experiencia, los que te pueden transformar. De alguna
forma me siento interpelado, interrogado, y de esta manera, surgen nuevas ideas
con las que enfrentarme a un hecho teatral nuevo para mí.
Esto hace que el espectador, en este
caso yo, haga un esfuerzo del que inevitablemente sale beneficiado, empeñado
por comprender, entender, sumergirse en definitiva en la propuesta escénica y
dejarse llevar por una nueva forma de experimentación teatral. Y es en esta
tesitura, con la implicación propia del neófito, cuando van naciendo
interpretaciones de la obra y uno comienza a darle sentido al espacio temporal
y físico. Interpretaciones como la incomunicación por exceso de información, la
decrepitud, la sustitución de dioses religiosos por dioses paganos en nuestra
sociedad, la trascendencia, etc, que, seguramente, no tendrán nada que ver con
la motivación que dio lugar a la misma, que no estuvieron, ni de cerca, en el
imaginario del autor.
Pero
es esto, precisamente, lo que hace que uno salga satisfecho, al poder, a la
vista de lo experimentado hasta ese momento, darle sentido al bagaje argumental
del que se ha ido proveyendo a lo largo de su vida y aplicarlo a las distintos
retos culturales a los que asiste, darle significado y memoria, contenido y
sentido. Comprende la obra porque al final se comprende a sí mismo.
Y esto último es precisamente lo que
al final supone una barrera para este tipo de manifestación cultural. El
rechazo manifiesto por comprendernos a nosotros mismos para poder comprender lo
que nos rodea, en un momento en que el arte se caracteriza por la disolución de
los límites tanto en los medios empleados como en los conceptos utilizados,
hace que sea un arte de supervivencia, lejos de los focos del arte más
comercial y publicitado, ante el hecho de que ya no vale con observar sino que
hace falta comprender.
Al
calor de una copa de vino, ahora sí, ya decantado, vamos desgranando en buena
compañía lo que en este momento puede hacer la educación por las generaciones
venideras de espectadores. Es el hecho de que debe ofrecernos, de forma individual
y colectiva, las herramientas precisas para desarrollar el pensamiento crítico
y creativo. Recursos necesarios para que seamos capaces de colocarnos delante
de lo desconocido e inesperado y disfrutar de ello precisamente por eso, por
ser desconocido e inesperado. Aunque en este momento, por desgracia, las líneas
formativas educan para que se busque el cuento conocido, el que no tiene
sorpresas, el que no pone en tela de juicio los esquemas correctos, aquellos
que nos orientan y nos indican que las cosas son como son y no deben ser de
otra manera, amputando el pensamiento crítico y convirtiéndonos en corderos,
aniquilando de facto el derecho a pensar.
De vez en cuando hace falta parar,
establecer un dialogo con nuestro propio interior y navegar en la ULTRAINOCENCIA.
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