viernes, 9 de enero de 2015

CUENTO DE LA CIUDAD QUE SE DESAPARECIÓ A SÍ MISMA

              Apenas ocupaba un espacio mínimo en las noticias. Con el paso de los días el suceso había perdido relevancia, si es verdad que alguna vez la tuvo. A nadie le importaba la desaparición física de una ciudad entera y, supongo, nadie echaba de menos un nombre que solamente había servido para ocupar una cuadrícula en los mapas generales. La historia, la vida en sí, se mostró siempre esquiva y lateral con su devenir. Siempre al oeste de todo, su permanente estado de ocaso latente la había hecho desaparecer de la memoria colectiva, de la burocracia que se empeña en hacer vivir lo que ya no vive o en hacer morir aquello que palpita, del bagaje emocional del recuerdo y sobre todo, desaparecida de futuro.

            Aún así, en la carretera, dirigíamos nuestro camino en dirección a las coordenadas que un día fijaron su lugar en algún lugar del mundo, siempre al oeste de todo. Páramos sempiternos encajonaban nuestro deseo y nos iban encauzando cada vez más firmemente en pos de nuestro destino. Un embudo sendero que abruptamente iba cerrando sus paredes hasta confinarnos en nuestro final, en aquel imaginario que alguna vez fue colectivo y que hoy prefijaba su desaparición. Tierra quemada por el ostracismo elegido a ciencia cierta y amamantado por la impenitente pléyade de plañideras que a coro simulan su desagarro. Culpabilización foránea de errores internos y tristeza del alma.

            El navegador iba acotando los grados, minutos y segundos de su quimérica latitud. En la radio, sobre hilo musical que suele acompañar en todos los viajes sin destino, se superponían cada vez con más fuerza los sonidos rancios y añejos de cuñas publicitarias de otro tiempo, de voces tamizadas de hierro, por aquellos aparatos de válvulas pioneros. Voces y conversaciones de una época muerta acampaban en el espacio radioeléctrico como si fueran el único vestigio, negándose a desaparecer del todo, de los hombres y mujeres que un día poblaron aquella oportunidad perdida. Cada vez más cerca, sobre la hondonada abierta por las aguas duraderas que nunca significaron progreso, se hizo visible ante nuestros ojos el hongo nuclear que lo abarcaba todo. Una espesa neblina que desarmaba el ánimo dejándolo hecho jirones a medida que avanzábamos hacia el centro de aquella explosión térmica.

            A veces pienso que no fuimos nosotros quienes penetramos en aquel espacio temporal invertido, sino que fuimos invadidos por aquel humor frio de escarcha de ese holocausto vital. Ante nuestros ojos se sucedían escenas ya previstas, ya vividas, sin conexión alguna, pero que indicaban que en algún otro tiempo hubo vidas, unas vidas que quedaron cerradas en bucle, condenadas a vivir siempre el instante final en el cual la bruma sólida los condenó a aquella agria inmortalidad. Vivir de lo que fueron pero nunca de lo que ni siquiera intentaron ser. Ya inmersos en la fatalidad reinante, embocamos en lo que debió ser el centro de aquella ciudad, ahora convertida en un enorme pilar de humo con la cabeza expandida en forma de frambuesa gigantesca.

            Se vislumbran sombras de aniquilación. Sombras que desprenden vapores que alimentan la gran seta a través del pináculo que la sustenta. Parece querer decir que no existió nunca nada exterior que provocara el desenlace, sino que fue el mismo fuego interno de los ciudadanos, corroído de insana decrepitud, quién originó el vacio, la cúpula que aisló aquella ciudad del resto del mundo. Personajes que interpretan el mismo papel eterno ejecutan la misma acción mil veces repetida a fuerza de alimento para sobrevivir, sin llegar a saber que el tiempo real ha ido progresando sin esperarlos, olvidándolos.

Se oyen sonidos navideños de ultratumba, números unos que fueron alguna vez en las listas de los más oídos en estas fechas. Al fondo, en lo que parece fue el ágora de esta ciudad, más parece que inventada, una larga cola simula representar la entrega de las peticiones que los niños hacen a los reyes magos en esa tradición que solamente ellos pueden creer, pero que aquí ha sido pervertida: ¡no hay niños!

            Una perturbadora hilera de personas mayores, de ancianos de rostro imperturbable, ocupan su lugar como si la misma ciudad fuera el experimento crítico que uniera el principio y el fin de la vida. Como si un siniestro flautista de Hamelín hubiera vaporizado la infancia en castigo por la inmovilidad que tuvieron sus mayores a la hora de buscarles un futuro y éste, finalmente, cansado de promesas, buscara otros lugares donde proveerse de libertad. Una pirámide poblacional invertida con escalones vacíos como aquellos conjuntos de la infancia que nunca supimos hacer redondos del todo.

            ¿Acaso será así la representación de la llegada de los magos de oriente? ¿Carrozas con niños mercenarios de siglos venideros subidos a los carros y ofreciendo caramelos a una masa informe de viejos que pelean por el dulce regalo recordando el tiempo en el cual eran los más pequeños quienes hacían su papel? Y cuando no haya viejos para recoger y celebrar ¿terminará por morir definitivamente esta ciudad fantasma, colapsando el hongo nebuloso sobre sí mismo y al salir el sol de nuevo no haya nada que recuerde que alguna vez fue?

            Nos vamos a tientas entre la bruma que atosiga nuestro esfuerzo. Al salir de aquel hueco vacio de vida, la radio nos devuelve a la realidad de un siglo XXI que apenas ha comenzado, luce el sol y nos vamos alejando de una realidad fantasma anclada y equivocada, parapetada en el inmovilismo y anestesiada, quizás, para siempre.

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