Apenas ocupaba un
espacio mínimo en las noticias. Con el paso de los días el suceso había perdido
relevancia, si es verdad que alguna vez la tuvo. A nadie le importaba la
desaparición física de una ciudad entera y, supongo, nadie echaba de menos un nombre
que solamente había servido para ocupar una cuadrícula en los mapas generales.
La historia, la vida en sí, se mostró siempre esquiva y lateral con su devenir.
Siempre al oeste de todo, su permanente estado de ocaso latente la había hecho
desaparecer de la memoria colectiva, de la burocracia que se empeña en hacer
vivir lo que ya no vive o en hacer morir aquello que palpita, del bagaje
emocional del recuerdo y sobre todo, desaparecida de futuro.
Aún así, en la carretera, dirigíamos
nuestro camino en dirección a las coordenadas que un día fijaron su lugar en
algún lugar del mundo, siempre al oeste de todo. Páramos sempiternos
encajonaban nuestro deseo y nos iban encauzando cada vez más firmemente en pos
de nuestro destino. Un embudo sendero que abruptamente iba cerrando sus paredes
hasta confinarnos en nuestro final, en aquel imaginario que alguna vez fue
colectivo y que hoy prefijaba su desaparición. Tierra quemada por el ostracismo
elegido a ciencia cierta y amamantado por la impenitente pléyade de plañideras
que a coro simulan su desagarro. Culpabilización foránea de errores internos y
tristeza del alma.
El navegador iba acotando los
grados, minutos y segundos de su quimérica latitud. En la radio, sobre hilo
musical que suele acompañar en todos los viajes sin destino, se superponían
cada vez con más fuerza los sonidos rancios y añejos de cuñas publicitarias de
otro tiempo, de voces tamizadas de hierro, por aquellos aparatos de válvulas
pioneros. Voces y conversaciones de una época muerta acampaban en el espacio
radioeléctrico como si fueran el único vestigio, negándose a desaparecer del
todo, de los hombres y mujeres que un día poblaron aquella oportunidad perdida.
Cada vez más cerca, sobre la hondonada abierta por las aguas duraderas que
nunca significaron progreso, se hizo visible ante nuestros ojos el hongo
nuclear que lo abarcaba todo. Una espesa neblina que desarmaba el ánimo
dejándolo hecho jirones a medida que avanzábamos hacia el centro de aquella
explosión térmica.
A veces pienso que no fuimos
nosotros quienes penetramos en aquel espacio temporal invertido, sino que
fuimos invadidos por aquel humor frio de escarcha de ese holocausto vital. Ante
nuestros ojos se sucedían escenas ya previstas, ya vividas, sin conexión
alguna, pero que indicaban que en algún otro tiempo hubo vidas, unas vidas que
quedaron cerradas en bucle, condenadas a vivir siempre el instante final en el
cual la bruma sólida los condenó a aquella agria inmortalidad. Vivir de lo que
fueron pero nunca de lo que ni siquiera intentaron ser. Ya inmersos en la
fatalidad reinante, embocamos en lo que debió ser el centro de aquella ciudad,
ahora convertida en un enorme pilar de humo con la cabeza expandida en forma de
frambuesa gigantesca.
Se vislumbran sombras de
aniquilación. Sombras que desprenden vapores que alimentan la gran seta a
través del pináculo que la sustenta. Parece querer decir que no existió nunca
nada exterior que provocara el desenlace, sino que fue el mismo fuego interno
de los ciudadanos, corroído de insana decrepitud, quién originó el vacio, la
cúpula que aisló aquella ciudad del resto del mundo. Personajes que interpretan
el mismo papel eterno ejecutan la misma acción mil veces repetida a fuerza de
alimento para sobrevivir, sin llegar a saber que el tiempo real ha ido
progresando sin esperarlos, olvidándolos.
Se
oyen sonidos navideños de ultratumba, números unos que fueron alguna vez en las
listas de los más oídos en estas fechas. Al fondo, en lo que parece fue el
ágora de esta ciudad, más parece que inventada, una larga cola simula
representar la entrega de las peticiones que los niños hacen a los reyes magos
en esa tradición que solamente ellos pueden creer, pero que aquí ha sido
pervertida: ¡no hay niños!
Una perturbadora hilera de personas
mayores, de ancianos de rostro imperturbable, ocupan su lugar como si la misma
ciudad fuera el experimento crítico que uniera el principio y el fin de la
vida. Como si un siniestro flautista de Hamelín hubiera vaporizado la infancia
en castigo por la inmovilidad que tuvieron sus mayores a la hora de buscarles
un futuro y éste, finalmente, cansado de promesas, buscara otros lugares donde
proveerse de libertad. Una pirámide poblacional invertida con escalones vacíos
como aquellos conjuntos de la infancia que nunca supimos hacer redondos del
todo.
¿Acaso será así la representación de
la llegada de los magos de oriente? ¿Carrozas con niños mercenarios de siglos
venideros subidos a los carros y ofreciendo caramelos a una masa informe de
viejos que pelean por el dulce regalo recordando el tiempo en el cual eran los
más pequeños quienes hacían su papel? Y cuando no haya viejos para recoger y
celebrar ¿terminará por morir definitivamente esta ciudad fantasma, colapsando
el hongo nebuloso sobre sí mismo y al salir el sol de nuevo no haya nada que
recuerde que alguna vez fue?
Nos vamos a tientas entre la bruma que atosiga nuestro
esfuerzo. Al salir de aquel hueco vacio de vida, la radio nos devuelve a la
realidad de un siglo XXI que apenas ha comenzado, luce el sol y nos vamos
alejando de una realidad fantasma anclada y equivocada, parapetada en el
inmovilismo y anestesiada, quizás, para siempre.
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