Te dejas caer a un
metro de la cama. Allí te quedas observando su esqueleto paralepípedo como si
ella te pudiera decir algo, como si tuviera las respuestas que buscas y no
encuentras. Acaso piensas, trastornado y convulsionado tu cerebro, que esas
últimas horas que pasaste en ella, pocas por cierto, han supuesto la
transpiración, la ósmosis, el trasvase de tus angustias a su piel; a esas
sábanas arrugadas y deshechas que denotan agitación de un sueño desvelado y,
ahora, contra toda lógica, pudieran responder el por qué de ese nudo en el
estomago que te atenaza.
No sientes miedo, pero te preguntas
por ese sentido último que te recela el pensamiento, que te lo araña y te lo
sangra. El recuerdo postrero de todo lo pasado y, sobre todo, la deriva
implacable hacia ese big-bang laudatorio de brebajes y elixires, falsos
testigos de la prueba de cargo dispuesta por haber creído que la mañana nunca
llegaría. ¿Piensas en quedarte allí y dejar pasar las horas? ¿Por qué? ¿Para
qué? ¿Sirve, quizás, para confortar el espíritu?
Intentas desinfectar la mirada y
hacer recular hacia un extraño olvido esa realidad que no representa más que
esquivas percepciones grabadas en el iris de los ojos durante el aquelarre ebrio
de la noche. Variaciones de una consciencia más efectista que cierta, más
imaginada que material, más obstruccionista que fluyente. Pero sigues allí y
así, permaneciendo quieto, o quieta, ¿quién es el realidad el sujeto?, ¿no
hemos pasado todos por ello?, acurrucado e indefenso con la cabeza apoyada en
las rodillas, soliviantando hechos y texturas y maldiciendo cronologías y
risas.
Y todo pudiera ser cierto, de hecho
crees que lo fue, pero aunque lo hubiera sido no representaría más que una
realidad paralela, que sirve oficiosamente mientras acontece esa cotidianidad
superpuesta, esa cronología de absurdos sucesos alterados, falsarios e
intrigantes. Fugaces destellos que nos aprisionan y limitan en un paréntesis de
virulenta felicidad. Conga perfecta al ritmo de mil músicas lodosas que gira en
si misma en ajustada elipsis interminable. Perfecta, precisamente, porque no va
a ninguna parte, porque carece de sentido salvo cuando llega la mañana y
advertimos la derrota.
En ese instante, ahora estás en él,
el sin fin de los hechos parece irradiar derivaciones y salidas que en la
realidad de la vigilia sobrevenida no son más que miradas de aflicción desde la
racionalidad recuperada al subversivo mundo pasado. Un racimo de uvas que
necesitan ser deglutidas con ira, una a una, dándoles el sentido concreto que
en realidad encierran. Desgajar las incongruencias edificadas dando paso al
holocausto de la razón menos indulgente de la claridad, esa que pone ante tus
ojos el lacerante recuerdo.
Necesitas recorrer ese trecho y
medir bien los pasos andados. Ir posicionando en sujetos y verbos cada uno de
los predicados resultantes. Analizar cada oración despojándola del sentido
suplicativo del rezo. Apartar las alteraciones posteriores de congojas y
arrepentimientos. Y ahora, cuando la explosiva luminosidad te obliga a abrir
los ojos dentro de ella, descubrir el sentido terrible de la vida por ser única
para cada uno de nosotros, un espejismo de otras vidas que creemos protagonizar
en los libados momentos de falsa libertad que, como obra teatral,
representamos.
Esas dos realidades que se funden y
permanecen solapadas mientras te conducen por la senda que te lleva
irremediablemente al alboreo de la mañana y que te amenaza. Es en ese momento,
sentado y derrotadas tus fuerzas a un metro de la cama, cuando esas dos realidades
que tú percibías como únicas se expulsan una de la otra de forma violenta,
catártica y dolorosa, como dos electrones del mismo signo orbitando tu núcleo
ya sin masa.
Permanecer quieto enumerando los detalles que se
desajustan al recordar. Dejar pasar las horas hasta el ocaso y, por fin, llegue
la noche que te sospecha y camufla. Mientras tanto y entra tanta confusión
piensas: perdón e indulgencia.
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