viernes, 3 de enero de 2014

BAILE EN MÍ (YO) MENOR

Es difícil comenzar. Es difícil creer, que una vez traspasada en forma de frontera la convención formal del tiempo dividido por los hombres, cambiaremos de ropajes, perderemos la vieja maleta en la cada vez más vetusta estación en la que nos vamos convirtiendo, cada uno siendo el único viajero de si mismo, que parte y que llega a su edificio con la puntualidad matemática del silencio y del recuerdo.

Es difícil asimilar que es posible olvidar, aparcar, obviar, soslayar, todo lo acontecido para que, como si no hubiera pasada nada, como si nunca hubiera ocurrido, empezar de cero algo que tiene su pasado, sus orígenes, sus causas y que, por mucho que se quiera y que se desee, sobre todo se desee, es lo que se interpone, lo que impide aceptar la falsa naturalidad y la mentirosa espontaneidad de la progresión de posibles sucesos venideros.

Porque el tiempo nunca comienza de nuevo, sino que nos mira de reojo y nos ve venir y se asombra con la facilidad del hombre para intentar embalarlo, etiquetarlo y olvidarlo en la estantería del año pasado, ese tiempo anual ya gastado. Y se asombra aún más ante la fútil banalidad del mísero intento de, con la excusa del apartamiento de dicho tiempo, alejar de nosotros la materia, su densidad, todo aquello que rellenó sus días, sus horas, acaso aquel último segundo. Y sin embargo, es todo lo acontecido en el pasado el trampolín desde el que saltaremos al vacío del tiempo que se avecina, y es todo lo acontecido en el pasado lo que hará que la mayoría de nuestras decisiones tengan alguna base sobre la que decidirlas.

Porque al llegar el temido comienzo, se está más cerca del ¿inevitable? final. De todo o de algo, nunca es posible saberlo de antemano, aunque se puede sospechar. Y es que esa sinrazón nunca razonada nos hace imaginar que se alejan de nosotros, cada vez más, los mismos objetivos compartidos tras tantos pasos dados, abandonos pasados y futuros. Y las personas que representaban esos objetivos. La ofuscación, la tristeza y la pena sobrevenidas hacen mella y esconden los resortes que harían remontar el vuelo otra vez. Nos quedamos inmovilizados en la zona cero creyendo ver la destrucción, el derrumbe de todo lo querido, esperando salir indemnes, sin que ningún cascote en forma de lágrima lodosa nos alcance.

¿Y si no fuera así? Y si realmente fuéramos nosotros quienes nos estuviéramos alejando, faltos de fuerzas ya ante la incomprensión y la sucesiva (des)integración. Acaso, solamente sea la proyección de nuestro propio alejamiento en los demás lo que nos hace creer que se nos alejan. Acaso, solamente sea la ausencia de sincronía en el movimiento lo que nos hace recular y apartar. Al final puede que las botas de siete leguas nos lleven más rápido y más lejos de lo que habíamos esperado, pero puede que nos lleven en la dirección contraria a la deseada.

           Nunca querremos que pare la música, así que hagamos, a duras penas quizás, que siga tocando el músico y este no sea nuestro último vals.

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