miércoles, 31 de julio de 2013

EN PRIMERA PERSONA


           A lo largo de esta vida caprichosa he ido cruzando, sin darme cuenta apenas, fronteras invisibles que han dado forma, imperceptiblemente, a mi caminar, siempre en dirección hacia el ocaso, la única certeza que me queda. Aunque todas estas fronteras estén previstas por la memoria y la experiencia de los años, aún cuando mi aprendizaje social, basado en la experiencia de los que me han precedido, me haya ido preparando para dichos acontecimientos, es cuando siento en mi interior que he cruzado una de ellas, que me extraño y me siento sorprendido porque en realidad no estaba preparado, que me llega demasiado pronto la experiencia y el comprobante de que ya me queda menos camino por recorrer, como el tique de salida de una autopista.
El velo del futuro adyacente se me adhiere a la cara y me impide ver y caminar con el paso, el ritmo y la forma llevados hasta ese punto de mi comportamiento. Llegó la hora de renunciar, porque las fronteras del tiempo conllevan dicho peaje, y eso siempre es doloroso y, en cierta medida, melancólico. Dejar caer en el olvido del hábito cotidiano y guardar en la memoria de lo que pudo ser y nunca fue, el equipaje con el argumento existencial exhibido hasta este momento y adecuar al tiempo presente y venidero mi paso, más corto, menos ágil, más inseguro, ajustándolo a mis iguales.
            En este mundo de edades indefinidas y alargadas en exceso, la natural aceptación del devenir del tiempo general y del tiempo particular se ha sustituido por vidas impostadas, cápsulas de metraje que se rebobinan continuamente como las antiguas cintas de música, olvidándonos por completo que otros formatos ya las han sustituido. Mi desubicación me dudar si el mundo está contra uno mismo o, por el contrario, soy yo el que me alejo del mundo para no odiarlo. Poco a poco la máscara se va deslizando por mi piel dejándome desnudo ante la realidad más inmediata, la coloración de mi deseo se va difuminando día tras día, aunque los contornos sigan firmes. Pero esos contornos, antaño fundamentales en mi vida, ya no delimitan nada, o nada que ya importe. Me voy disolviendo entre los días extensos del verano, la alegría que me circunda y que no me pertenece, esta estación que me expone ante mi verdadero perfil por antagonismo con todos los demás perfiles. Me veo desbordado y poco acostumbrado desde mi oscura capa invernal e intento acompasar el paso a cualquier sonrisa, aunque sea lateral, cayendo de nuevo, maldito rumor de comadres, en la cápsula equivocada.
            Al final, voy frenando y acelerando en función de mis circunstancias más inmediatas y no en función del momento general de mi vida. Intento no salirme de la cápsula que me corresponde, no incidir en el error de nuevo, pero ¿no es posible que así me aísle más de todo lo que me rodea? ¿No está todo tan mezclado, que ese comportamiento no debería traer consigo tanto riesgo para uno? Y sin embargo el riesgo existe. No ver más allá de la barrera invisible de mi deseo, puede traer consigo la soledad. El abandono de aquello tan circunstancial, que nunca me perteneció, aunque alguna pequeña ilusión llevara a pensar lo contrario.
            Me acostumbro y no siento, aunque el motivo esté a la vista, precisamente puede que sea eso, el estar a la vista, por lo que dejo de sentir, cicatrizando mi herida poco a poco, hasta no ser más que una fina línea encarnada bajo la piel nueva. Así va mi vida, convirtiéndose en una recurrente sucesión de olvidos intermitentes, lagunas de realidad que quedan impresas como “polaroids”, impresionando cada etapa sufrida o disfrutada con los colores desgastados, sepias, amarillentos, que revelan las caras que he olvidado, los lugares a los que nunca volveré, los recuerdos desgastados por el paso del tiempo. El de años atrás, el de meses atrás, el de días atrás, pero, también, el de ayer mismo, ya que lo que no pudo ser o quedó en el olvido lo mide la intensidad con la que se ha vivido tanta voluntad de ser y ser pertenecido.
            Demasiadas veces tomo decisiones en segundos que voy pagando durante el resto de mi vida. Decisiones que no van sustituyendo a otras tomadas con anterioridad, sino que van acumulándose unas sobre otras hasta hacer de la vida un caos. ¿Qué pesa más en mi trabajado discurrir: las decisiones tomadas y sus consecuencias que me hacen como soy o las decisiones que nunca tomé, haciéndome como soy por defecto, pero que, quizá, me hubieran llevado a transitar por otros caminos más amables?
            Querer ser feliz es un instinto, pero la felicidad es un arma de doble filo: puedes perderla si alguna vez has sido afortunado y la has tenido y, entonces, no queda más remedio que volver a empezar, levantarse impasible y volver a la trinchera, aunque el frente de batalla quede ya lejos, como un soldado abandonado a la esperanza que le fue esquiva y hasta el fragor de la batalla lo expulsa para que sea testigo del triunfo conseguido por los otros. No soy un tipo codicioso, solamente deseo volver a ser feliz.          

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