A lo largo de esta
vida caprichosa he ido cruzando, sin darme cuenta apenas, fronteras invisibles
que han dado forma, imperceptiblemente, a mi caminar, siempre en dirección
hacia el ocaso, la única certeza que me queda. Aunque todas estas fronteras
estén previstas por la memoria y la experiencia de los años, aún cuando mi
aprendizaje social, basado en la experiencia de los que me han precedido, me
haya ido preparando para dichos acontecimientos, es cuando siento en mi
interior que he cruzado una de ellas, que me extraño y me siento sorprendido
porque en realidad no estaba preparado, que me llega demasiado pronto la
experiencia y el comprobante de que ya me queda menos camino por recorrer, como
el tique de salida de una autopista.
El
velo del futuro adyacente se me adhiere a la cara y me impide ver y caminar con
el paso, el ritmo y la forma llevados hasta ese punto de mi comportamiento.
Llegó la hora de renunciar, porque las fronteras del tiempo conllevan dicho
peaje, y eso siempre es doloroso y, en cierta medida, melancólico. Dejar caer en
el olvido del hábito cotidiano y guardar en la memoria de lo que pudo ser y
nunca fue, el equipaje con el argumento existencial exhibido hasta este momento
y adecuar al tiempo presente y venidero mi paso, más corto, menos ágil, más
inseguro, ajustándolo a mis iguales.
En este mundo de edades indefinidas
y alargadas en exceso, la natural aceptación del devenir del tiempo general y
del tiempo particular se ha sustituido por vidas impostadas, cápsulas de
metraje que se rebobinan continuamente como las antiguas cintas de música,
olvidándonos por completo que otros formatos ya las han sustituido. Mi desubicación
me dudar si el mundo está contra uno mismo o, por el contrario, soy yo el que me
alejo del mundo para no odiarlo. Poco a poco la máscara se va deslizando por mi
piel dejándome desnudo ante la realidad más inmediata, la coloración de mi
deseo se va difuminando día tras día, aunque los contornos sigan firmes. Pero
esos contornos, antaño fundamentales en mi vida, ya no delimitan nada, o nada
que ya importe. Me voy disolviendo entre los días extensos del verano, la
alegría que me circunda y que no me pertenece, esta estación que me expone ante
mi verdadero perfil por antagonismo con todos los demás perfiles. Me veo
desbordado y poco acostumbrado desde mi oscura capa invernal e intento
acompasar el paso a cualquier sonrisa, aunque sea lateral, cayendo de nuevo,
maldito rumor de comadres, en la cápsula equivocada.
Al final, voy frenando y acelerando
en función de mis circunstancias más inmediatas y no en función del momento
general de mi vida. Intento no salirme de la cápsula que me corresponde, no
incidir en el error de nuevo, pero ¿no es posible que así me aísle más de todo
lo que me rodea? ¿No está todo tan mezclado, que ese comportamiento no debería
traer consigo tanto riesgo para uno? Y sin embargo el riesgo existe. No ver más
allá de la barrera invisible de mi deseo, puede traer consigo la soledad. El
abandono de aquello tan circunstancial, que nunca me perteneció, aunque alguna
pequeña ilusión llevara a pensar lo contrario.
Me acostumbro y no siento, aunque el
motivo esté a la vista, precisamente puede que sea eso, el estar a la vista,
por lo que dejo de sentir, cicatrizando mi herida poco a poco, hasta no ser más
que una fina línea encarnada bajo la piel nueva. Así va mi vida, convirtiéndose
en una recurrente sucesión de olvidos intermitentes, lagunas de realidad que
quedan impresas como “polaroids”, impresionando cada etapa sufrida o disfrutada
con los colores desgastados, sepias, amarillentos, que revelan las caras que he
olvidado, los lugares a los que nunca volveré, los recuerdos desgastados por el
paso del tiempo. El de años atrás, el de meses atrás, el de días atrás, pero,
también, el de ayer mismo, ya que lo que no pudo ser o quedó en el olvido lo
mide la intensidad con la que se ha vivido tanta voluntad de ser y ser
pertenecido.
Demasiadas veces tomo decisiones en
segundos que voy pagando durante el resto de mi vida. Decisiones que no van
sustituyendo a otras tomadas con anterioridad, sino que van acumulándose unas
sobre otras hasta hacer de la vida un caos. ¿Qué pesa más en mi trabajado
discurrir: las decisiones tomadas y sus consecuencias que me hacen como soy o
las decisiones que nunca tomé, haciéndome como soy por defecto, pero que,
quizá, me hubieran llevado a transitar por otros caminos más amables?
Querer ser feliz es un instinto,
pero la felicidad es un arma de doble filo: puedes perderla si alguna vez has
sido afortunado y la has tenido y, entonces, no queda más remedio que volver a
empezar, levantarse impasible y volver a la trinchera, aunque el frente de
batalla quede ya lejos, como un soldado abandonado a la esperanza que le fue
esquiva y hasta el fragor de la batalla lo expulsa para que sea testigo del
triunfo conseguido por los otros. No soy un tipo codicioso, solamente deseo
volver a ser feliz.
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