Ni sabía las veces
que lo había visto al pasar por aquella habitación, la más escondida de su
casa, el final habitacional de ésta. ¿Desde cuándo llevaba allí? No le cabía
ninguna duda que desde la última actuación en la que había participado, aunque
ya ni siquiera podía cuantificar el tiempo transcurrido. Entonces, ¿por qué le
irritaba tanto su presencia? Tenía la certeza de que una de las posibles causas
de la irritación que le producía su visión provenía de su particular aversión
hacía el desorden y aquel portatrajes, con su contenido, con su presencia
acusadora, le hacía recordar que no había tenido la diligencia suficiente para
recogerlo y guardarlo al regresar el día de su última actuación “estelar”. En
realidad se estaba convirtiendo en una isla marginal dentro de su orden vital.
O, acaso, fuera la certidumbre de que su presencia le recordaba la infinita
melancolía de aquello que posiblemente está representando su escena final.
Días y días prometiéndose a sí mismo
que lo retiraría de su ostracismo y ocuparía su sitio en el armario. Y sin
embargo, el tiempo recorría inmisericorde su rutina espacial y allí permanecía
como testigo del fiscal, como prueba acusatoria de su indolencia. Desde
entonces, aquel posicionamiento lateral, secundario, en el que había terminado,
solamente le había servido para soportar la humillación añadida de servir como
contenedor de todo aquello que iba a ser realizado en diferido, más tarde u
otro día por su dueño: yo. Su orgullosa imagen sobre el pasado de la memoria
tradicional era lacerada día tras día, herida su alma, posadas sobre su paño y
terciopelo todas aquellas prosaicas prendas actuales provenientes de la última
colada. Camisa de lino fino insultada por un bóxer sin vergüenza, chaleco de
terciopelo negro injuriado por una camiseta de dudoso origen y legalidad
laboral, labrado calzón ultrajado por una bayeta de ignominioso curriculum.
Pero así eran las cosas y la caída había terminado por ser bastante dura.
No siempre fue así. Su origen fue
pergeñado desde el más absoluto amor y convencimiento sobre su utilización.
Voluntaria y consciente, como algo que siempre tuvo su lugar en lo más hondo de
la historia familiar de su dueño. El abuelo Manuel, tamborilero, hubiera estado
orgulloso al ver como la saga familiar continuaba, de una forma sorprendente,
pero la vida está hecha de sucesos extraordinarios. Casualidades que te
hicieron conocer a otras gentes, compartir con ellos parte de tu vida y
percibir otros horizontes. Y siempre los dos en una unidad: el traje y tú. Tiempos
de felicidad, viajes, risas y participación, sobre los que fueron cayendo la
desilusión de los años y las vicisitudes acaecidas. Ahora no sabría decir si
volverían a ser uno en cualquier pueblo o ciudad a la que acudir. Se sentían
extrañados y distantes el uno del otro, acaso no fuera que dicha extrañeza
fuera contra lo que en el fondo representaba. Eso explicaría su alejamiento
debajo de la vulgaridad cotidiana, él, aquel traje, que fue parte importante de
una parte de su vida.
Ahora había llegado a odiar, no
pocas veces, todo lo que aquel traje representaba. Se preguntaba quién era él
debajo de aquella indumentaria, que representaba y si aquello servía para algo.
Antes disfrutaba, ahora eran más las veces que no. Así que era algo normal
obviar su presencia hasta que no fuera posible difuminar sus gritos. Los
últimos tiempos no fueron fáciles. La letanía del discurso se quebró como se
quiebran las ramas de los árboles que han caído al suelo ante el paso de
quienes caminan con la confianza que da saber hacia donde van, tan distintos a
ellos, ahora confundidos por tantas proposiciones de modernidad estética que,
en el fondo, alejan la autenticidad del origen. Ante todo esto, él presentía
que su tiempo había terminado, que la edad no perdona y no quería terminar
convertido en un clown, vestido sin saber por qué ni para qué. Imagen devuelta
por el espejo de su desilusión al imaginarse vestido de nuevo para la próxima
actuación.
Debería poder volver a abrir los ojos con la misma alegría
que cuando todo comenzó, aunque la dura realidad le diga que ya no le queda
tiempo para bailar el último baile más bonito del mundo.
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