jueves, 8 de agosto de 2013

FERRAGOSTO DECADENTE


           Caen pesadamente los grados inmisericordes a primera hora de esta tarde de domingo vestida con la decadencia propia de estos ferragostos sangrientos y teñida con el amargo sabor de un café a medio tomar. La quietud sofocante empapa de sudor el pensamiento, embotado por la ebriedad resacosa del sol. El silencia lo inunda todo y solamente el canto de algún pájaro suicida se atreve a intimidarlo. A lo lejos, y con el vaivén direccional de la brisa calenturienta que eleva el mercurio, se oyen los ecos apagados de las conversaciones parroquianas de la terraza del único bar que a estas horas permanece abierto.
            De pronto, como una aparición fantasmagórica que me sorprende y eleva mi estupor, aparece una silueta recortada contra los espejismos que se levantan del derretido asfalto de la carretera. La duda se debate en mi enajenado y recalentado cerebro y no consigo discernir si la figura es real o una invención de mi mente. Unos segundos después aparece frente a mí, de forma real, el típico representante del extendido deporte del andar con prisa, desafiando los casi cuarenta grados que a esta hora de la tarde caen de forma asesina. Gorra multicolor con el anagrama de alguna tienda de pinturas a granel, gafas de sol y un bañador por pantalón deportivo. Me asalta la pregunta: ¿por qué a estas horas? Su cara enrojecida, su respiración al borde del colapso, denota que lleva ya algún tiempo con su quehacer, ignorando cualquier recomendación sobre el ejercicio bajo temperaturas extremas. Como en muchas otras cosas, los españoles somos así, pasto de noticias repetidas año tras año.
            La temperatura corporal sigue subiendo y la vista se queda perdida en el horizonte de la nada, mientras el cerebro se pierde en un monólogo de sí mismo, que bien podría ahorrarse: “siempre pensamos que somos más listos, o inteligentes que los demás, aunque el problema es que esto lo pensamos todos con lo cual acabamos siendo todos un grupo irreductible de inteligentes. Por otra parte, aseveramos continuamente de manera categórica, convirtiendo lo que es un pensamiento individual, una creencia particular, en regla general de aplicación a lo que piensan los demás sobre ese mismo asunto, sin darnos cuenta que la pretensión de convertir en generalidad lo que es una mera conjetura unipersonal choca de plano con el nivel de nuestro intelecto, a veces tan escaso. Aunque en algunas oportunidades es un relativo consuelo para nuestra inseguridad.
            Los minutos pasan despacio como si se alargaran para no cansar al tiempo al que pertenecen. Yo también voy despacio, he decidido cambiar mi ubicación, pero me pesa este tiempo excesivo o, quizás, todo el tiempo de este mundo. Aún así, me voy acercando inexorablemente hasta el bar de donde procede un rumor sordo de conversaciones que rompen este silencio vespertino y mortecino a la vez, posiblemente tardecino. Me siento en la terraza al calor, nunca mejor dicho, de las conversaciones cruzadas que se desarrollan ahora a mí alrededor, envolviéndome y arrastrando mis oídos en su atención. Miro el reloj pero todavía queda una hora, larga, triste y solitaria. Intento calcular la velocidad con la que la oblicuidad del sol hará que la sombra bajo la que me he cobijado se torne en quemadura solar. Me quedo observando fijamente dicha línea y casi acierto a ver su avance. Quince minutos, media hora a más tardar, pero antes de partir, está claro que deberé cambiar de sitio, o de terraza.
           Los rayos solares se reflejan en los espejos de los vehículos estacionados en las cercanías y van multiplicando su efecto disparando sus fotones con la discrecionalidad que les da su poder estacional. Los pocos coches que circulan por la calle adyacente pasan en hermética procesión, cerradas a cal y canto las ventanillas, simulando en su interior la confortable sensación de vida de la que carecemos los que estamos a la intemperie, aquellos intentando alcanzar su objetivo, su destino, con la premura exigida por lo extemporáneo de su acción. Yo también comienzo a sudar. La piel se va humedeciendo poco a poco y ya empiezo a notar la terrible sensación del paño de los calzones en las piernas, el terciopelo del chaleco sobre la camisa de lino pegada al torso y a la espalda, el pañuelo en la cabeza, las medias y las calzas…, que dentro de pocas horas me vestirán en amortajado baile tradicional, adheridos a mi piel como si siempre hubieran permanecido allí, vistiéndome. No son horas, pienso, bajo la febril sensación de sofoco.
            Las conversaciones fluyen sin descanso al ritmo arbitrario de las causas que las provocan y del número de intervinientes. En algunos momentos, el tono de las mismas sube de decibelios sin aparente motivo. Siempre me ha intrigado porque los españoles hablamos, en general, tan alto, aunque la conversación sea intrascendente. A esta hora de la tarde, en el silencio ambiental que nos rodea, todavía resulta más extraño. Es como si no pudiéramos remediar este comportamiento, creyendo que a más decibelios mayor razón. Entretanto, no dejo de vigilar la frontera entre el sol y la sombra, que ya está próxima. Sigue subiendo mi temperatura corporal por la acción combinada del calor reinante y su amenazante proximidad. Puede que no sea solamente su avance matemático, resultado de la rotación de la tierra y la disposición del toldo que tengo sobre la cabeza lo que lo provoque, sino la corrección ubicacional que sobre mi persona ejecuta el sol extrañándome siempre al otro lado de dicha frontera, expuesto, vulnerable. Parece querer decirme que ese es mi sitio real, que no tengo derecho a cobijo alguno. O puede que simplemente sea esta modorra que me atenaza la que lleve a mis neuronas a estos razonamientos inconexos, carentes de toda lógica.
            …Ya estoy de vuelta. Otra actuación consumida pero, cuando el número de asistentes es similar al de actuantes, ¿quién actúa realmente para quién? Acaso, sin saberlo, solamente hayamos sido espectadores de cómo pasa la vida en esta tarde de domingo en un pueblo cualquiera, meros figurantes de una doble actuación.
            El silencio se expande a las dos de la mañana y es hora de ir a dormir.

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