Caen pesadamente los grados inmisericordes a
primera hora de esta tarde de domingo vestida con la decadencia propia de estos
ferragostos sangrientos y teñida con el amargo sabor de un café a medio tomar.
La quietud sofocante empapa de sudor el pensamiento, embotado por la ebriedad
resacosa del sol. El silencia lo inunda todo y solamente el canto de algún
pájaro suicida se atreve a intimidarlo. A lo lejos, y con el vaivén direccional
de la brisa calenturienta que eleva el mercurio, se oyen los ecos apagados de
las conversaciones parroquianas de la terraza del único bar que a estas horas
permanece abierto.
De pronto, como una aparición fantasmagórica
que me sorprende y eleva mi estupor, aparece una silueta recortada contra los
espejismos que se levantan del derretido asfalto de la carretera. La duda se
debate en mi enajenado y recalentado cerebro y no consigo discernir si la
figura es real o una invención de mi mente. Unos segundos después aparece
frente a mí, de forma real, el típico representante del extendido deporte del
andar con prisa, desafiando los casi cuarenta grados que a esta hora de la
tarde caen de forma asesina. Gorra multicolor con el anagrama de alguna tienda
de pinturas a granel, gafas de sol y un bañador por pantalón deportivo. Me
asalta la pregunta: ¿por qué a estas horas? Su cara enrojecida, su respiración
al borde del colapso, denota que lleva ya algún tiempo con su quehacer,
ignorando cualquier recomendación sobre el ejercicio bajo temperaturas
extremas. Como en muchas otras cosas, los españoles somos así, pasto de
noticias repetidas año tras año.
La temperatura corporal sigue
subiendo y la vista se queda perdida en el horizonte de la nada, mientras el
cerebro se pierde en un monólogo de sí mismo, que bien podría ahorrarse: “siempre
pensamos que somos más listos, o inteligentes que los demás, aunque el problema
es que esto lo pensamos todos con lo cual acabamos siendo todos un grupo
irreductible de inteligentes. Por otra parte, aseveramos continuamente de
manera categórica, convirtiendo lo que es un pensamiento individual, una
creencia particular, en regla general de aplicación a lo que piensan los demás
sobre ese mismo asunto, sin darnos cuenta que la pretensión de convertir en
generalidad lo que es una mera conjetura unipersonal choca de plano con el
nivel de nuestro intelecto, a veces tan escaso. Aunque en algunas oportunidades
es un relativo consuelo para nuestra inseguridad.
Los minutos pasan despacio como si
se alargaran para no cansar al tiempo al que pertenecen. Yo también voy
despacio, he decidido cambiar mi ubicación, pero me pesa este tiempo excesivo
o, quizás, todo el tiempo de este mundo. Aún así, me voy acercando
inexorablemente hasta el bar de donde procede un rumor sordo de conversaciones
que rompen este silencio vespertino y mortecino a la vez, posiblemente
tardecino. Me siento en la terraza al calor, nunca mejor dicho, de las
conversaciones cruzadas que se desarrollan ahora a mí alrededor, envolviéndome
y arrastrando mis oídos en su atención. Miro el reloj pero todavía queda una
hora, larga, triste y solitaria. Intento calcular la velocidad con la que la
oblicuidad del sol hará que la sombra bajo la que me he cobijado se torne en
quemadura solar. Me quedo observando fijamente dicha línea y casi acierto a ver
su avance. Quince minutos, media hora a más tardar, pero antes de partir, está
claro que deberé cambiar de sitio, o de terraza.
Los rayos solares se reflejan en los
espejos de los vehículos estacionados en las cercanías y van multiplicando su
efecto disparando sus fotones con la discrecionalidad que les da su poder
estacional. Los pocos coches que circulan por la calle adyacente pasan en
hermética procesión, cerradas a cal y canto las ventanillas, simulando en su
interior la confortable sensación de vida de la que carecemos los que estamos a
la intemperie, aquellos intentando alcanzar su objetivo, su destino, con la
premura exigida por lo extemporáneo de su acción. Yo también comienzo a sudar.
La piel se va humedeciendo poco a poco y ya empiezo a notar la terrible
sensación del paño de los calzones en las piernas, el terciopelo del chaleco
sobre la camisa de lino pegada al torso y a la espalda, el pañuelo en la cabeza,
las medias y las calzas…, que dentro de pocas horas me vestirán en amortajado
baile tradicional, adheridos a mi piel como si siempre hubieran permanecido
allí, vistiéndome. No son horas, pienso, bajo la febril sensación de sofoco.
Las conversaciones fluyen sin
descanso al ritmo arbitrario de las causas que las provocan y del número de
intervinientes. En algunos momentos, el tono de las mismas sube de decibelios
sin aparente motivo. Siempre me ha intrigado porque los españoles hablamos, en
general, tan alto, aunque la conversación sea intrascendente. A esta hora de la
tarde, en el silencio ambiental que nos rodea, todavía resulta más extraño. Es
como si no pudiéramos remediar este comportamiento, creyendo que a más
decibelios mayor razón. Entretanto, no dejo de vigilar la frontera entre el sol
y la sombra, que ya está próxima. Sigue subiendo mi temperatura corporal por la
acción combinada del calor reinante y su amenazante proximidad. Puede que no
sea solamente su avance matemático, resultado de la rotación de la tierra y la
disposición del toldo que tengo sobre la cabeza lo que lo provoque, sino la
corrección ubicacional que sobre mi persona ejecuta el sol extrañándome siempre
al otro lado de dicha frontera, expuesto, vulnerable. Parece querer decirme que
ese es mi sitio real, que no tengo derecho a cobijo alguno. O puede que
simplemente sea esta modorra que me atenaza la que lleve a mis neuronas a estos
razonamientos inconexos, carentes de toda lógica.
…Ya estoy de vuelta. Otra actuación consumida
pero, cuando el número de asistentes es similar al de actuantes, ¿quién actúa
realmente para quién? Acaso, sin saberlo, solamente hayamos sido espectadores
de cómo pasa la vida en esta tarde de domingo en un pueblo cualquiera, meros
figurantes de una doble actuación.
El silencio se expande a las dos de la mañana y es hora
de ir a dormir.
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