Hay un dicho italiano
que dice: “la madre de la ignorancia está siempre embarazada”. Aquella, la
ignorancia, parece ser que en España, entre sus clases más señaladas, recibió
de manos de los próceres gloriosos de la dictadura el premio a la fertilidad,
aquel que se daba a las familias numerosas del desarrollismo de los años
cincuenta y sesenta cuando se incrementaba la familia, como si un hubiera un
mañana, para mayor gloria del método Ogino, el preferido por la iglesia
católica. Aquella coneja de clase alta, opusdeística, de embarazo continuo,
bilateral y, a veces, multilateral, gozosa que siempre fue y es, nos legó a los
españoles de hoy en día un abanico de generaciones que, sin haberlo merecido,
estamos sufriendo en la actualidad en mayor o menor medida.
Llamados
sus hijos a formar parte con el paso de los años de las clases dirigentes de
este país, muchos de ellos eligieron la carrera política como forma de vida. Una
carrera, dicho sea de paso, que parece ser que estudiaron hasta el final sin solicitar
una beca que llevarse a la boca, debe ser cosa de la estirpe, carpetovetónica
diría yo, como ha dicho el nunca suficientemente ponderado presidente del
gobierno español, Mariano Rajoy, y entre los ratos libres que les dejaban el
partido de tenis de la mañana y el cóctel de la tarde. En caso de dificultad,
ya haría papa una llamada provocadora de matrículas de deshonor. Realmente, la
beca para ricos. Pero de entre todos los hijos de la mama ignorancia, uno ha
destacado, si eso es posible entre tanto sabio de barrio alto, por encima de
los demás: el actual ministro de educación, José Ignacio Wert.
Para
alguien como él, que ha mamado la exclusividad de la universidad española en
sus años de estudiante, tiempos de dictadura y expulsión, debe ser difícil de
digerir que en la actualidad los hijos de los trabajadores puedan asistir a
ella, con no poco sacrificio de sus padres, a través de las becas concedidas
por el estado. Su intento de suprimir dicha vía de acceso no es más que la
constatación de facto del ideario partidista que la sustenta desde el gobierno
del que forma parte, un ideario plagado de tics de supremacía, intolerancia,
exclusividad y discriminación de los menos afortunados en sus ingresos. Un
peldaño más en la escalada de descalificaciones de la educación pública, en sus
más diversos estratos, con el objetivo de su minimización y posterior
eliminación, instaurando el imperio de la riqueza y la renta como medida de
inteligencia y valoración de expediente escolar.
Pero
lo que su propuesta sobre las becas demuestra es que esta forma de selección
universitaria, a la que solamente pueden acceder los más ricos, no por su
inteligencia, sino por su dinero, no funciona. Y este personaje es un ejemplo. Sus
continuas propuestas de reforma de la educación española han encontrado, no ya
el rechazo de la mayoría de los ciudadanos, que se sienten expulsados del
sistema, sino de dirigentes de su propio partido, sobre todo en las autonomías,
que deben sentir repugnancia y asco ante la desfachatez de lo obvio: la
expulsión radical del sistema educativo universitario de la mayoría del pueblo
español en beneficio de una clase social, la suya, parasitaria y oligarca del trabajo
de aquellos a los que expulsa. Estos últimos no sin cierta culpa, ante la
resignación con la que reciben en su mayoría las continuas resoluciones del
gobierno que les impiden el acceso a aquellos derechos que toda democracia debe
proteger: educación, sanidad, justicia, trabajo, etc.
Al
final, ya no sé si fue la madre de la ignorancia, la madre de la estupidez o la
madre que lo pario, la culpable de todo esto. Pero cuando después de casi dos
años de este gobierno y de todo lo dicho anteriormente, todavía consigue un
veintitantos por ciento de intención de voto, algo deberemos estar haciendo mal
o es que todos somos hijos de la misma madre. A
fin de cuentas, como dijo el poeta Boileau: “un imbécil siempre
encuentra a otro imbécil que le admira”.
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