miércoles, 10 de octubre de 2012

...Y DIEZ. KNOCKOUT.


Oyó el final de la cuenta muy lejos, todo había terminado. La voz enérgica del árbitro daba por zanjado su inútil esfuerzo por levantarse y seguir peleando. Diez era el número que ponía fin a una parte de su vida. El último golpe hizo que doblara las rodillas, esas que le aguantaron tantos asaltos, tantos combates a cara de perro. Desde la lona del ring, sus ojos nebulosos tamizaban las figuras que se agolpaban a su alrededor, volviéndolas borrosas, difuminaban sus contornos y su cerebro, todavía reponiéndose del golpe, no conseguía procesar sus significados. Las voces llegaban con eco, superponiéndose unas a otras con mensajes indescifrables. Las suyas también, estas últimas bien nítidas porque no las había podido olvidar. Quizás fueran sus palabras quienes, en realidad, le hicieran caer a plomo sobre la lona y no los golpes de su adversario, quizás fueran sus palabras quienes le hicieran subir ya sonado, vencido de antemano, a esa última pelea. Entonces ¿para qué?. Solamente deseaba salir de allí, mejor dicho, que lo sacaran de allí, del aquel cuadrilátero expuesto a los ojos de todos, del dolor de la caída final, de la humillación del perdedor. Su última noche no había salido como había imaginado. Retirarse con el triunfo que diera carpetazo a una carrera llena de altibajos, más voluntad que técnica, más coraje que estilo, un fajador en busca de una gloria solamente reservada para los elegidos.

Una vez en el vetusto vestuario, lleno de innumerables recuerdos y deseos de todos los aspirantes al triunfo que habían pasado por allí antes que él, y allí quedaron esos recuerdos y deseos, muertos, llenos de mugre y polvo por el olvido del tiempo, fue recuperando el resuello perdido, la razón pura y le fueron viniendo, otra vez, como ráfagas de viento destemplado, gélido y mortal, sus palabras. Allí sentado en la camilla donde unas horas antes le habían dado el último masaje antes del combate y donde todavía flotaba en el ambiente el olor a linimento sobre el que ya se estaba imponiendo el aroma reparador de la mercromina y el alcohol, fue embalando sus cosas, pocas, y fue sintiendo la soledad a medida que aquellos que siempre habían estado a su lado en la hora del triunfo se iban perdiendo silenciosamente en esta hora de fracaso. Hasta quedar solo por fin. Solamente Max, el encargado de limpiar los despojos de aquella derrota, entornó ligeramente la puerta y asomó su mirada, retirándose en silencio. Él, después de tantos años de trabajo en aquel local, era el que mejor comprendía ese deseo de soledad del vencido, ese deseo de huída de si mismo, ese deseo de no buscar más explicaciones a lo sucedido, ese deseo de volverse ánimo, ese deseo de aceptar, en su caso, haber llegado al triste desenlace de su carrera.

Sus palabras de una semana antes…Recuerda que fueron cayendo con la similitud y la contundencia de los golpes que había recibido esa misma noche. Iba a jugar a ganar, era la oportunidad de, por fin, resumir tantos años de espera en busca de la oportunidad del aspirante eterno. Pero aquella conversación se tornó en la pelea no buscada, acabó siendo el saco de entrenamiento donde ella golpeaba sin piedad. Jab, gancho, crochet…, todos los golpes fueron cayendo de forma inmisericorde sobre sus deseos, desangrándolos. Su dureza era física, como el dolor provocado, un intercambio de pareceres chocando como trenes de mercancías desbocados, que aquella noche han decidido ir por la misma vía para perecer entre un amasijo de hierros retorcidos, carbonizando todas las intenciones. Recordó algunas de las palabras de una vieja película sobre boxeo visionada hacía tiempo: “Déjame decirte algo que ya sabes. El mundo no son arco iris y amaneceres. En realidad es un lugar malo y asqueroso. Y no le importa lo duro que seas, te golpeará y te pondrá de rodillas. Ni tú ni nadie golpeará nunca tan fuerte como la vida”. Ella era su vida.
Su carrera y su amor habían terminado definitivamente, discursos paralelos sobre la imposibilidad de ganar. Cuando apareció Max de nuevo, se dio cuenta de que ya era hora de salir a la calle, olvidar, si era posible, lo acontecido en esos días previos. Recorrió un par de calles hasta dar con un tugurio de donde salía el eco de una voz rota cantando una triste canción, un blues de Billie Holiday. Entró, cansado y pensativo, y se sentó en una mesa cercana al escenario, en el que como en un ring, se iba desarrollando el desangelado combate entre el texto de la canción y aquella mujer, entre el texto de la canción y la desesperada soledad de las escasas personas allí vomitadas, como desechos, por la sociedad triunfadora. Quizás sus gestos delataban más que escondían su dolor, ese dolor de su fracaso más personal, quizás fue solamente que la cantante también era otro reflejo de la derrota, al final ella se sentó, después de terminar la canción, a su lado. Bebieron en silencio, haciéndose compañía, compartiendo una situación reconocible en ambos, y antes de volver al escenario, se acercó a su oído y le susurro: “Siempre admiré y siempre admiraré a los ganadores. Y un ganador no es precisamente quien siempre gana, sino aquel que se deja la vida por su meta. Quien se compromete con su alma a ir hasta el final, dejando todo en el camino, aunque pierda”.
Comprendió. En eso si había sido honesto consigo mismo y, sobre todo, con ella. Nunca dejó de porfiar aunque hubiera ido malviviendo en estos últimos años, aunque su vida se hubiera desperdiciado por no dejar de ser él, por no querer cambiar, por amarla en un silencio sin respuesta. Pero a pesar de todo, eso podía considerarlo su pequeño triunfo.

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