Oyó
el final de la cuenta muy lejos, todo había terminado. La voz enérgica del
árbitro daba por zanjado su inútil esfuerzo por levantarse y seguir peleando.
Diez era el número que ponía fin a una parte de su vida. El último golpe hizo
que doblara las rodillas, esas que le aguantaron tantos asaltos, tantos
combates a cara de perro. Desde la lona del ring, sus ojos nebulosos tamizaban
las figuras que se agolpaban a su alrededor, volviéndolas borrosas, difuminaban
sus contornos y su cerebro, todavía reponiéndose del golpe, no conseguía
procesar sus significados. Las voces llegaban con eco, superponiéndose unas a
otras con mensajes indescifrables. Las suyas también, estas últimas bien
nítidas porque no las había podido olvidar. Quizás fueran sus palabras quienes, en realidad,
le hicieran caer a plomo sobre la lona y no los golpes de su adversario, quizás
fueran sus palabras quienes le hicieran subir ya sonado, vencido de antemano, a
esa última pelea. Entonces ¿para qué?. Solamente deseaba salir de allí, mejor
dicho, que lo sacaran de allí, del aquel cuadrilátero expuesto a los ojos de
todos, del dolor de la caída final, de la humillación del perdedor. Su última
noche no había salido como había imaginado. Retirarse con el triunfo que diera
carpetazo a una carrera llena de altibajos, más voluntad que técnica, más
coraje que estilo, un fajador en busca de una gloria solamente reservada para
los elegidos.
Una
vez en el vetusto vestuario, lleno de innumerables recuerdos y deseos de todos
los aspirantes al triunfo que habían pasado por allí antes que él, y allí
quedaron esos recuerdos y deseos, muertos, llenos de mugre y polvo por el
olvido del tiempo, fue recuperando el resuello perdido, la razón pura y le
fueron viniendo, otra vez, como ráfagas de viento destemplado, gélido y mortal,
sus palabras. Allí sentado en la camilla donde unas horas antes le habían dado
el último masaje antes del combate y donde todavía flotaba en el ambiente el
olor a linimento sobre el que ya se estaba imponiendo el aroma reparador de la
mercromina y el alcohol, fue embalando sus cosas, pocas, y fue sintiendo la
soledad a medida que aquellos que siempre habían estado a su lado en la hora
del triunfo se iban perdiendo silenciosamente en esta hora de fracaso. Hasta quedar
solo por fin. Solamente Max, el encargado de limpiar los despojos de aquella
derrota, entornó ligeramente la puerta y asomó su mirada, retirándose en
silencio. Él, después de tantos años de trabajo en aquel local, era el que
mejor comprendía ese deseo de soledad del vencido, ese deseo de huída de si
mismo, ese deseo de no buscar más explicaciones a lo sucedido, ese deseo de
volverse ánimo, ese deseo de aceptar, en su caso, haber llegado al triste
desenlace de su carrera.
Sus palabras de una semana antes…Recuerda que
fueron cayendo con la similitud y la contundencia de los golpes que había
recibido esa misma noche. Iba a jugar a ganar, era la oportunidad de, por fin,
resumir tantos años de espera en busca de la oportunidad del aspirante eterno.
Pero aquella conversación se tornó en la pelea no buscada, acabó siendo el saco
de entrenamiento donde ella golpeaba sin piedad. Jab, gancho, crochet…, todos
los golpes fueron cayendo de forma inmisericorde sobre sus deseos,
desangrándolos. Su dureza era física, como el dolor provocado, un intercambio
de pareceres chocando como trenes de mercancías desbocados, que aquella noche
han decidido ir por la misma vía para perecer entre un amasijo de hierros
retorcidos, carbonizando todas las intenciones. Recordó algunas de las palabras
de una vieja película sobre boxeo visionada hacía tiempo: “Déjame decirte algo
que ya sabes. El mundo no son arco iris y amaneceres. En realidad es un lugar
malo y asqueroso. Y no le importa lo duro que seas, te golpeará y te pondrá de
rodillas. Ni tú ni nadie golpeará nunca tan fuerte como la vida”. Ella era su
vida.
Su carrera y su amor habían terminado
definitivamente, discursos paralelos sobre la imposibilidad de ganar. Cuando
apareció Max de nuevo, se dio cuenta de que ya era hora de salir a la calle,
olvidar, si era posible, lo acontecido en esos días previos. Recorrió un par de
calles hasta dar con un tugurio de donde salía el eco de una voz rota cantando
una triste canción, un blues de Billie Holiday. Entró, cansado y pensativo, y se
sentó en una mesa cercana al escenario, en el que como en un ring, se iba
desarrollando el desangelado combate entre el texto de la canción y aquella
mujer, entre el texto de la canción y la desesperada soledad de las escasas
personas allí vomitadas, como desechos, por la sociedad triunfadora. Quizás sus
gestos delataban más que escondían su dolor, ese dolor de su fracaso más
personal, quizás fue solamente que la cantante también era otro reflejo de la
derrota, al final ella se sentó, después de terminar la canción, a su lado.
Bebieron en silencio, haciéndose compañía, compartiendo una situación
reconocible en ambos, y antes de volver al escenario, se acercó a su oído y le
susurro: “Siempre admiré y siempre admiraré a los ganadores. Y un ganador no es
precisamente quien siempre gana, sino aquel que se deja la vida por su meta.
Quien se compromete con su alma a ir hasta el final, dejando todo en el camino,
aunque pierda”.
Comprendió. En eso si había sido honesto consigo
mismo y, sobre todo, con ella. Nunca dejó de porfiar aunque hubiera ido
malviviendo en estos últimos años, aunque su vida se hubiera desperdiciado por
no dejar de ser él, por no querer cambiar, por amarla en un silencio sin respuesta. Pero a pesar de todo, eso podía
considerarlo su pequeño triunfo.
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