La
lluvia golpea contra los cristales. En algunos momentos, las ráfagas de viento
endurecen ese martilleo constante, desacompasado, desafinado, como si todos sus
recuerdos, el suyo también, estuvieran llamando su atención, golpeando la
puerta de su interés, manteniéndolo alerta, toc, toc, ¿hay alguien ahí?,
exigiendo que abra la cristalera de par en par y puedan, por fin, entrar desde
el ostracismo emocional al que él los ha desterrado. Viejos fantasmas de un
tiempo nuevo. A pesar de estar todavía en septiembre, en un día sin atisbo de
nubes, tarde apacible y discreta, su mente ha viajado sin remedio, sin
oposición por su parte, al otoño por venir, tan cercano ya, como si éste se
hubiera infiltrado en su ser y se hubiera instalado de forma permanente. Lo
dirige sin remisión hacia el tiempo de su ser más verdadero, el ocaso. Okupa
insumiso de ese lugar de su vida, donde debería existir un principio de
voluntad, en su caso quebrada por la ausencia de la oportunidad. Él lo sabe y
lo acepta. Hace tiempo que tiene la sensación de vivir dos vidas paralelas, dos
tiempos, acaso complementarios, que se intercambian sin preguntarle, haciendo
que, en ocasiones, no sepa bien en que momento, real o imaginario, se
encuentra. Tampoco lo desea. Sin esa otra vida, en ocasiones tan aprehensible
que la puede tocar, sabe que no sería posible seguir con la real, pragmática y
gris, donde ella no ocupa, porque no quiere, ningún lugar.
Aunque
experimenta momentos de lucidez, su mente conquistada, ocupada por su enemigo
onírico, no le deja regresar hacia su yo real. Su ensoñación crece sin cesar y
su cuerpo ya es, solamente, un edificio vacío ocupando un espacio meramente
físico, pero sin vida aparente. Está muy lejos de donde yace sentado, viajero
del tiempo futuro, el cual, al ser visitado, ya nunca podrá ser igual a lo experimentado
en su ensoñación, al convertirlo en presente, siquiera imaginado. La lluvia
sigue cayendo en su tormenta onírica y su cadencia se le va haciendo más
llevadera. Empieza a encontrarle un sentido a su misión purificadora. ¿Y si
cada golpe de gota de lluvia contra el cristal fuera el sonido de las teclas de
la gran máquina de escribir universal, esa que escribe el guión de las vidas de
cada uno de nosotros, al chocar contra el carro donde se encuentra el papel? ¿Puede
ser que la lluvia al caer se comporte como un código Morse? ¿Punto, raya,
punto? En los dos casos debería poder descifrar el mensaje que le están
transcribiendo, pudiera ser importante. Se revuelve e intenta salir, volver a
la realidad de donde está, pero, ¿si acaso fuera ella la mensajera de su
futuro, de su presente? Explicarle el futuro, poder modificarlo en el camino
correcto o enseñarle que, aunque lo intente, el destino está escrito.
Pero
como entender, comprender el texto inmisericorde del agua, cuando ésta se le
escapa de los dedos. Le resulta imposible relacionar cada golpe de gota de
lluvia en el cristal con el sonido de cada una de las teclas de la máquina de
escribir, ahora que, ya hace muchos años, los procesadores de texto la
sustituyeron. Intenta recordar obligando a sus neuronas a realizar un esfuerzo
extra, vano intento en el fondo, si ni siquiera sabe si quiere saber. Pero, ¿y
si el golpeo en la cristalera de la ventana no fuera lo que cree? ¿Y si fueran
golpes de pincel, pequeños puntos de color impresionistas los que dibujaran el
mensaje o, es posible, su rostro en el cristal? ¿Le insuflaría el viento que
acompaña a la lluvia el soplo de vida suficiente para poder contárselo en
primera persona? Su ensoñación le permite creer ver sus facciones frente a él,
solo un instante, lo que tarda la siguiente ráfaga de lluvia en desvanecer su
deseo. Una sucesión de hologramas húmedos que aparecen y desaparecen de su
vista como si, ¿alguien?, ¿ella?, descorriera la cortina transparente sobre la
que van dibujados. Como si alguien borrara con su mano el rostro que el vaho ha
ayudado a crear. Y vuelta a empezar, pero esta vez creyendo comprender.
El
futuro le está respondiendo con su pasado a través de su rostro. Así como éste
aparece y se desvanece a intervalos regulares, su vida ha sido, desde que la
conoció, un vaivén de subidas y bajadas de un estado de ánimo maltrecho por el
tiempo. Frecuencia absoluta con una única variable que se repite sin cesar.
Suceso permanente en la medida estadística de sus sentimientos, con una mínima
longitud de onda. Enamorado de ella en un continuo dolor emocional, algo
innegociable, absoluto, ha ido encajando los golpes de su infortunio como un
boxeador sonado, intentando responder con la virtud del fajador, del que no
dobla la rodilla nunca. En algunas de sus ensoñaciones creyó ser ese miembro
del amor puro, poeta romántico, que enamorado de un amor imposible, pone fin a
sus días ante la crueldad del destino. Fatal elección, Fata Morgana, pero vive
en el siglo XX y, además, es cobarde.
Va
saliendo, volviendo de su viaje. Ahora los golpes de lluvia en el cristal se
van pareciendo a los sonidos ancestrales de los tambores parlantes, tamas, de
las tribus africanas. Le llaman con sus ritmos en cruz repetitivos,
insistentes. Cree entender sus textos, es hora de volver a la realidad más
cercana. El otoño que llegará le rodeará de los colores ocres, bermellones,
encarnados, de las hojas que, a punto de caer, le dejarán camuflarse entre
ellas, como lo haría entre su pelo si ella lo amara.
Es
hora de volver…y escribir.
¿Ya has descifrado el codigo secreto? yó, creo que si, y es que la lluvia tiene algo de ternura, cuando algunos solo se mojan, otros la sienten...
ResponderEliminarUn beso
Es bonito sentir el agua de lluvia sobre uno. Las gotas van contanto al oido lo que las cartas dejaron de transmitir hace tiempo. LLuvia venida de muy lejos.
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