miércoles, 19 de septiembre de 2012

LA MUERTE DE UN TAMBORILERO (FINAL)


             Viajó toda la noche y llegó a Zamora a primera hora de la mañana. Poco equipaje en la maleta, ya que no sabía cuanto tiempo iba a estar fuera. En la estación de autobuses de la capital le estaba esperando un coche que lo trasladó de inmediato a la dirección que le habían indicado por teléfono. Por fin iba a conocer el rostro de la persona que se había puesto en contacto con él y que había vuelto a abrir la herida que tantos años costó cerrar. Callejeando por la ciudad, le dio tiempo a pensar en los pasos que debía de dar y como enfrentar una investigación en un entorno salpicado de ambiente etnográfico. Un mal paso podía significar que se le cerraran todas las puertas y que su investigación acabara de manera abrupta. La provincia de Zamora se significaba desde hacía tiempo por la cantidad de grupos de baile y de música que existían. Le dabas una patada a una piedra y salían diez grupos de baile. Movías un árbol y en vez de caer hojas caían dulzaineros, tamborileros o gaiteros. Otra cosa era la calidad, pero eso parecía no importar, erróneamente se media el resurgir del folclore por el número de grupos o músicos y no por la calidad de los mismos, confundiendo lo que era aplicable a la gente en general, a la que no se le podía pedir más, con lo que era exigible a los integrantes de los movimientos que se dedicaban de manera más o menos fidedigna al llamado mundo etnográfico o folclórico.
            Por fin llegó a su destino inicial en la ciudad. En la taberna “La crucifixión del tamborilero”, ironía que no pasó por alto, se sentó cara a cara con la persona que, con su llamada, había desencadenado todos los acontecimientos ocurridos hasta ahora. Con aspecto del norte de Europa y con un nombre a todas luces falso, su interlocutor se presentó como un alto cargo de una “Organización” dedicada a la conservación y difusión del folclore, organizando festivales y encuentros entre un gran número de grupos de toda Europa. Estaba facultado para encomendarle el asunto central de su conversación y dotarle de los medios materiales y financieros que necesitara para su investigación. Siempre y cuando el nombre de “La Organización” quedara al margen y nunca se le pudiera relacionar con los acontecimientos. Su desenvoltura y concisión denotaban que estaba acostumbrado a este tipo de negociaciones y encargos, así que, sin dilación, entraron en materia. El tipo aquel estaba al tanto de las investigaciones relacionadas con el folclore que había llevado a cabo por Tito Freixa. Desde “La Organización” habían estado atentos al resultado de las mismas por cuanto podían llevar a dar con los responsables intelectuales de esas muertes, algo que se había convertido en ineludible para ellos. Según esta persona, el mundo del folclore se encontraba cada vez más nervioso ante la desaparición de grupos y músicos en extrañas circunstancias, lo que podía dar al traste con los objetivos marcados en sus estatutos. Mientras le iba contando todo esto, Tito Freixa iba haciendo una traducción totalmente diferente de los motivos esgrimidos por aquella persona. El, como buen ex policía, estaba al tanto de la existencia de “La Organización”, y más bien pensaba que si ese nerviosismo iba in crescendo y los grupos y músicos se negaban a participar en el engranaje establecido, se acabaría para estas personas con el modo de vida tan placentero que se habían montado. Cosa lógica por otra parte, tontos no eran, y él, en sus mismas circunstancias, posiblemente haría lo mismo. Finalizó su intervención entregándole un informe secreto sobre una supuesta organización, la cual parecía estar detrás de todos los crímenes.
            Después de este encuentro, Tito Freixa se propuso comer algo antes de viajar, le habían puesto un coche de alquiler a su disposición, al lugar donde se había producido la muerte del tamborilero. A la cuatro de la tarde puso rumbo al pueblo de Granadal de Aliste, donde llegó media hora después. La muerte del tamborilero se produjo el día del homenaje a varias personas del pueblo, las cuales habían sido depositarias de la tradición musical del lugar, además de ser transmisoras de ese mismo bagaje a las generaciones posteriores. Para el evento se habían invitado a varios músicos y grupos de la provincia. Entre ellos estaba el tamborilero asesinado. ¿Por qué él en particular y no otro de los muchos que hasta allí llegaron? Buena pregunta. Como era costumbre al iniciar una investigación, se dirigió al bar del pueblo, lugar de encuentro común y donde, entre vaso y vaso, podía preguntar sin ser demasiado expositivo. Tres o cuatro personas estaban en el local. Pidió un café y entabló conversación con la camarera del bar, quien resultó ser también la dueña. Se presentó como periodista de una revista de folclore nacional interesada en dar cobertura al homenaje acaecido y preguntó, sin más. La mujer resultó tener la lengua suelta, además de afilada, y cuando la conversación dio el giro que el andaba buscando, los demás penitentes del bar se unieron en un coro que cantó más que el mismísimo Orfeón Donostiarra.
            Todos estaban de acuerdo en varias cuestiones: el homenaje había resultado un éxito, el tamborilero muerto parecía empeñado en ser el foco de atención con su constante quehacer musical y la gente se dio cuenta al momento de este fenómeno, haciendo hincapié con sus comentarios en lo molesto que llegó a resultar. Desde un primer momento, este personaje dio muestras de una voluntad férrea e inquebrantable de no dejar de tocar ni un segundo. Azuzaba a los demás componentes del grupo del que formaba parte a tocar constantemente, aún cuando toda música necesita de un descanso, tanto para los ejecutantes como para el público. Cuando sus compañeros cesaban de tocar, el seguía con su melodía ajeno a todo y a todos, en una lucha incruenta con el silencio. Un rasgo de su música, que tomó cuerpo desde el primer momento, era lo escaso de su repertorio. Solamente tocaba una melodía, de manera ininterrumpida, haciendo que las notas fueran incrustándose en el cerebro de los allí presentes, sonando machaconamente en su subconsciente, de manera que llegó un momento en que, de manera involuntaria, el público comenzó a canturrear sin una voluntad apreciable, aquella melodía. A Tito Freixa le había pasado alguna vez esa circunstancia con esas canciones de estribillo facilón y música pachanguera que, una vez oídas, permanecen en el recuerdo y uno se encuentra cantándolas en los momentos más inoportunos. Como si fueran la punta de lanza de un mediocre ejército musical en batalla constante contra la calidad. Se le venían a la mente letras como La barbacoa, de Georgie Dann, La bomba, de King Africa, o ya más metidos en la tradición, el Chumbala que chumba chumbala que dale, anfetamínico estribillo nacido de una orgía de fin de semana aderezada con pastillas de todos los colores. Recordaba con especial “cariño” una cancioncilla portuguesa, Cartero en bicicleta, que llegó a provocarle un sentimiento irracional de asesinato de los funcionarios de correos.
            Sus acompañantes seguían dándole a la lengua. Le comentaron que, aun habiendo terminado el festival que había servido de homenaje, el tamborilero siguió tocando en la cena comunitaria que, al aire libre, se celebró posteriormente. Su terquedad y voluntad de convertirse en el hilo musical de la velada, empezó a ser prácticamente inaguantable, haciendo que las conversaciones giraran en dirección a esta circunstancia. La dueña del bar le comentó como había oído sin querer, como solamente oyen los camareros tras la barra del bar, que los componentes de un grupo de baile de la capital, que había participado en el homenaje, coincidieron unas semanas antes con este tamborilero en un seminario de música y danza, y el comportamiento del sujeto en cuestión había sido el mismo. Pensó Tito Freixa que hay veces que uno busca su destino de manera inconsciente, pero obstinada, como este tamborilero. El caso fue que llegó un momento en que el sujeto causante desapareció de repente, dejando al sujeto paciente descansar. Todos pensaron que se había cansado de tocar ante la poca o nula atención que le dispensaba el gentío allí reunido. Pero cual no fue la sorpresa cuando al recoger el entramado del festival, apareció debajo del escenario, con la cabeza descansando en el tambor, a modo de almohada etnográfica, el palo de tocar el tamboril clavado en el pecho y la flauta rota en mil pedazos. Tito Freixa no se extraño de la composición del escenario del crimen, era el esperado. Lo notable del caso era que por segunda vez aparecía el nombre del grupo de baile de la capital en un caso de asesinato ritual etnográfico. Aunque podía ser solamente una coincidencia.
            Siguió la conversación hasta última hora de la tarde, pero ya sin más datos nuevos que aportar, con lo cual cogió el coche de nuevo y salió en dirección a Zamora. Por la mañana se daría una vuelta por la comisaria de policía, donde todavía tenía algún conocido, e intentaría recabar más datos. Ya en Zamora, dejó todos los papeles en el hotel, se duchó y se cambió de ropa, saliendo a cenar. Buscó un restaurante pequeño y poco concurrido y se instaló en una mesa apartada. Antes de irse a dormir decidió dar un paseo por los alrededores del hotel, la noche calmada y apacible invitaba a ello. En un momento de su paseo se le acercó una mujer con la intención evidente de pedirle fuego, sacó el mechero de su bolsillo y se lo acercó al cigarro situado entre los labios pintados de rojo de un rostro con un atractivo evidente. Su mente divagó al instante, lástima que su diferencia de edad lo castrara emocionalmente para iniciar un leve coqueteo. De pronto la mujer se alejo rápidamente, sin darle tiempo a nada más, perdiéndose por una callejuela lateral a la calle donde se encontraba. En el suelo una carpeta dejada allí con la evidente intención de que se apropiara de ella. Le bastó un vistazo para interpretar lo que contenía. Curiosamente, se percató de que estaba a la puerta del local de un grupo de baile que ya le resultaba conocido. ¿Coincidencia?
            Por la mañana se acercó hasta la comisaría de policía. Preguntó por un par de conocidos suyos y con ellos entabló una conversación bidireccional de puesta en común de sus investigaciones, lo cual dejó de manifiesto lo alejado que estaba de la verdad, algo que la lectura de los papeles que la misteriosa mujer le entregó la noche anterior ya denotaba. En la comisaria de Zamora estaban seguros que este tipo de asesinatos formaban parte de una red europea dedicada a la eliminación, por exceso, de los componentes de “La Organización” más insignificantes. Pero era ella misma quien daba la orden de ejecución. Entonces, ¿cómo es posible que un supuesto representante de la misma le hubiera encomendado la investigación extraoficial del crimen de Granadal de Aliste, por su vinculación profesional con asesinatos semejantes? Sus interlocutores estaban convencidos de que la forma de realizar estos asesinatos selectivos, sin que “La Organización” se viera relacionada con los mismos, era hacer sospechoso de los mismos a grupos o músicos nada afines con sus objetivos folclóricos. Como él ya mismo había apuntado, en los investigados en la provincia de Zamora siempre aparecía un grupo de baile, sin que hasta la fecha se hubiera podido probar nada en su contra, es más, su respeto por la tradición más pura y por la forma de hacer de los demás era lo suficientemente comprometido, como para exculparle de los hechos en los que parecían querer involucrarle. La conversación siguió por los mismos derroteros hasta que se despidieron cerca de la hora de comer.
            Así que era eso lo que había estigmatizado toda su carrera profesional. Bajos fondos etnográficos, luchas de poder soterradas, acciones encaminadas a mantener el tinglado que hasta la fecha les había servido de soporte para su “dolce vita”. Y siempre desde la más absoluta impunidad, haciendo derivar las causas y caer las sospechas en elementos ajenos, por propia voluntad, a su manejo. El hecho de que, en su afán de expansión infinita con la entrada de grupos y músicos sin ningún pedigrí, realizando montajes supuestamente tradicionales pero sin ningún atisbo de verdad, había dado lugar a que, en realidad, más pareciera una agencia de vacaciones para sus miembros. Y esto era lo que parecía estar socavando el respeto del resto del mundo tradicional o etnográfico. En su afán corrector de la situación, se habían posicionado en el lado oscuro, aliándose con lo más corrupto de la sociedad y de la política para diseñar un plan que le ponía los pelos de punta, él que estaba acostumbrado a ver y oler lo más abyecto de la sociedad. Debía irse, regresar a casa y pasar página de una vez por todas.
            Nota: en el buzón de su casa encontró una carta de Alejandra. Le comunicaba la muerte en extrañas circunstancias de su marido, el charcutero danzante. Había participado en un festival junto con un grupo de España. El nombre de grupo no podía ser otro, ya le resultaban un poco “turreros”, como ellos mismos denominaban a los elementos pesados en demasía. Al final no le iba a quedar más remedio que encargarse de ellos. ¿Habría sido captado, sin saberlo, por la “la Organización”? ¿Este grupo era el siguiente en la lista y él su ejecutante?

2 comentarios:

  1. Jajajaja!! me parto!!
    He de decir que el final ha sido sorprendente a la vez que inquietante... nose si es que me toca algo directamente o que, pero en serio, inquietante.
    Lo del charcutero no podia ser de otra manera.

    Que viva la Turra!!!

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    1. Gracias por el comentario, anónimo, parece ser que te ha gustado. Me alegro. Efectivamente el charcutero tenía los días contados desde que lo imaginé, estaba sentenciado. Un saludo.

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