Viajó toda la noche y llegó a Zamora a primera hora de la
mañana. Poco equipaje en la maleta, ya que no sabía cuanto tiempo iba a estar
fuera. En la estación de autobuses de la capital le estaba esperando un coche
que lo trasladó de inmediato a la dirección que le habían indicado por
teléfono. Por fin iba a conocer el rostro de la persona que se había puesto en
contacto con él y que había vuelto a abrir la herida que tantos años costó
cerrar. Callejeando por la ciudad, le dio tiempo a pensar en los pasos que
debía de dar y como enfrentar una investigación en un entorno salpicado de
ambiente etnográfico. Un mal paso podía significar que se le cerraran todas las
puertas y que su investigación acabara de manera abrupta. La provincia de
Zamora se significaba desde hacía tiempo por la cantidad de grupos de baile y
de música que existían. Le dabas una patada a una piedra y salían diez grupos
de baile. Movías un árbol y en vez de caer hojas caían dulzaineros,
tamborileros o gaiteros. Otra cosa era la calidad, pero eso parecía no
importar, erróneamente se media el resurgir del folclore por el número de
grupos o músicos y no por la calidad de los mismos, confundiendo lo que era
aplicable a la gente en general, a la que no se le podía pedir más, con lo que
era exigible a los integrantes de los movimientos que se dedicaban de manera
más o menos fidedigna al llamado mundo etnográfico o folclórico.
Por fin
llegó a su destino inicial en la ciudad. En la taberna “La crucifixión del
tamborilero”, ironía que no pasó por alto, se sentó cara a cara con la persona
que, con su llamada, había desencadenado todos los acontecimientos ocurridos
hasta ahora. Con aspecto del norte de Europa y con un nombre a todas luces
falso, su interlocutor se presentó como un alto cargo de una “Organización”
dedicada a la conservación y difusión del folclore, organizando festivales y
encuentros entre un gran número de grupos de toda Europa. Estaba facultado para
encomendarle el asunto central de su conversación y dotarle de los medios
materiales y financieros que necesitara para su investigación. Siempre y cuando
el nombre de “La Organización” quedara al margen y nunca se le pudiera
relacionar con los acontecimientos. Su desenvoltura y concisión denotaban que
estaba acostumbrado a este tipo de negociaciones y encargos, así que, sin
dilación, entraron en materia. El tipo aquel estaba al tanto de las
investigaciones relacionadas con el folclore que había llevado a cabo por Tito
Freixa. Desde “La Organización” habían estado atentos al resultado de las
mismas por cuanto podían llevar a dar con los responsables intelectuales de
esas muertes, algo que se había convertido en ineludible para ellos. Según esta
persona, el mundo del folclore se encontraba cada vez más nervioso ante la
desaparición de grupos y músicos en extrañas circunstancias, lo que podía dar
al traste con los objetivos marcados en sus estatutos. Mientras le iba contando
todo esto, Tito Freixa iba haciendo una traducción totalmente diferente de los
motivos esgrimidos por aquella persona. El, como buen ex policía, estaba al
tanto de la existencia de “La Organización”, y más bien pensaba que si ese
nerviosismo iba in crescendo y los grupos y músicos se negaban a participar en
el engranaje establecido, se acabaría para estas personas con el modo de vida
tan placentero que se habían montado. Cosa lógica por otra parte, tontos no
eran, y él, en sus mismas circunstancias, posiblemente haría lo mismo. Finalizó
su intervención entregándole un informe secreto sobre una supuesta
organización, la cual parecía estar detrás de todos los crímenes.
Después de
este encuentro, Tito Freixa se propuso comer algo antes de viajar, le habían puesto
un coche de alquiler a su disposición, al lugar donde se había producido la
muerte del tamborilero. A la cuatro de la tarde puso rumbo al pueblo de
Granadal de Aliste, donde llegó media hora después. La muerte del tamborilero
se produjo el día del homenaje a varias personas del pueblo, las cuales habían
sido depositarias de la tradición musical del lugar, además de ser transmisoras
de ese mismo bagaje a las generaciones posteriores. Para el evento se habían
invitado a varios músicos y grupos de la provincia. Entre ellos estaba el
tamborilero asesinado. ¿Por qué él en particular y no otro de los muchos que
hasta allí llegaron? Buena pregunta. Como era costumbre al iniciar una
investigación, se dirigió al bar del pueblo, lugar de encuentro común y donde,
entre vaso y vaso, podía preguntar sin ser demasiado expositivo. Tres o cuatro
personas estaban en el local. Pidió un café y entabló conversación con la
camarera del bar, quien resultó ser también la dueña. Se presentó como periodista
de una revista de folclore nacional interesada en dar cobertura al homenaje
acaecido y preguntó, sin más. La mujer resultó tener la lengua suelta, además
de afilada, y cuando la conversación dio el giro que el andaba buscando, los
demás penitentes del bar se unieron en un coro que cantó más que el mismísimo
Orfeón Donostiarra.
Todos
estaban de acuerdo en varias cuestiones: el homenaje había resultado un éxito,
el tamborilero muerto parecía empeñado en ser el foco de atención con su
constante quehacer musical y la gente se dio cuenta al momento de este
fenómeno, haciendo hincapié con sus comentarios en lo molesto que llegó a
resultar. Desde un primer momento, este personaje dio muestras de una voluntad
férrea e inquebrantable de no dejar de tocar ni un segundo. Azuzaba a los demás
componentes del grupo del que formaba parte a tocar constantemente, aún cuando
toda música necesita de un descanso, tanto para los ejecutantes como para el
público. Cuando sus compañeros cesaban de tocar, el seguía con su melodía ajeno
a todo y a todos, en una lucha incruenta con el silencio. Un rasgo de su
música, que tomó cuerpo desde el primer momento, era lo escaso de su
repertorio. Solamente tocaba una melodía, de manera ininterrumpida, haciendo
que las notas fueran incrustándose en el cerebro de los allí presentes, sonando
machaconamente en su subconsciente, de manera que llegó un momento en que, de
manera involuntaria, el público comenzó a canturrear sin una voluntad
apreciable, aquella melodía. A Tito Freixa le había pasado alguna vez esa
circunstancia con esas canciones de estribillo facilón y música pachanguera
que, una vez oídas, permanecen en el recuerdo y uno se encuentra cantándolas en
los momentos más inoportunos. Como si fueran la punta de lanza de un mediocre
ejército musical en batalla constante contra la calidad. Se le venían a la
mente letras como La barbacoa, de Georgie Dann, La bomba, de King Africa, o ya
más metidos en la tradición, el Chumbala que chumba chumbala que dale, anfetamínico
estribillo nacido de una orgía de fin de semana aderezada con pastillas de
todos los colores. Recordaba con especial “cariño” una cancioncilla portuguesa,
Cartero en bicicleta, que llegó a provocarle un sentimiento irracional de
asesinato de los funcionarios de correos.
Sus
acompañantes seguían dándole a la lengua. Le comentaron que, aun habiendo
terminado el festival que había servido de homenaje, el tamborilero siguió
tocando en la cena comunitaria que, al aire libre, se celebró posteriormente. Su
terquedad y voluntad de convertirse en el hilo musical de la velada, empezó a
ser prácticamente inaguantable, haciendo que las conversaciones giraran en
dirección a esta circunstancia. La dueña del bar le comentó como había oído sin
querer, como solamente oyen los camareros tras la barra del bar, que los componentes
de un grupo de baile de la capital, que había participado en el homenaje,
coincidieron unas semanas antes con este tamborilero en un seminario de música
y danza, y el comportamiento del sujeto en cuestión había sido el mismo. Pensó
Tito Freixa que hay veces que uno busca su destino de manera inconsciente, pero
obstinada, como este tamborilero. El caso fue que llegó un momento en que el
sujeto causante desapareció de repente, dejando al sujeto paciente descansar.
Todos pensaron que se había cansado de tocar ante la poca o nula atención que
le dispensaba el gentío allí reunido. Pero cual no fue la sorpresa cuando al
recoger el entramado del festival, apareció debajo del escenario, con la cabeza
descansando en el tambor, a modo de almohada etnográfica, el palo de tocar el
tamboril clavado en el pecho y la flauta rota en mil pedazos. Tito Freixa no se
extraño de la composición del escenario del crimen, era el esperado. Lo notable
del caso era que por segunda vez aparecía el nombre del grupo de baile de la
capital en un caso de asesinato ritual etnográfico. Aunque podía ser solamente
una coincidencia.
Siguió la
conversación hasta última hora de la tarde, pero ya sin más datos nuevos que
aportar, con lo cual cogió el coche de nuevo y salió en dirección a Zamora. Por
la mañana se daría una vuelta por la comisaria de policía, donde todavía tenía
algún conocido, e intentaría recabar más datos. Ya en Zamora, dejó todos los
papeles en el hotel, se duchó y se cambió de ropa, saliendo a cenar. Buscó un
restaurante pequeño y poco concurrido y se instaló en una mesa apartada. Antes
de irse a dormir decidió dar un paseo por los alrededores del hotel, la noche
calmada y apacible invitaba a ello. En un momento de su paseo se le acercó una
mujer con la intención evidente de pedirle fuego, sacó el mechero de su
bolsillo y se lo acercó al cigarro situado entre los labios pintados de rojo de
un rostro con un atractivo evidente. Su mente divagó al instante, lástima que
su diferencia de edad lo castrara emocionalmente para iniciar un leve coqueteo.
De pronto la mujer se alejo rápidamente, sin darle tiempo a nada más,
perdiéndose por una callejuela lateral a la calle donde se encontraba. En el
suelo una carpeta dejada allí con la evidente intención de que se apropiara de
ella. Le bastó un vistazo para interpretar lo que contenía. Curiosamente, se
percató de que estaba a la puerta del local de un grupo de baile que ya le
resultaba conocido. ¿Coincidencia?
Por la
mañana se acercó hasta la comisaría de policía. Preguntó por un par de
conocidos suyos y con ellos entabló una conversación bidireccional de puesta en
común de sus investigaciones, lo cual dejó de manifiesto lo alejado que estaba
de la verdad, algo que la lectura de los papeles que la misteriosa mujer le
entregó la noche anterior ya denotaba. En la comisaria de Zamora estaban
seguros que este tipo de asesinatos formaban parte de una red europea dedicada
a la eliminación, por exceso, de los componentes de “La Organización” más
insignificantes. Pero era ella misma quien daba la orden de ejecución.
Entonces, ¿cómo es posible que un supuesto representante de la misma le hubiera
encomendado la investigación extraoficial del crimen de Granadal de Aliste, por
su vinculación profesional con asesinatos semejantes? Sus interlocutores
estaban convencidos de que la forma de realizar estos asesinatos selectivos,
sin que “La Organización” se viera relacionada con los mismos, era hacer
sospechoso de los mismos a grupos o músicos nada afines con sus objetivos
folclóricos. Como él ya mismo había apuntado, en los investigados en la
provincia de Zamora siempre aparecía un grupo de baile, sin que hasta la fecha
se hubiera podido probar nada en su contra, es más, su respeto por la tradición
más pura y por la forma de hacer de los demás era lo suficientemente
comprometido, como para exculparle de los hechos en los que parecían querer
involucrarle. La conversación siguió por los mismos derroteros hasta que se
despidieron cerca de la hora de comer.
Así que era
eso lo que había estigmatizado toda su carrera profesional. Bajos fondos
etnográficos, luchas de poder soterradas, acciones encaminadas a mantener el
tinglado que hasta la fecha les había servido de soporte para su “dolce vita”. Y
siempre desde la más absoluta impunidad, haciendo derivar las causas y caer las
sospechas en elementos ajenos, por propia voluntad, a su manejo. El hecho de
que, en su afán de expansión infinita con la entrada de grupos y músicos sin
ningún pedigrí, realizando montajes supuestamente tradicionales pero sin ningún
atisbo de verdad, había dado lugar a que, en realidad, más pareciera una
agencia de vacaciones para sus miembros. Y esto era lo que parecía estar
socavando el respeto del resto del mundo tradicional o etnográfico. En su afán
corrector de la situación, se habían posicionado en el lado oscuro, aliándose
con lo más corrupto de la sociedad y de la política para diseñar un plan que le
ponía los pelos de punta, él que estaba acostumbrado a ver y oler lo más
abyecto de la sociedad. Debía irse, regresar a casa y pasar página de una vez
por todas.
Nota: en el
buzón de su casa encontró una carta de Alejandra. Le comunicaba la muerte en
extrañas circunstancias de su marido, el charcutero danzante. Había participado
en un festival junto con un grupo de España. El nombre de grupo no podía ser
otro, ya le resultaban un poco “turreros”, como ellos mismos denominaban a los
elementos pesados en demasía. Al final no le iba a quedar más remedio que
encargarse de ellos. ¿Habría sido captado, sin saberlo, por la “la
Organización”? ¿Este grupo era el siguiente en la lista y él su ejecutante?
Jajajaja!! me parto!!
ResponderEliminarHe de decir que el final ha sido sorprendente a la vez que inquietante... nose si es que me toca algo directamente o que, pero en serio, inquietante.
Lo del charcutero no podia ser de otra manera.
Que viva la Turra!!!
Gracias por el comentario, anónimo, parece ser que te ha gustado. Me alegro. Efectivamente el charcutero tenía los días contados desde que lo imaginé, estaba sentenciado. Un saludo.
Eliminar