Pasaba el tiempo y nos hacíamos mayores. La civilización y el
supuesto progreso iban sitiando al bosque, convirtiéndolo en un espacio de
tránsito y aglomeración, y con ello, nuestros refugios fueron despojados del
halo de misterio y secreto del que les habíamos dotado. Se imponía un paso más
en nuestra búsqueda y exploración de un espacio físico y vital que fuera
solamente nuestro. La salida más lógica era en dirección hacia la ermita del
Cristo de Valderrey, y hacia los dominios de ese lugar totémico y de
peregrinación para una amplia capa de la sociedad zamorana nos encaminamos.
Vagando por
el valle del arroyo y las laderas adyacentes descubrimos una encina majestuosa
a media ladera que atrajo nuestra atención. Subimos y nos dimos cuenta que
aquella encina ocultaba una roca enorme de la que el mismo árbol parecía nacer,
dando la impresión de que lo estéril podía engendrar vida. Allí nos situamos
tomando posesión del nuevo enclave, repartiéndonos las distintas ramas de la
encina como habitaciones individuales para cada uno de los miembros de nuestra
sociedad secreta. Pero ya todos sabíamos que nuestro pequeño mundo infantil
había pasado.
Las tardes
pasaban demasiado lentas, como si la imaginación, que nos había guiado hasta
entonces no dejando desfallecer nuestra infancia, se hubiera secado y quisiera
salir en busca de otros espacios. En nuestros pensamientos anidaba ya la
sensación de que la expulsión de la roca inclinada era más que una expulsión
física. Era una expulsión de un tiempo y de una sociedad que estaba cambiando a
gran velocidad, dejando atrás una forma de vivir condenada al olvido, junto con
nuestras pequeñas aventuras infantiles, y que nos ofrecía, a cambio, otras
oportunidades más acordes con nuestra nueva etapa de juventud.
Ya ese lugar
no era una tierra de frontera que defender, sino el lugar de destierro donde
quedaría arrinconada nuestra niñez. Un largo y cálido verano en el que poco a
poco fuimos asumiendo que un nuevo mundo estaba naciendo delante de nuestras
narices y que debíamos formar parte de él. Que otras generaciones debían coger
el testigo y defender, si eran capaces, el mundo de imaginación que nosotros
habíamos creado. Alegre final de los setenta y principio de los ochenta donde
dejamos atrás tantas cosas.
Un medio
tiempo en el que con nuevas ganas cambiamos el rumbo de nuestras vidas y le
dimos la espalda a la infancia natural para explorar y conquistar la juventud
urbana de la ciudad, que desde nuestro barrio nos atraía con falsas promesas de
modernidad, como compradas en los factory de moda de temporadas pasadas. En
busca de la naciente “movida” y con las movidas ocasionadas por el choque entre
diferentes formas de entender el nuevo mundo que nos rodeaba, lleno de
baratijas y oropeles de cartón piedra, peligrosos travestidos de oscuras épocas
felizmente terminadas, pero que daban sus últimas bocanadas.
Al final,
cualquier etapa de la vida, no es sino simplemente la exploración y conquista
de innumerables islas, rocas inclinadas y rocas escondidas. Cada uno tendrá sus
nombres propios. La búsqueda del Santo Grial del imposible lugar perfecto donde
desarrollar una vida plena y satisfactoria. Con el tiempo, haciendo balance,
cada uno habrá explorado y conquistado numerosos objetivos y habrá sido
explorado y conquistado a su vez. Habrá tenido éxitos y fracasos. Pero el
balance siempre saldrá en positivo, porque positivo es todo lo vivido y
experimentado.
Y por eso
este caminar en el recuerdo por los lugares de la infancia, provenientes de un
recorrido actual por esos mismos lugares y con la nostalgia que dan unos
cuantos años más a la espalda.
ojalá no se producieran esos cambios y pudiéramos seguir fantaseando con caballeros, dragones, marcianos y con que éramos los reyes del mundo.
ResponderEliminarYo todavía recuerdo mi propia roca escondida, pero parece tan lejano... el tiempo definitivamente pasa demasiado deprisa.
Un saludo
Noelia