Dentro del constante deambular que nuestra infancia nos
marcaba, llegamos a la roca inclinada. Fue el resultado lógico de nuestra
afición a los descubrimientos. Una vez asentados en la isla, necesitábamos
nuevos retos que conseguir y decidimos ir más allá en el territorio. Esta vez
deseábamos alcanzar las cumbres que desde la isla veíamos en lo alto y que
cierran el bosque de Valorio por sus laterales. Así que allí nos encaminamos.
La roca
inclinada no es más que lo que su propio nombre indica, un peñasco enorme, como
un rectángulo puesto de pie, plano en su cumbre, inclinado peligrosamente sobre
la ladera que da a la zona de la alamedilla, pero independiente del resto. Se
ve desde todos los rincones y, más que un refugio, era como una atalaya desde
la cual divisar todo el horizonte y el ir y venir de la gente. Además no era
preciso escalar para encaramarse en lo alto porque desde uno de los laterales
del terraplén contiguo, con un simple saltito, se podía llegar. Eso sí, con un
pequeño tropiezo, tenías muchas posibilidades de caer por el otro lado. Y ahí
sí que había metros de sobra para hacerse uno bastante daño.
Aunque descubríamos los nuevos
territorios como verdaderos exploradores, la toma de posesión de esta roca, más
se asemejó en este caso a la toma de un castillo por un ejército armado de
ilusiones. Nos convertimos en los nuevos señores y, desde nuestro feudo,
extendíamos nuestro poder sobre las nuevas tierras bajo su dominio. Habíamos
llegado más lejos y nos convertimos en los defensores de la nueva frontera.
Tierra, que en nuestra imaginación desbocada, estaba llena de escaramuzas y en
permanente vigilancia ante posibles conquistadores.
Como los castillos importantes,
nosotros también teníamos nuestro pueblo al que defender de los invasores de
más allá. (Siempre de más allá, como nos enseñaban en la escuela. Educación de
tintes épicos y falsa realidad histórica de aquel tiempo). En el fondo del
valle, pasado el puente de la vía férrea, está un antiguo restaurante, hoy sin
funcionamiento y en ruinas, pero que en aquel tiempo era muy frecuentado. Desde
nuestra posición vigilábamos su devenir cotidiano, sin saber ellos que más
arriba sus defensores estaban alertas para que nada interrumpiera su
quehacer.
Tenía en sus instalaciones un circuito de
motocrós en el cual se disputaban carreras los domingos, y que en su parte
cimera lindaba con nuestra roca. Era el único momento en el que dejábamos
profanar nuestra casa. A fin de cuentas, nadie sabría interpretar lo que
suponía aquella especie de monolito.
Tardes de verano encaramados a la roca
hablando de nuestras cosas y comiendo el bocadillo, siempre más pan que
chocolate, como ya sabéis, haciendo alguna incursión hasta el arroyo para
proveernos de agua. Como la isla, aquella roca no tendría más de dos por dos, y
allí tres o cuatro personas son muchas. Así que imaginaros la escena de tres o
cuatro muchachos moviéndose a cámara lenta, por miedo a caer. Así nos veía la
gente desde la carretera que va al Cristo de Valderrey preguntándose qué
demonios hacían allí esos niños. A diferencia de la isla, a la que íbamos por
los senderos del bosque, a la roca inclinada también se podía ir por el camino
que salía a la derecha de los antiguos gallineros. Así teníamos dos caminos de
llegada, pero también, por si acaso, de salida (seguíamos teniendo de postre
melón o sandía prestados por nuestros súbditos).
Ahora todo ha cambiado. La gran
invasora, que es la construcción incivilizada, ha cercado nuestro dominio por
su lado norte, construyendo sus nuevos castillos de poder y dejándolo sin su
aurea de dominador del entorno, convirtiéndose en los nuevos señores. Todo se
ha vulgarizado con la vida cotidiana de los nuevos amos, incapaces de dotar a
su entorno de la magia y la ilusión con la que nuestras mentes infantiles
llenaron ese rincón. Incapaces de ver más allá de la inmediatez de los objetos
y sin saber que hubo un tiempo en que una roca no fue una roca, sino un
castillo. Que una lagartija no fue una lagartija, sino un dragón. Y que unos
niños no fueron simplemente unos niños, sino guardianes de la imaginación y la
fantasía, que los convirtió por un tiempo en caballeros andantes.
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