En
el devenir cotidiano de la vida uno recorre inconscientemente la ciudad en la
que habita por las mismas calles y travesías de siempre, construyendo al azar
caminos invisibles por los que discurre su movimiento urbano habitual.
Itinerarios circulares grabados en la memoria con los años de uso, pero que
solamente tienen principio y fin, sabiendo desde donde salimos y adonde
queremos llegar, pero sin que reparemos en las vidas de quienes siempre
estuvieron allí, viéndonos pasar cada día. Personas y negocios que han crecido
al mismo tiempo que nosotros o que incluso ya estaban aquí cuando nosotros
empezamos a hacernos visibles en el entramado de vidas que forman la cadena
vital ciudadana. Con el paso del tiempo uno acaba por incluir en su memoria
dicho paisaje, sobre todo en este caso, los negocios tradicionales que han
resistido a duras penas el empuje del progreso y la modernidad y se niegan, con
todo derecho, a desaparecer.
Y eso me pasa a mí con uno de estos
negocios. Todo empezó cuando vi la película La bicicleta, de Sigfrid Monleón.
En ella el dueño de un viejo taller de bicicletas del extrarradio, un anciano
llamado Mario, antiguo ciclista amateur, construye una bici con diferentes
piezas. Cada una tiene su propia historia. Tras regalársela a un niño de su
barrio, pasa por una joven mensajera para acabar en manos de una mujer madura
que acaba reconociendo en ella la mano de quién fue su amor de juventud y a
quién no ha vuelto a ver. Dejando aparte el desarrollo de las historias
paralelas que forman la vida de la bicicleta y las etapas del ser humano de
adolescencia, juventud y ancianidad, lo que me hizo pensar en todo esto fue la
imagen del taller artesanal y su dueño, condenado al cierre por el paso del
tiempo y su similitud con uno que se cruza constantemente en mi camino: ciclos
Piti.
Está el local subiendo hacia el Arco
de Doña Urraca desde la Puerta de la Feria. Negocio dedicado al arreglo de
bicicletas y ciclomotores, como tantos otros que hubo en Zamora. Recuerdo ciclos
Tera, en la carretera de la Hiniesta, donde de pequeños íbamos a buscar las
gomas de las cámaras que usaban las bicis para hacernos los tirachinas con los
que aterrorizábamos a los pájaros. Locales de un tiempo en el que tener una
bici era tener un tesoro, pues no estaba al alcance de todos. No te digo ya un
ciclomotor o vespino. En los que te arreglaban la bici montándole piezas de
otras de desguace, creando híbridos difíciles de ver. Pero que funcionaban.
Vidas y locales alicatados con sucios
azulejos blancos que vistieron nuestra niñez y que quedaron atrás acorralados
por los nuevos tiempos en color. Olor a grasa acumulada, humo de tabaco y
calendarios que, atrapados en el tiempo, siempre tenían el mismo año y el mismo
mes. Como si al dueño se le hubiera olvidado el paso del tiempo o nunca hubiera
querido pasar del momento allí señalado y lo tuviera de esta manera, siempre
presente, intentando esquivar los estragos de la memoria. Tiempo de Los Bravos
y su canción “Quiero un motocicleta”, señal de que algo estaba cambiando y con
ello el presentimiento de que otras formas de negocio se iban acercando e iban
a socavar esta forma artesanal de ganarse la vida.
Pero volviendo atrás, este local
todavía resiste. O eso parece. A veces tengo la impresión de que realmente su
actividad cesó hace tiempo. Que su dueño simplemente abre su puerta, se pone el
mono de trabajo y recuerda. Simplemente recuerda. Ve pasar a la gente en su ir
y venir diario y creo que imagina otros tiempos, llenos de juventud y actividad
plena que ya pasaron. Como en un bucle atemporal, creo que si viviera dos
vidas, siempre que pasara por este lugar allí me estaría esperando para
recordarme de que nada muere si se le recuerda. A veces me paro y lo observo
allí de pie delante de su negocio y lo imagino como el último soldado fiel de
la princesa Dña. Urraca guardando su puerta y palacio. Y que nos recuerda que
nuestro tiempo también pasara y nos quedaremos de pie a las puertas de nuestra
vida intentando no hacernos invisibles.
Como el guardián cansado de un
tiempo pasado y caduco. De un tiempo ya gastado.
Ciertamente llama la atención, arrinconado contra la muralla, chaparrico, con el letrero pintado sobre la fachada....da la impresión de tener la soga ya echada en torno al cuello...
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