Ahora que ya peinamos algunas canas y
que contamos batallitas como abuelos. Ahora que los jóvenes, a diferencia de
nosotros, están pegados al ordenador viviendo, en cierto modo, una realidad
virtual, sin el cara a cara con el otro, lo que obliga a dialogar y ceder para
llegar al compromiso final. Ahora que los años empiezan a pesar más que los
kilos. Es ahora cuando me vienen a la memoria recuerdos de una infancia feliz,
llena de juegos y aventuras, en la misma y a la vez tan distinta ciudad que
habitamos. En otro tiempo que parece ya tan lejano y en una sociedad que parece
que nunca hubiéramos vivido.
Nuestro lugar era la calle. Éramos
niños de calle. No había ordenadores en las casas y en la mayoría ni siquiera
había televisión. La ciudad era nuestro campo de experimentación y los que
vivíamos en la periferia de la misma, gozábamos de la posibilidad de realizar
viajes inimaginables hacia los campos y horizontes puestos a nuestra
disposición. En aquellos veranos secos, amarillos y bajo un sol abrasador,
salíamos en expedición, desde el barrio de San José Obrero hacia el Bosque de
Valorio, cuando éste aun hacía honor a su nombre. No como en la actualidad, que
es algo cotidiano y cercano, como un parque urbano más. En aquel tiempo llegar
hasta él era todo un viaje y más para chavales de pocos años. Como los grandes
exploradores que habíamos visto en los libros que, de vez en cuando nos
regalaban, íbamos descubriendo nuevos territorios y tomando posesión de los
mismos como pequeños Pizarros u Orellanas.
Fue así, derribando las fronteras
imaginarias de nuestra corta edad, con las ganas de ir cada vez más allá, como
descubrimos nuestra isla. En realidad no era una isla pero para nosotros, en
nuestro mundo de fantasía viajera, lo era. Un pedazo de tierra entre dos
bifurcaciones del arroyo, pegada a uno de los pilares del puente de la vía del
ferrocarril que va a Galicia. Todavía existe, pero nadie que pasee por sus
inmediaciones puede imaginar lo que aquel pedazo de tierra significó para
nosotros.
Allí pasábamos las tardes de verano y
discutíamos nuevos planes de exploración. Merendábamos el bocadillo de más pan que
chocolate, porque de jamón nada, el cual aderezábamos, cuando había, con moras
como postre. O con alguna sandía o melón que cogíamos “prestados” de las
huertas que había por la carretera de La Hiniesta. No llevábamos agua porque,
en nuestra inocencia infantil, bebíamos del arroyo que creíamos limpio. Realizábamos
incursiones por los territorios adyacentes y como principiantes del ecologismo,
haciendo honor a Félix Rodríguez de la Fuente, intentábamos descubrir nuevas
plantas y animales, a los que les poníamos nombres que nos inventábamos. Bien
es verdad que muchas veces más que conservar
lo que hacíamos era destruir, pero este pequeño pecado no creo que
tuviera mucha influencia en el devenir histórico del bosque. Al mismo tiempo,
en la aventura, nos probábamos, no conocíamos a nosotros mismos y eso nos hacía
ir creciendo.
Y así, como pequeños robinsones,
organizábamos nuestro tiempo en aquel pequeño territorio de dos por dos. De vez
en cuando, algunos despistados paseantes osaban llegar hasta nuestro refugio y
con mirada benevolente creían ver nuestros juegos sin darse cuenta que éramos
nosotros los que de verdad los veíamos a ellos y su realidad, sin que ellos
fueran conscientes de lo que de verdad había en la nuestra. Pero a pesar de
todo, nos las ingeniábamos para que los matorrales y zarzas que crecían en la
ribera fueran tapando poco a poco los laterales de la isla y al final la
tuviéramos prácticamente fortificada y a salvo de invasores no invitados.
Al final de la tarde, ya oscureciendo,
le decíamos adiós al sol y la luna, como nueva compañera, protegía nuestro
camino de vuelta hacia la ciudad cansados, algo sucios, pero satisfechos.
Teníamos un lugar en el mundo y era nuestro. Un lugar en el que no nos hubieran
hecho falta ni consolas ni videojuegos, sino solamente con nuestra imaginación
sin límites, creábamos cualquier mundo y lo vivíamos. Por la noche caíamos en
la cama exhaustos y con el sueño entrando por la puerta soñábamos adónde nos
llevarían las nuevas aventuras que, sin duda, nos esperaban al día siguiente en
nuestro pequeño mundo: nuestra isla.
Deberíamos ser como Peter Pan, no crecer nunca y disfrutar por siempre de "nuestras islas".
ResponderEliminarGracias por dar algo de color a una tarde muy gris.
Un saludo.
Noelia